Mirar detenidamente y apreciar la realidad de la vida nos permite adentrarnos en la experiencia de otras personas. Dos estudiantes de Relaciones Internacionales se adentraron en la realidad de las personas que migran y descubrieron la capacidad transformadora de la fe en los movimientos sociales.
POR PAULA MARTÍNEZ VALENCIA E IVÁN PELAYO OROZCO, ESTUDIANTES DE RELACIONES INTERNACIONALES Y DEL VOLUNTARIADO DE MIGRACIÓN DEL CENTRO UNIVERSITARIO IGNACIANO (CUI).
A mi juicio, uno de los grandes males en la actualidad es la indiferencia, pasar de largo sin un mirar sereno y profundo, amoroso con el entorno, con la realidad, acomodarme y hacer como si no pasara nada. Pasar de prisa, carente de tiempo, provoca que me concentre en imágenes confusas, pensamientos y ruidos internos y externos, que no me permiten detenerme. Me apura la inmediatez.
Cuando me decido a romper ese rutinario paso fugaz y con quietud observo el paisaje urbano, a los demás que son otros yo, a mi entorno, mi realidad, caigo en la cuenta de mi posibilidad permanente para tocar tantas sorpresas gratas, que me maravillan con su encuentro. Cada quien tenemos nuestras propias fotografías sorpresivas que nos llenan de gozo con sólo detenernos a mirar un poco y contemplar.
Claro que al detenerme también corro el riesgo de encontrarme con sorpresas que no son tan gratas, que me confrontan, e incluso me molestan y que pueden tornarse violentas. Con relativa frecuencia las etiqueto, archivo y desecho. Pocas veces caigo en la cuenta que ese puede ser mi momento del día, en el que ese clamor permanente de la realidad me está ofreciendo la oportunidad para mirar de nuevo, con una mirada diferente.
Paula Martínez e Iván Pelayo, son dos estudiantes que participaron en el Voluntariado de migración en el Centro Universitario Ignaciano y nos comparten miradas que, frente a la imagen cruda de la migración se propusieron verla profunda y amorosamente, sin etiquetas, ni lástima. Esa mirada les permitió aprendizaje y la posibilidad de compartir y experimentar el compromiso solidario de acompañar.
Migrar es resistir
Por Paula Martínez Valencia, estudiante de Relaciones Internacionales.
Escribo a partir de una fecha que se ha insertado en la memoria colectiva de este país por representar las violencias a las que se enfrentan las personas migrantes y refugiadas en este territorio. Hace algunos días fue 24 de agosto y, con la llegada de esta fecha, se cumplieron diez años del asesinato de 58 hombres y 14 mujeres migrantes en San Fernando, Tamaulipas, a 150 kilómetros de la frontera. Han pasado ya diez años y ha prevalecido la impunidad, como si las violaciones a los derechos humanos pudieran ser infinitas.
Me cuesta trabajo pensar en otra cosa más que en el hecho de que vivir en este país da rabia, miedo e impotencia. Este país lastima. Sus instituciones nos violentan, lo hacen también sus modelos productivos que se centran en mercantilizar nuestros cuerpos, que giran en torno a un sistema roto que decide quiénes sí y quiénes no tienen derecho a una vida digna. Pero en medio del dolor, México se ha vuelto territorio de resistencias: por la tierra y por el agua, por las lenguas, por educarnos, por regresar a casa, por sentirnos libres. Y en todo este entramado de luchas colectivas, se inserta la movilidad humana, porque migrar también es resistir.
Cada año, cientos de miles de personas que nacieron en otros suelos cruzan esa línea imaginaria que divide aquí de allá. Lo hacen solas y a pie. Otras se encuentran en el camino y se acompañan y otras más, migran en familia. Con mochila al hombro, se encaminan a cruzar los más de tres mil kilómetros de territorio en guerra que transcurre entre El Ceibo de Guatemala a la frontera Tijuana, esperando que las nuevas geografías traigan mejores condiciones.
He ido aprendiendo sobre sus caminares, sus luchas y sus resistencias desde hace algunos años, cuando el Centro Universitario Ignaciano nos invitó a iniciar un camino de exploración personal y comunitaria que nos llevó a pensarnos más allá de nuestras individualidades, optando por lo colectivo y construyendo una espiritualidad que no se limitara a las palabras. Entendí la capacidad transformadora de una fe con características sociales — que finalmente eran políticas — mientras aprendía a hacerle frente a mis indiferencias y a sumarme a los esfuerzos colectivos para alcanzar lo que, parafraseando a las compañeras zapatistas “podría ser un mundo en el que quepan muchos otros”.
En estos años aprendí a observar con ojos de acompañante. Esa forma de mirar me enseñó a entender la realidad migrante fuera de las cifras, porque comencé a escucharla. Aprendí que Centroamérica está llena de vida, de risas, de bailes. Aprendí de un lugar en el que se dice que llueven peces y de las pupusas, de las playas y los mares, y de los vínculos fraternos que no logra dividir una frontera. Pude comprender que, aunque el tren es rápido e imponente, las resistencias son más grandes.
