Covid-19 ha definido también la dinámica de las ciudades, basta asomarse a la ventana y al interior de los hogares. Si la ciudad es una forma de pensar, cabe la posibilidad de que, junto a ella, se desarrolle una ética profunda, sobre todo en la medida en que la ciudad nos induce a ser partícipes de una serie de valores, costumbres y formas de percibir la realidad.
POR CHRISTIAN GRIMALDO-RODRÍGUEZ, PROFESOR DEL DEPARTAMENTO DE PSICOLOGÍA, EDUCACIÓN Y SALUD
ILUSTRACIÓN DE HUGO GARCÍA SAHAGÚN, PROFESOR DEL DEPARTAMENTO DEL HÁBITAT Y DESARROLLO URBANO
La ciudad como mentalidad
En su libro más reciente, titulado Construir y habitar: ética para la ciudad, el sociólogo estadounidense Richard Sennett nos recuerda que hay un nexo innegable entre nuestra manera de pensar/sentir las ciudades y la forma material que estas tienen. Esta correlación entre lo que el autor llama cité (la mentalidad) y villé (medio construido) es innegable pero no indestructible.
La propuesta de entender a la ciudad como una mentalidad es una idea transgresora, a pesar de que tenga siglos vigente. Georg Simmel (2005) veía a las ciudades con cierta cautela, especialmente porque pensaba que este tipo de asentamientos tendía a hacer a las personas más indiferentes unas de las otras, debido a la multitud de estímulos a las que debía atender. Otros autores como Robert Park (1999) sostenían que la ciudad es un estado de ánimo “un conjunto de costumbres y tradiciones, de actitudes organizadas y de sentimientos inherentes a esas costumbres, que se transmiten mediante dicha tradición” (p. 49). Pablo Fernández (2004), para enfatizar su rol político, incluso se aventura a describir la ciudad en cuanto es inventora de ciudadanos de la siguiente manera: “No cabe imaginar a la ciudad como un mueble grandote ahí puesto, ni tampoco como una maquinaria, ni siquiera como el escenario de la vida social o el reflejo de la cultura, sino como un pensamiento, que ha tenido, entre otras ocurrencias, la de inventar a los ciudadanos”. (p. 3).
Si la ciudad es también es una forma de pensar, entonces cabe la posibilidad de que, junto a ella, se desarrolle una ética profunda, sobre todo en la medida de que la ciudad nos induce a ser partícipes de una serie de valores, costumbres y formas de percibir la realidad.
La ciudad y el ordenamiento de los cuerpos
Si he querido citar el digno trabajo de Sennett aquí, es porque hay una idea de su libro en particular que me resulta necesario repetir, casi como un mantra en los tiempos que ahora vivimos: “el lugar y el espacio adquieren vida en el cuerpo” (Sennett, 2019:28). Un cambio drástico y colectivo en nuestras prácticas, anhelos y/o miedos conlleva una transformación drástica del paisaje urbano y de sus normas.
Muchos de nosotros hemos tenido que adecuar nuestras casas para realizar múltiples tareas que antes ocurrían fuera de ella. La ortopedia hogareña más común ha sido la de adaptar una o más habitaciones para el trabajo vía remota; pero están también quienes han improvisado una fonda con entregas a domicilio, quienes han convertido habitaciones en bodegas de artículos de catálogo que venden por aplicaciones móviles o quienes, sin que sea negocio, adaptan una suerte de guardería improvisada para sus pequeños.
Así como el hogar se adapta para recibir las tareas nuevas, los cuerpos de muchas personas que se ven obligadas a obtener el sustento fuera de sus hogares se tienen que adaptar a las letras chiquitas del “quédate en casa” y cumplir con una serie de prácticas que disminuyan su riesgo de contagio. A falta de una ciudad que nos permita andar por sus calles como solíamos hacerlo, muchos cuerpos se atrofian frente a un monitor, al tiempo que otros se desgastan y sucumben ante un tránsito ineludible.
A pesar de que los urbanitas contamos con ciertos indicadores a pie de calle que nos permiten comprender los cambios habituales de las ciudades, parecen insuficientes de cara a la pandemia. ¿Todo sigue igual porque vemos la congestión vial de siempre o está cambiando drásticamente porque encontramos abandonado el negocio al que solíamos recurrir?
Frente a la contradicción de nuestros propios juicios y ante un aluvión de información que mezcla lo que debemos creer o no creer, obedecer o desobedecer, sin duda necesitamos atender a la reflexión ética o sucumbir al recrudecimiento de las mentalidades que más han dañado a nuestras ciudades, una de ellas, la del miedo.
La mentalidad del miedo
Autoras como Angela Giglia (2020) se preguntan por los efectos que tendrá el “quédate en casa” sobre el valor y las prácticas que dan sentido al espacio público. La pandemia ha transformado los lugares que visitábamos o transitábamos cotidianamente en potenciales focos de contagio, en sitios que generan miedo e incertidumbre donde antes sentíamos seguridad, cercanía y paz. Incluso esperar en una fila para obtener un bien o un servicio pasó de ser sencillamente tedioso a convertirse en una experiencia de tensión, por ejemplo.
