No queda claro si lo que extrañamos es la experiencia o la frecuencia de un placer perdido. El confinamiento sigue siendo la circunstancia que impera a las personas y, ni está al alcance de todas, ni le ha hecho bien a todas; el respeto también es una cosa extraña que se anhela tanto como el buen amor y la presencia cálida.  

POR ANTONIO SÁNCHEZ ANTILLÓN, PROFESOR DEL DEPARTAMENTO DE PSICOLOGÍA, EDUCACIÓN Y SALUD

ILUSTRACIÓN DE HUGO GARCÍA SAHAGÚN, PROFESOR DEL DEPARTAMENTO DEL HÁBITAT Y DESARROLLO URBANO

En estos tiempos de confinamiento, he podido escuchar de manera constante, como gotas pequeñas y persistentes que anuncian lluvia, cierta palabra que hasta hoy no había encarado o calibrado en su fuerza, pero su constante enunciación me ha llamado.  

Las expresiones en las redes van desde la verbalización de un “extraño”, cuando se evoca la imagen de aquello que alguna vez se tuvo en presencia o constancia y ya no, por lo que con ello se refieren a experiencias de nostalgia, de un ser, un estado o una cosa. Es así que hay gente que extraña salir a la calle, con amigos, al trabajo. No queda claro si lo que se extraña es la experiencia o su frecuencia, o el placer perdido de la vivencia en sí sin importar su frecuencia. Y a raíz de esa nostalgia se proyecta, que, bajada la contingencia, “saldrán mucho con amigos” y ponen sus ilusiones en que recuperarán el uso de los espacios abiertos, parques y calles, que ahora tienen prohibidos; se aspira a revivir la sensación de libertad de tránsito.  

También he escuchado que estos tiempos son extraños, y que se ha pasado de espectador de una película de Netflix, Epidemia, a ser actor en ella.  

También circula el uso de la palabra extrañar para adjetivar situaciones y personas que hacen cosas inusuales o raras. Como cuando se refiere que “esta época es extraña”, y que la gente se ve rara, con barbijos, cuando el hábito sólo lo indicaba en contextos médicos. Aunque también se significaba cosa distinta si la mascarilla era oscura, pues esto podía ser indicio de encubrir la identidad, de un asaltante o de un anarquista en búsqueda de venganza. Así pues, la usanza del barbijo era para espacios de cuidado médico y como de advertencia de que un extraño busca ocultar su identidad. Será que el tapabocas abre a la aporía perene, sobre la cual se han escrito leyendas y mitos en las historias antiguas, a saber: ¿el prójimo puede ser mi más cercano o el más ajeno?, y ¿si es extranjero, un extraño hostil?  Como ejemplo, pensemos en el pasaje bíblico de los celos y envidia que tuvo Caín por no sentirse el preferido del padre, y mató a su hermano Abel. O recordemos la obra de Eurípides, Heracles, quien cegado por las furias mata a su esposa e hijos. Es interesante, precisar que, en ambos relatos, lo familiar se vuelve extraño entendido como ajeno, además de hostil y digno de muerte. En síntesis, los perpetradores parten de una ceguera dada por las pasiones, y el otro, en tanto familiar, pierde ese atributo y se vuelve un personaje antagónico.  

¿Será que ahora el tapaboca es el cariz que condensa lo familiar con lo extranjero?  Y, como no se puede ahora ver la cara del otro, ¿el extraño en tanto no conocido se vuelve hostil por el potencial de sus actos o de contagio? ¿Cómo leer las intenciones si no puedo ver el gesto del rostro? ¿Cómo sé que no está infectado? ¿Cómo leer sus intenciones en esos ojos que me miran o desestiman mi mirada? Esos seres encapuchados, apenas dirigen la palabra para saludar, y en ocasiones ni eso, esa falta del ritual del saludo, que da la pauta a la cordialidad queda suspendida, por lo que emerge una pregunta apremiante: ¿el otro tiene buenas o malas intenciones? 

La prefiguración de lo extraño entendido como diferente y por tanto hostil se configura desde los sistemas de valores y creencias y del contexto socioeconómico que las posibilita. Por ello, he escuchado que algunos se extrañan al ver que otros ciudadanos se quedan en casa mientras ellos salen a la calle.   

De acuerdo a la psicología evolutiva el reto infantil de reconocer lo familiar y lo diferente en tanto extraño, ajeno, es algo que permite consolidar el aparato perceptivo y la red social del infante. Llorar frente a un desconocido es señal de crecimiento.  En ese síntoma, el chico da indicios de que ya no se irá con cualquiera que le dé la mano, pues reconoce lo familiar de lo extraño. Su percepción y su voluptuosidad se impronta bajo las coordenadas de la mismidad; lo conocido es placentero y lo diferente, displacentero. Todo lo que tiene que ver conmigo, me es grato, aquello que no, es ingrato. Se puede sostener que, en estas relaciones primarias, es donde conocemos, reconocemos y desconocemos las pautas lógicas y pragmáticas de la mismidad. Mecanismos primitivos que emergen en automático cuando se viven situaciones de amenaza, estrés o cansancio. Es así, que el otro de manera generalizada, por su diferencia, se me presencia como adverso.  

