La reciente inclusión del templo de La Luz del Mundo en el Inventario Estatal de Patrimonio Cultural de Jalisco debería reabrir no solo el debate sobre qué obras merecen ser reconocidas como parte del legado cultural, sino —y sobre todo— la discusión sobre cómo garantizar que el patrimonio de nuestras ciudades pueda conservarse y ser transmitido a las futuras generaciones

Por Pablo Vázquez Piombo, académico del Departamento del Hábitat y Desarrollo Urbano

 

Ubicado en el oriente de Guadalajara, el templo de La Luz del Mundo ha sido señalado por la Secretaría de Cultura como poseedor de un valor artístico relevante, lo que ha generado opiniones encontradas entre especialistas, autoridades y ciudadanía. Construido a principios de los años noventa y diseñado por el arquitecto Leopoldo Fernández Font, el templo fue reconocido con el Premio Nacional de Arquitectura. Su forma singular, su propuesta innovadora y su fuerte presencia urbana lo convierten en una obra representativa de su época y su incipiente corriente arquitectónica. De acuerdo con los criterios establecidos por la legislación estatal en materia de cultura —calidad compositiva, innovación en el diseño, uso de materiales y técnicas, así como su relevancia para la comunidad que lo alberga—, esta obra cumple con los requisitos para formar parte del inventario estatal.

Es importante aclarar que su inclusión no implica una declaratoria como patrimonio cultural del estado. Lo que sí establece es que cualquier intervención en el inmueble debe contar con un dictamen técnico emitido por la Secretaría de Cultura, el cual debe garantizar la preservación de sus valores esenciales. Esto se traduce, principalmente, en acciones de mantenimiento que conserven su estructura, materiales, espacios y acabados, sin alterar su esencia.

Actualmente, el templo se encuentra íntegro y en buen estado. Sin embargo, en otros casos, la realidad es distinta. Numerosas obras ya reconocidas en el inventario se deterioran a causa de la especulación inmobiliaria, la negligencia, la falta de recursos o, simplemente, porque son ignoradas o se altera el contexto urbano que les da sentido.

Este caso, lejos de ser aislado, debería motivarnos a voltear la mirada hacia otras obras de notable relevancia social, que podrían enriquecer la lectura que hacemos de nuestras ciudades a lo largo del tiempo. Muchas de ellas son desestimadas por diversos motivos o por una visión excesivamente limitada de lo que puede ser considerado patrimonio. Reconocer la diversidad de expresiones arquitectónicas surgidas en las últimas décadas —especialmente en contextos de expansión urbana como Guadalajara— es fundamental para construir una idea de patrimonio más representativa, plural y actualizada. Solo así podremos comprender que el pasado también se construye con las formas del presente.

Pero el debate no termina ahí. Este caso evidencia una problemática más profunda: seguimos sin modificar una visión en la que los intereses individuales de transformación pesan más que la conservación de nuestra identidad colectiva. La legislación patrimonial permanece anclada en una lógica restrictiva, centrada en el monumento aislado, sin una mirada integral del conjunto urbano. Un listado, por sí solo, no garantiza la conservación si no se considera el tejido del que esas obras forman parte. Seguimos sin definir con claridad qué tipo de ciudad queremos ser, al no entender que el patrimonio también se construye desde la relación entre las partes y el todo.

 

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