La naturaleza despierta la mente y fortalece el cuerpo, pero sobre todo aviva el espíritu, sin la generosidad de la naturaleza, no somos nada. Ante la crisis ambiental, solo encontraremos respuestas si estamos dispuestos a escuchar y responder el llamado del espíritu.

POR JORGE DEL VALLE MÁRQUEZ, PROFESOR DEL CENTRO UNIVERSITARIO IGNACIANO

ILUSTRACIÓN DE HUGO GARCÍA SAHAGÚN, PROFESOR DEL DEPARTAMENTO DEL HÁBITAT Y DESARROLLO URBANO

Durante este periodo de confinamiento, al bajar el ritmo acelerado en el que acostumbrábamos vivir, hemos tenido la oportunidad de pararnos a interiorizar y reflexionar, de conectar con lo que hay de profundo en nosotros. Esto me ha permitido voltear atrás para recuperar y digerir algunas vivencias que han marcado el rumbo y el sentido de mi vida, parte de las cuales quiero compartir.

De alguna u otra forma, desde la infancia mi vida ha estado conectada con la naturaleza. Las salidas a los cerros, el senderismo, el acampar, la escalada o los viajes a sitios remotos han sido parte importante de lo que le da sentido a mi existir. Quizá por eso estudié ingeniería Ambiental y después la Maestría en Antropología, Medio ambiente y Desarrollo; y durante toda de mi carrera profesional he trabajado de una u otra forma en este rubro.

Ahora que colaboro en el Centro Universitario Ignaciano, el profundizar en la espiritualidad ignaciana me ha permitido reflexionar sobre mi proceso de vida en relación con la naturaleza, y con este escrito quiero hacer una reflexión sobre el contacto con la tierra como camino espiritual y sobre el cuidado de la Casa Común.

Cuando tenía 12 años, salí por primera vez de campamento. Iba con un grupo de jóvenes bien organizados que acampaban durante una semana cada seis meses. Nunca había acampado de verdad y mis expectativas eran las de alguien que va a un curso de verano para dormir en una casa de campaña instalada en algún jardín y asar bombones en una fogata. Pero fuera de la ciudad la cuestión fue distinta, después de caminar por lo que para mí fueron una infinidad de kilómetros, cargando lo necesario para sobrevivir, llegué completamente agotado a un valle rodeado del bosque más imponente que había visto en mi vida. Un espacio bellísimo y sumergido en la niebla. Frío, fascinante y, hay que decirlo, aterrador. Creo que pocas veces en mi vida me he sentido tan estremecido y vulnerable como en esa ocasión.

Esa semana fue para mí muy dura. La incomodidad y el miedo fueron lugares comunes, pero siempre iban acompañados de momentos de majestuosa belleza y profunda camaradería. Ahora que lo veo en retrospectiva, puedo confirmar que en realidad no corrimos tan grandes riesgos; pero a los 12 años el viento, el frío, la lluvia, los rayos, la serpiente venenosa que mordió a un integrante del equipo, los compañeros que sufrieron de hipotermia y los niños de las rancherías cercanas que de noche llegaban a tomar en tributo alguna de nuestras pertenencias mientras dormíamos; se sumaban a un paisaje imponente, al aroma del bosque, a la niebla constante y conformaban una experiencia de fantasía que me permitió vivir con una intensidad que nunca antes había experimentado. ¿Cómo olvidar estar temblando de frío y miedo a media noche, cuchillo en mano, montando guardia con otro compañero de mi edad para cuidar nuestras cosas, esperando el enfrentamiento final con el supuesto ladrón que nuestra imaginación había convertido en una amenaza mortal acechando desde la oscuridad?

Los contrastes vividos durante esa semana obraron un cambio radical en mi persona. Puedo decir con toda certeza que a partir de ese campamento nunca fui el mismo. Al terminar el campamento regresé sintiendo una dicha y una sensación de triunfo inmensa, algo se había conectado en el fondo de mi ser de forma definitiva con ese bosque, con esa naturaleza sublime, cruda y dura.

A partir de ese primer campamento comencé a buscar salidas a la naturaleza con la mayor frecuencia posible. Salir al campo abierto era estar despierto, con los sentidos listos y la atención afilada. Muchas veces era duro, retador e incluso atemorizante; pero siempre terminaba como una experiencia sumamente satisfactoria y vigorizante. Era como si toda esa grandeza, que al principio parecía que me iba a aplastar, poco a poco me acogiera y con cariño me revelara que yo también era parte de ella. Fue ese sentido de unidad con la tierra, que crecía con cada salida al campo, lo que me acercó por primera vez a la espiritualidad, no como discurso, sino como vivencia.

La naturaleza nos conecta con lo que es esencial en nosotros. De alguna forma, al adentrarnos en ella, nos seduce y nos enseña a amarla tal y como es, con sus encantos y sus riesgos. Despierta la mente y fortalece el cuerpo, pero sobre todo aviva el espíritu. Ese aliento de vida, esa fuerza interior que nos conecta con lo trascendente.