¿Será que la situación actual de contingencia hace emerger la tensión entre la mismidad y la repulsa a lo otro en tanto no yo?  Si se sigue esta hipótesis se puede sostener que lo percibido está prejuzgado, de alguna manera.  Ya que, para quienes tienen que salir a trabajar a pesar de la contingencia, se vuelve incomprensible que haya gente que se quede en casa esperando que pase esta. Y quizá se preguntan, ¿cómo le hacen para vivir sin salir de casa? ¿Esa gente “vive de sus rentas” y no requiere ir a trabajar? Esta percepción puede ir acompañada de pasiones, si la premisa de la que se parte es la concepción de un yo impotente en contra de un ajeno potente. Es decir, una creencia sostenida en que el poder propio es menor y el del otro mayor, y en ello se adjudica que, por ello, se padece injusticia. Si, por otro lado, el que se queda en casa supone desde su mismidad de creencias y de capacidad económica, que quien sale a la calle es porque es indolente y no quiere respetar las normas, actuará adversamente. Máxime si además le supone que por su negligencia quedará contagiado y lo contagiará a la vez.  ¿Es extraño el juicio de atribución de negligencia y temeridad del otro? 

Hay diferencias instaladas a nivel de la estructura social y económica, están dadas por los intercambios históricos en nuestro país y en el mundo, eso es innegable. Suponer que se puede lograr la homogeneidad total basada en la equidad, además de ilusorio, puede ser potencial de conflicto y de vivencias de frustración e impotencia. A su vez estos afectos son precursores del resentimiento y de actos violentos, en tanto que la fuerza antagónica aspira a anular a su contrario.   

Hay personas que se sitúan o autodefinen como de clase media y se atribuyen que tienen cosas y un lugar que asumen como merecidas con base en sus logros. Tal autopercepción los lleva a suponer que deben gozar de ciertos privilegios y disculpas de exigencias que el común de los mortales no tiene. Por lo que atravesar una crisis de salud y económica, no debería tener un costo para ellos. Para esta lógica imaginaria, el mérito personal es su crédito, y para ellos es inadmisible el principio del derecho que otorga personalidad jurídica bajo el lema: todos son iguales ante la ley y la equidad implica, promover la repartición de oportunidades de acuerdo a necesidades. Es así que estas buenas conciencias se frustran por sentir que sus logros no son secundados, respetados o reconocidos bajo alguna exención de costos por quien representa la ley del Estado y se colocan como seres emblemáticos del poema de Díaz Mirón, “Hay plumajes que cruzan el pantano y no se manchan”. Si bien contrarios al poema no pueden soportar el elemento trágico del héroe, que se puede inferir en el mismo poema cuando refiere: “El mérito es el náufrago del alma: vivo, se hunde; pero muerto, ¡flota!”. 

Nuestros náufragos pasan así de la necesidad de reconocimiento de su poder y potencia a la frustrante impotencia de no ser vistos u oídos; no encuentran el goce del héroe sino el goce dramático del sentirse víctimas.  Cuando las diferencias de condición social y económica se enfatizan emerge el mundo del antagonismo. Hoy, los personajes de la vida social que lo promueven son gente de “autoridad” formal o informal, gobernantes, personajes de la farándula o representantes del poder económico, youtubers, o cualquier actor de la turba que se enmascare como líder de opinión.   Con ello se gesta un caldo de cultivo para la batalla entre grupos polares que padecen del mismo deseo frustrado, y que reaccionan desde las coordenadas del resentimiento y el anhelo de ser considerados (la o el) perjudicado.  

 Así, los que se colocan sin poder económico, como los que suponen que son representantes del mismo desarrollan una narrativa donde el otro en tanto ajeno es hostil y suponen que en la diferencia dada, hay una injusticia y deuda presente o histórica instalada institucionalmente.  Fenoménicamente se sostienen estas especulaciones en pequeños relatos que pretenden apoyarse en el sentido común, pues mientras unos pueden mantener su trabajo y su ganancia desde su casa otros tienen que arriesgarse al contagio. En esta lucha imaginaria quedan como punto ciego las circunstancias de excepción dadas por la crisis, en la cual quienes la padecen desmoralizan. Por lo que, un criterio para decidir está guiado por encontrar el mal menor, para algunos su dilema es básico: no salir a trabajar a diario es no tener para comer.  Cuando se hace el juicio de desestimación de su derecho es bajo el desconocimiento o desestimación de la diferencia que sostiene la relación socioeconómica en la que se sobrevive.  