Para Giglia, el miedo al contagio que prima en las ciudades actualmente también va de la mano con la normalización y el recrudecimiento de la desigualdad, identificable a partir de la distinción de dos grupos: los cuidadores y los cuidados. En el primer grupo se encuentran todos aquellos que practican oficios o profesiones que entran en la categoría de indispensables frente a la pandemia, desde los trabajadores del sector salud, hasta las y los obreros, empleados de paquetería, empleadas domésticas y recolectores de basura, por mencionar algunos. En el segundo grupo, quienes podemos quedarnos en casa gracias a que los primeros mantienen circulando los bienes y servicios que nos permiten el encierro. Como hemos visto, estas diferenciaciones tienden a moralizar la presencia de los cuerpos en la ciudad a partir del miedo y han favorecido la ocurrencia de agresiones a los grupos de cuidadores o a quienes no intentan comprobar que sus motivos para salir de casa son legítimos.
La mentalidad del miedo también ha derivado en múltiples formas de estereotipar la enfermedad. El Sociólogo Erving Goffman (1970) usaba la palabra estigma para referirse a las formas en que un individuo o grupo son desacreditados en sus interacciones por el solo hecho de su apariencia, su pertenencia y/o sus prácticas. En el caso de esta enfermedad iniciamos estigmatizando por nacionalidades, continuamos con rasgos raciales y pasamos por condiciones de clase social ¿será casual que en nuestra ciudad proliferen los fraccionamientos amurallados, las fachadas con cámaras y las entradas restringidas o tendrá que ver con nuestras mentalidades? ¿será incierto lo qué nos depara si sumamos a nuestros miedos previos el miedo al contagio?
Por una ciudad que piense diferente
Llegados aquí, probablemente nos resulte más evidente que la ciudad está cambiando en sus estructuras más minúsculas a pesar de que no alcancemos a percibir la magnitud y el impacto de todas estas alteraciones del sistema urbano, especialmente porque se trata de cambios en los espacios privados. En algunos casos entran nuevos muebles y herramientas: sillas, escritorios, webcams, micrófonos, audífonos; en otros, van desapareciendo en orden de importancia los objetos menos esenciales para la subsistencia para trasladarse a casas de empeño o a ser vendidos a nuevos hogares: televisiones, consolas de videojuegos. En los casos más drásticos, hay cientos de personas que están perdiendo sus hogares sin alternativas para resguardarse, no solamente del Covid-19. Estas modificaciones tienen efectos en nuestras mentalidades que necesitamos esclarecer en búsqueda de una ciudad que nos permita vivir dignamente a todos.
Dice Pablo Fernández (2004:3) que “cada vez que pensamos y sentimos, es en realidad la ciudad la que nos está pensando y sintiendo, porque las ideas y los afectos que nosotros utilizamos nacieron y se desarrollan conforme nacieron y se desarrollan las ciudades”. Valdría la pena preguntarnos: en estos tiempos ¿qué están sintiendo y pensando las ciudades? ¿puede la ciudad pensar diferente? Para responder a estos cuestionamientos es necesario conectar, aunque sea someramente, nuestras experiencias con las de los otros habitantes de la urbe.
El método para escuchar a la ciudad es relativamente sencillo, pero a su vez bastante conmovedor: hay que observar los paisajes desde las ventanas de nuestras casas o durante nuestros trayectos acotados por las calles y dejarnos llevar por lo que transmita ese conjunto de estímulos que llamamos ciudad. En mi opinión, son estos ejercicios intencionados de percepción lo que abre el terreno a una ética urbana y por el trabajo que he realizado con anterioridad, tengo certeza de que ocurren incluso cuando pegamos nuestra frente a un cristal de transporte público para conectar lo que hay afuera del autobús con lo que hay dentro de nuestras experiencias.
Finalmente, quisiera evocar las cualidades que Richard Sennett reconoce como más virtuosas para las ciudades, estas deben ser espontáneamente defectuosas, sistemáticamente abiertas y prácticamente modestas. Para que podamos construir una ciudad con esas cualidades, es importante que primero aspiremos a que nuestras formas de interactuar aspiren a tener esas mismas características ¿la pandemia podría facilitárnoslo o será lo contrario? Sea cual sea la respuesta, sin duda lo veremos en el paisaje.
Referencias
Fernández, Pablo (2004). El espíritu de la calle: Psicología política de la cultura cotidiana. Barcelona: Anthropos.
Giglia, Angela (2020). “Repensar las ciudades desde el encierro doméstico”. Manuscrito inédito, recuperado de: https://www.academia.edu/43024004/REPENSAR_LAS_CIUDADES_DESDE_EL_ENCIERRO_DOMESTICO
Goffman, Erving (1970). Estigma. La identidad deteriorada. Amorrortu: Buenos Aires.
Park, Robert (1999). La ciudad y otros ensayos de ecología urbana. Barcelona: Serbal.
Sennett, Richard (2020). Construir y habitar: ética para la ciudad. Barcelona: Anagrama.
Simmel, Georg (2005) “La metrópolis y la vida mental”. Bifurcaciones, n. 4, pp. 1-10.
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- Sobre la dificultad para detenerse, de Bernardo García González.
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- Un minuto de silencio, de Eneyda Suñer
- Pandemia, 10 lecciones, de Luis Arriaga, SJ
- Extraño… Te extraño, de Antonio Sánchez Antillón