Teilhard de Chardin, el jesuita que fue pionero en describir la conexión entre el ser humano y el Dios de Jesús a través de la tierra, describió en sus múltiples libros cómo este impulso vital, presente en la naturaleza, nos arrastra a todos los seres vivos con amorosa violencia hacia una continua evolución; empujándonos hacia nuestra propia plenitud, hacia ese Punto Omega que él vio encarnado en Jesús de Nazaret. Como lo expresa en su Himno del Universo, que describe el encuentro del hombre con la potencia espiritual de la materia:

“El hombre todavía postrado, tuvo un sobresalto, como si hubiese sentido un espolonazo. De un salto se levantó, enfrentándose a la tempestad. (…)

Primero luchó por no ser dominado, y después lucho por la alegría de luchar, para experimentar que era fuerte. Y cuanto más luchaba, más experimentaba que un aumento de fuerza surgía de él para equilibrar la tempestad, y de esta, en correspondencia, emanaba un efluvio nuevo que pasaba, abrazador, a sus venas.” (Chardin, 2004)

La fuerza que nos mueve llega a través de nuestra conexión con la naturaleza, sin su generosidad no somos nada y en estos tiempos en los que suenan las alarmas ante la devastación ambiental, es importante poner manos a la obra. Pero primero hay que preguntarnos de donde nace eso que nos mueve a proteger la Casa Común. Porque si lo que nos impulsa es el deseo de protagonismo, el miedo o la simple moda, nuestro trabajo carecerá de vigor y nuestro esfuerzo será estéril. Pero si en verdad logramos hacernos conscientes de esa fuerza vital que nos hermana con todas las especies y ecosistemas, si en verdad esa conexión nos lleva a sentir un amor profundo por la naturaleza. Entonces nuestras acciones estarán impregnadas del aliento divino y, por lo tanto, rendirán fruto y trascenderán.

Ante la crisis ambiental, solo encontraremos respuestas si estamos dispuestos a escuchar y responder al llamado del Espíritu. Cómo escribe Tomás Halík:

“También la fuerza divina necesita de nuestra debilidad, para mostrarse en ella. Puede manifestarse en nuestra debilidad, pero no puede mostrarse en nuestra indiferencia, nuestra pereza, nuestra amargura o nuestro cinismo.” (Halík, 2017)

Sigamos el ejemplo de Íñigo de Loyola, que se dejó arrebatar por esa llama que ardía en su corazón y cambio su nombre por el de Ignacio, el hombre de fuego, quien incendió el mundo y cambió el curso de la historia al fundar la Compañía de Jesús, de la cual ahora somos parte.

Ahora que la pandemia limita nuestra movilidad, busquemos esa conexión con la naturaleza en lo pequeño. En nuestro jardín, en nuestras plantas, quizá en algún parque cercano. Cuando podamos volver al campus, valoremos la vida que lo envuelve, sus árboles y las innumerables aves que los habitan. Abramos nuestra mente y cultivemos nuestro espíritu, sensibilicémonos y cuando tengamos la oportunidad de salir a la naturaleza, de caminar por el bosque o el pastizal, de contemplar la vida en toda su expresión, dispongámonos a sentir el Espíritu de Dios que todo lo impregna y vivifica, y que día a día nos da la fuerza para levantarnos y seguir viviendo, ya que él es el único que nos puede mostrar el camino para alcanzar la plenitud.

Bibliografía

Chardin, T. d. (2004). Himno del Universo. Madrid: Trotta.

Halík, T. (2017). Paradojas de la fe en tiempos posoptimistas. Herder.

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Lee más artículos de la serie Espiritualidad en el confinamiento:

  1. La Pascua en tiempo de confinación, por Luis Arriaga, SJ
  2. En primavera aprende a amar los días grises, por Juan Enrique Casas Rudbeck, SJ
  3. La meditación como camino espiritual, por Jorge del Valle
  4. Pandemia, un pozo para el hogar y el reposo, por José Martín del Campo, SJ
  5. Orar con el cuerpo, de Resurrección Rodríguez
  6. Oportunidad para la espiritualidad, de Fernando Villalobos.
  7. Alivio, gozo y solidaridad en tiempos de incertidumbre y ansiedad, de Gerardo Valenzuela Rodríguez, SJ
  8. Vivir al modo de Jesús: más cercanos que nunca, de Javier Escobedo, SJ
  9. El ancla en medio de la tormenta, de Paulina Quintero Toscano
  10. La esperanza de un ingeniero desde el confinamiento, de Bernardo Cotero
  11. Hiperconectividad, ¿espiritual?, de Francisco Cibrián
  12. Fortes in proelio: Una compañía universal ante los grandes retos de la humanidad, de Jorge del Valle Márquez
  13. Arte y espiritualidad en el campus, de Resurrección Rodríguez