He aprendido en esta contingencia que el tapaboca puede evocar la parábola del samaritano, en donde el prójimo es potencia de ayuda como de perjuicio. De tal modo que frente a la disyunción emerge la paradoja: si quieres estar sano aléjate del hermano y si no quieres que la muerte de hambre del hermano te lleve de la mano, sé el cercano (prójimo). 

Puedes contactar a Antonio Sánchez Antillón, profesor del DPES, al correo antonios@iteso.mx

El lema de propaganda para que la población sea cuidadosa, también es extraño: sana distancia. Este evoca los manejos de la proxemia, espacios y distancias. El contagio abre una pregunta, hace un extrañamiento: ¿cómo se comparten en la actualidad los espacios, las distancias con el propio y el ajeno? ¿Se respetan o se han arrasado? Dada la vida masificada en la que se vive. Es extraño que antes de la pandemia las mujeres salieron a proclamar y denunciar la desestimación y desmentida, el arrasamiento de las fronteras básicas de la relación social. Es decir, salieron a denunciar el uso y abuso de sus personas. Reclamaban que no están seguras en las calles, ni en sus casas. Este era un grito claro y contundente que inquiere al Estado, para que imparta justicia. Siendo el emblema de la justicia una figura de mujer, sabemos por sus efectos que desde hace tiempo fue también ella víctima de ceguera. Ni gobernador ni presidente alguno han sido capaces de acabar con esa pandemia que logra más muertes al año en el país que el coronavirus. Al Estado le ha venido como anillo al dedo la pandemia, porque así han podido distraer la atención de esta enfermedad mayor que sufre el país; las furias andan sueltas aniquilando la vida. La discordia se sobrepone a los gritos de Eros, que reclama justicia.  

 En este contexto de violencia generalizada la naturaleza vuelve a hablar, hace un llamado, un recordatorio sobre el razado común del género humano: todos somos mortales, y dar o quitar la vida no siempre depende de la voluntad humana. Es así que la madre naturaleza obliga a la distancia. Quizá el llamado de ella con la pandemia, es una reivindicación de las demandas de sus hijas asesinadas y el recuerdo de la prohibición fundamental: no al incesto. 

Actualmente en la sociedad masificada, el respeto es cosa extraña. ¿Si ni en las casas se respeta la sana distancia, es porque enferma está?  

Por otro lado, hay que pensar cuál es la lógica que puede posibilitar salir del antagonismo. ¿Cuál es esa dialéctica que hace que las aporías logren la superación de los contrarios para establecer algo nuevo? 

Para el buen amor, la distancia es dolor porque no hay presencia cálida que abriga, para el contra amor (Anteros), la falta de ella es dolor porque rompe la intimidad. Eros ansía compartir su intimidad con esa exterioridad que desea, mientras que el Anteros renacentista, produce discordia, pues el mal amado aspira a la lejanía de ese próximo en tanto adverso. Hoy, dada la cuarentena las caretas enmascaran al otro, no hay posibilidad de no preguntarnos si estamos enfrentando a Eros o Anteros. La contingencia actualiza este gesto de extrañamiento que se había perdido dada la masificación del espacio social y familiar. Es así que el presente es un tiempo y situación extraña, provoca un extrañamiento sobre cómo se ejecuta la proxemia social. Inquiere en el espacio liminal de los cuerpos y coloca ahí donde había discriminación un imperante, una ley que dicta distancia. De tal modo que si algo podemos dejar de extrañar en esta reclusión obligada es la masificación del autobús, cine y cualquier espacio lleno de humanos masa, que revolcados en el lodazal, todos manoseados somos llamados y obligados a la sana distancia. Aunque tristemente muchas personas, al interior de sus casas, no saben de ella.  

Quizá esta encerrona es un llamado de Eros, quien cual heredero de Penia recuerda que es ella su importante gestora. Es posible que también nos recuerde que la abundancia (Poros) de cosas en el sistema capitalista no es igual a una condición de bienestar humano, a una buena vida. Por otro lado, los hijos de Eros, los amantes, extrañan volver a ver los ojos del amado(a) frente a sí, cerca, muy cerca de sí. Esperan mengüe la tempestad del contagio, pues todavía hay mucho qué disfrutar, cosas nuevas que, por extrañas, invitan a explorar. Es quizás la esperanza un murmullo de Afrodita que, con esa voz suave, dice: no mueras de desesperación, espera contra toda espera, para vivir (te) hoy, y solo en tu muerte, poder extrañar (te). 

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  8. E pluribus unum, de Bernardo Masini.
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  10. Un minuto de silencio, de Eneyda Suñer
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