Entonces aprendí a tomar mi rabia y mi indignación, a apoyarme del privilegio de ejercer mi derecho a no migrar y a integrarme en alguna de las resistencias colectivas. Descubrí que las personas que migran no están solas pues existe una sociedad civil y organizaciones religiosas, entre ellas la Compañía de Jesús, que han decidido dedicarse a defender los derechos humanos de las poblaciones en movilidad. Descubrí que aun cuando los grandes sistemas no cambien y las personas de traje (sentadas en oficinas, teniendo juntas importantes) no decidan eliminar las bardas, las rejas y los procesos burocráticos que separan a quienes se consideran dignas de derechos de quienes no; igualmente se sostienen esfuerzos desde el amor y la justicia en Tapachula, en Amatlán de los Reyes, en Bojay, en Irapuato, en Guadalajara, en Saltillo, en Tijuana y en múltiples espacios más, generando lo que Yásnaya Elena A. Gil —lingüista y activista mixe— llama “resistencias minúsculas”. Y que éstas se encuentran llenas de personas que han decidido dedicar su vida para que todas, independientemente de lo que digan los papeles, tengamos acceso a una vida digna.
No podemos olvidar lo sucedido en San Fernando y tampoco podemos olvidar que violencias como esta todavía suceden. Hoy no nos enfrentamos solamente a las violencias que se han vuelto tristemente cotidianas, nos enfrentamos a una enfermedad que justifica las bardas, las rejas y las divisiones entre aquí y allá. Ahora, más que nunca, es cuando todas las personas y específicamente quienes nos encontramos formándonos profesional y personalmente — las estudiantes — requerimos de lugares comunes que nos permitan pasar de la reflexión teórica a la práctica, encontrarnos y activarnos, aunque parezca que la virtualidad nos ha robado espacios y ha impedido la verdadera escucha. Es urgente recuperar estas prácticas y comenzar a generar nuevas, para formar otras resistencias minúsculas para, paso a paso, construir un mundo en el que verdaderamente ninguna persona sea ilegal.
El sentido del servicio desde la espiritualidad ignaciana
Por Iván Pelayo Orozco, egresado de Relaciones Internacionales
Vivimos en una sociedad en la que consciente o inconscientemente se nos ha enseñado a ignorar los problemas o realidades que existen a nuestro alrededor mientras no nos afecten directamente. Una sociedad conservadora que mantiene un doble discurso que se apela a “amar a tu prójimo como a ti mismo” y al mismo tiempo se desentiende de su compromiso de amar bajo la excusa de que el pobre es pobre porque quiere serlo.
Estudiar en una universidad privada puede ser, un arma de doble filo, porque a ratos nos sumergimos más en esa burbuja que nos hemos creado con los años que nos mantiene distraídos y en otros, puede ayudarnos a cambiar de perspectiva, a darnos cuenta que seguimos siendo muy privilegiados por el lugar en el que estamos y que justamente por esa razón, no podemos ser indiferentes ante los muchos contextos, realidades, grupos vulnerables, injusticias que vive nuestro país.
Durante mi carrera comencé a tener un acercamiento a estas realidades y adentrarme a lo que los jesuitas llaman espiritualidad ignaciana, especialmente cuando observé desde cerca el fenómeno de la migración. Entendí las situaciones que se viven en otras regiones, que hay personas que se ven obligadas a moverse de su lugar de origen porque su vida corre riesgo o porque desean una vida mejor para sus hijas e hijos.
Ellas y ellos se aprecian como seres invisibles, sin nombre, sin identidad, que transitan en un país considerado el mayor corredor migratorio del mundo y uno de los más peligrosos. En este país se masacran y abandonan personas, recuerdo el caso de los 72 de San Fernando, en el que los agresores pueden seguir impunes y en el que las personas se deshumanizan porque, como sucede en el conteo de muertes por covid-19, en México las personas son números para hacer estadística.
La enorme problemática que vive nuestro país en cuanto a violaciones de derechos humanos demuestra la importancia de que existan organismos como el Servicio Jesuita para Refugiados y otras organizaciones no gubernamentales y de la sociedad civil para presionar a las autoridades y a la propia sociedad en la búsqueda de justicia y dignidad para las personas en situaciones vulnerables, para darles rostro e historia. Desde ayuda humanitaria en albergues, incidencia en comunidades de origen, hasta asesoría y acompañamiento a solicitantes de refugio.
Cada experiencia y cada plática con las personas migrantes y refugiadas que me he encontrado en estos años de colaborar en diferentes proyectos como los Voluntariados en el Centro Universitario Ignaciano ya sea en la ZMG, en Amatlán de los Reyes, Veracruz, o la frontera con Guatemala, me motiva a seguir involucrándome en la búsqueda de la dignidad y defensa de sus derechos humanos pero nunca desde una perspectiva de superioridad, sino de situarme y mirarles de frente, escuchándoles, analizando, conociendo y respetando sus experiencias de vida.
Visibilizar a las personas, como personas, que se ven obligadas a migrar es una forma de quitar estigmas y erradicar la xenofobia que la sociedad poco informada aplica para desentenderse del problema, y es que el problema no es fácil de resolver.
La espiritualidad ignaciana que está orientada a la búsqueda de la voluntad de Dios, que lo encuentres a Él en todas las cosas, que hagas y pongas tus talentos al servicio de los demás, es una herramienta que puede ayudarte a conectarte de mejor manera contigo mismo y a mejorar tus decisiones.
Considero que desde pequeño he sido una persona muy empática, especialmente con personas en situaciones desfavorables, y con la espiritualidad y discernimiento ignacianos, he podido formarme como una persona desde el conocimiento de mí mismo y de mis decisiones; eso me ha permitido tener un impacto positivo en mi propia vida y en la de otras personas.
Hoy el mundo necesita seres humanos más empáticos y solidarios. De poco sirve que existan profesionales muy preparados académicamente si no acompañas tu acción con un sentido de servicio, con la convicción de regresarle algo a la sociedad para que existan oportunidades y justicia para los grupos más desfavorecidos.
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