En medio de ese mar de datos y opiniones, muchas veces contradictorias, es fundamental reflexionar y ser críticos acerca de lo que el coronavirus significa en términos de creación de debate público.

ILUSTRACIÓN DE HUGO GARCÍA SAHAGÚN, PROFESOR DEL DEPARTAMENTO DEL HÁBITAT Y DESARROLLO URBANO

Actualmente muchos esfuerzos humanos están dedicados a investigar, paliar, medir y/o trascender la actual pandemia. Aunado a esto, existe una incalculable cantidad de información sobre ella. Esto hace muy difícil discriminar o establecer niveles de plausibilidad, lo cual debe entenderse desde los efectos que crea en las personas que, hoy más que nunca, buscamos certidumbres en medio de ese mar de datos y opiniones muchas veces contradictorias. Por lo anterior, pienso que es necesario reflexionar y ser críticos acerca de lo que el Covid-19 ha significado en términos de creación de debate público y las fuerzas que inciden sobre él. Es un tema muy amplio para resolverlo en poco espacio, sin embargo, deseo visibilizar algunas cuestiones que considero importantes. 

En mucho de lo escrito acerca de la construcción de problemas públicos, se dice que estos siempre refieren a zonas de conflicto que, por el interés que despiertan, adquieren relevancia colectiva. Asimismo, se especifica que contienen una lucha entre actores para configurarlos socialmente: delimitarlos y brindarles una dirección particular. Es decir, una dinámica de legitimación que conlleva la construcción de “verdades” acotadas. A esto se le llama, teóricamente, la apropiación de los problemas públicos 

Para el caso del Covid-19, este proceso ha implicado la interacción de un sinfín de visiones, las cuales se han dado a conocer y han ganado reconocimiento dentro de la arena pública gracias, en parte, al tratamiento y a la socialización dada por los medios de comunicación. Esto no puede ser catalogado, a priori, como negativo, pues ocurre de forma intrínseca al debate público. Sin embargo, en ese torrente de perspectivas sobre la pandemia, existen muchas que pretenden efectos positivos, pero tienen consecuencias inesperadas y otras que simplemente desean ensombrecer el panorama creando sensacionalismo, discriminación y angustia. Así, se requiere un análisis acerca de su confiabilidad, pero también de sus intereses y de sus resultados reales en términos de incidencia en la opinión pública, así como de aquello que muestran y que ocultan 

Jorge Eufracio Jaramillo es profesor e investigador del Centro Interdisciplinario para la Formación y Vinculación Social. Contáctalo en el correo jorgeeufracio@iteso.mx

Al respecto, una cuestión que, en particular, me preocupa es el manejo indiscriminado, impertinente, tergiversado y/o acrítico de datos estadísticos y cuantificaciones. Por principio, me parece atroz que sigamos contando a las personas fallecidas como si fueran divisas; con ello se les cosifica y se les despoja de todo rasgo de humanidad. Además, presentados (regularmente) en un “ranking” mundial, regional o local como si fuera una competencia.  Lo dicho quiere decir que el problema no es el número en sí, sino cuando su interpretación o el sentido dado tiene la clara tendencia hacia calificar/descalificar políticamente o a incentivar el sensacionalismo. Así, queda oscurecido el significado de esas personas, de las vidas perdidas, el dolor de las familias, amigos y compañeros que, en muchos de los casos, no pudieron despedirse; incluso el del personal médico que, en medio de carencias y saturación, lucharon por salvarles la vida. Estas situaciones son fáciles de ignorar cuando a la pandemia sólo se le ve de lejos y con un lente cerrado. Todo lo anterior conlleva una reflexión ética central ¿Para qué cuantificar? 

Similares reflexiones me provocan los modelos predictivos, los cuales representan esfuerzos encomiables, pero que muy seguido han sido utilizados para dar la nota amarilla o producir desprestigio. En especial aquellas proyecciones que han señalado, para nuestro país (y otros de la región), el incremento exponencial de muertos en los llamados “escenarios catastróficos”. Esos modelos, más allá de su intrínseca incapacidad de explicar toda la realidad y la impredecibilidad del comportamiento de las personas, no pueden ser un fin en sí mismo, pierden su sentido si se prestan para declaraciones extremas o para crear “verdades” que unos cuantos capitalizan o que intensifican la polarización, la discriminación y la angustia. En lo personal, no me queda claro de qué nos sirve predecir tantas muertes, si esos modelos no repercuten positivamente en planeación o en la toma de medidas que no se basen en el miedo o en la criminalización. En este sentido, no me deja satisfecho que se expliquen a partir de un “deber” de informar, de la ficticia objetividad o simplemente por hacer el ejercicio de cuantificación; crear miedo o exacerbarlo, hoy más que nunca, tiene sus costos a nivel humano. Quizá deberíamos de preguntarnos, con gran decisión, si el miedo es una buena estrategia de “concientización” o de “disuasión”.  

Si algo me deja en claro la actual pandemia, es la necesidad de revalorar toda la vida y de resignificar la cotidianidad en términos de la importancia que tiene para crearnos certidumbres. Asimismo, la relevancia que cobra el ser solidarios (activando nuestro sentido de implicación hacia los demás) y el modificar las prácticas que dañan el medioambiente. Para mí, ahí hay mucha materia por reflexionar y por debatir en el ámbito público, pues todo esto conlleva, en el fondo, un análisis colectivo de nuestro llamado “orden social” y de sus desigualdades estructurales 

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