Realmente ¿estábamos mejor sin Donald Trump como presidente de Estados Unidos? Carlos Cordero, director de la Oficina de Internacionalización, comparte sus reflexiones a propósito de los primeros 100 días del gobierno de Trump.
Hemos superado los primeros 100 días de gobierno de Donald Trump, aunque sería más preciso decir que los hemos sobrevivido, porque esta prueba apenas empieza como para afirmar que la hemos superado. 100 días en los que la potencia hegemónica ha dinamitado las estructuras que sostuvieron un equilibrio aparente desde la caída del muro de Berlín. Y decimos aparente, porque quién se atreva a decir que el mundo era idílico antes de Trump tiene una muy mala memoria en el corto y mediano plazo.
Ni Trump declaró la guerra contra el terrorismo, ni Trump fue el responsable de la crisis financiera del 2008. Por el contrario, Trump supo capitalizar el desorden mundial creado por las administraciones anteriores, para plantear la idea de que él podía hacer las cosas de una manera diferente. Asociarse con los grandes magnates de la tecnología, dando luz verde a Rusia e Israel en sus campañas bélicas, y sobre todo sumándose a la lucha ideológica antiwoke, son su paquete de innovaciones para, según él, recuperar el esplendor del imperio americano.
Sin embargo, sus propuestas, más que una estrategia bien pensada y construida en diálogo con los socios estratégicos del imperio, se acercan más a berretas y serendipias personales, emanadas del agotamiento de fuerzas de una nación que apostó por ser la cabeza de un orden internacional, sin medir los costos de lo que ello implicaba.
El imperio del pánico
Pero volvamos a las apariencias. Lo de hoy es decir que estábamos mejor sin Trump, lo cierto es que, aunque mejor, no estábamos bien. Llevamos al menos 15 años gobernados por una crisis económica que no da tregua. Las consecuencias de la crisis financiera internacional del 2008-2009 aún están latentes, Europa no ha podido recuperar la confianza en sí misma, desde que los países del norte y del sur se tuvieron que enfrentar para tratar de enfrentar el impacto de esa crisis.
Por otro lado, la crisis climática que no se detiene, no es algo que se haya gestado en la última década, por el contrario, es consecuencia de décadas de producción y consumo desmedido, alimentado por un sistema económico que en los años noventa del siglo pasado nos prometió un futuro pacífico y democrático. Además, la confrontación ideológica que polariza a la sociedad internacional tampoco es algo que se haya gestado en el pasado inmediato. La lucha feminista, la reivindicación de derechos y reconocimiento de las identidades de género, o la apuesta por la interculturalidad emanada de las migraciones internacionales, son procesos que tienen siglos coexistiendo con el desarrollo de la humanidad, y que poco a poco han ido ganando mayor visibilidad, pero no por ello podemos decir que son fenómenos “nuevos”.
Lo que sí es nuevo es la paranoia colectiva azuzada por los discursos radicales que inundan las redes, que dicho sea también, nos prometieron que nos iban a conectar cuando en realidad solo nos están confrontando.
La oportunidad del caos
En medio de este caos, la oportunidad ha emergido para aquellos proyectos que han sabido amortizar las ventajas que les brinda el agotamiento y la deslegitimación de un orden que se presentaba como “estable, inclusivo y mundial”. El descrédito de instituciones como Naciones Unidas, en buena medida provocado por la errática participación de Estados Unidos en la institución; el desencanto generalizado de la globalización, emanado de las consecuencias de la redistribución de las cadenas de producción y la dictadura de los mercados financieros, han sido la oportunidad que han sabido aprovechar quienes pretenden dinamitar la falsa estabilidad del pasado.
Un ejemplo de ello es la reciente confrontación entre India y Pakistán, que ha pasado desapercibida por la opinión pública demasiado preocupada por la sucesión papal. Ni qué decir de las campañas bélicas de Rusia e Israel que no han encontrado un freno en la estructura institucional de los organismos internacionales creados en el siglo XX para mitigar la guerra. Por otro lado, el tradicionalismo ideológico que pretende restaurar una fantasiosa supremacía masculina heteronormada, o la homogeneidad cultural nacional que ha hecho de la migración un enemigo a la pureza tradicional de las naciones. Y es justo ahí, que Trump ha encontrado su oportunidad para empezar una guerra comercial y empezar a dinamitar las estructuras que el imperio estadounidense había construido para medianamente contener el equilibrio de su hegemonía.
Pero algo ha sucedido que Trump ha tenido que poner un freno a su euforia explosiva. El fantasma de la recesión económica ha hecho que la guerra arancelaria se aplace por unos días. Inclusive, en un tema crítico como las importaciones estadounidenses de la industria automotriz ha tenido que rectificar. Han sido los mercados quienes, siguiendo sus lógicas tradicionales, han frenado a Trump. El mismo Elon Mosk ha decidido dedicar más tiempo a sus negocios que la administración trumpista, pues estos se han visto afectados por el ambiente de incertidumbre.
Las crisis como oportunidades para cambiar
El desgaste de los imperios propicia el acenso de líderes improvisados con ideas disruptivas que solo aceleran la decadencia de las estructuras de poder. Para Roma fueron Nerón o Calígula; o bien la emperatriz Cixi en la China decadente del siglo XIX; o los caprichos del Rey Jorge V con la India; o el Zar Nicolás II al que su vanidad cegó de los cambios que se estaban gestando en el mundo, la realidad contemporánea de Estados Unidos nos arrastra al pánico inmovilizador que nos tiene sumidos en la nostalgia y no nos permite abrir la mirada a otros futuros. Mientras tanto, otros aprovechan esta incapacidad creativa para avanzar y empujar sus proyectos radicales. Lo cierto es que no podemos predecir cuánto le llevará al orden establecido transformase.
El caos ya se estaba gestando desde hace mucho tiempo, es momento de dejar de rasgarnos las vestiduras por un pasado romantizando y empezar a voltear al futuro. Empezar a interesarnos más por lo que sucede más allá de Estados Unidos, por ejemplo, tratar de entender mejor el ascenso chino, apartándonos de clichés y prejuicios. Cuestionarnos si realmente podemos continuar con el ritmo de consumo que nos ha sumido en una crisis climática. Reconocer, que en el diálogo intercultural está la oportunidad para superar la polarización y sobre todo, recuperar la esperanza de que este no es sino un capítulo más en la historia de transformaciones y cambios del mundo dinámico al que hemos pertenecido por más de cinco mil años.