A Pedro Reyes, SJ, le bastaron ocho días de silencio para ponerse de acuerdo con Dios. Los Ejercicios Espirituales fueron clave para que él decidiera dedicar su vida al servicio de los demás.
A veces, lo único que se necesita es silencio. Silencio para escuchar, para entender y finalmente, para discernir. El proyecto de vida de Pedro Reyes, SJ, se definió después de días del más revelador silencio, tras lo cual tomó la decisión de ingresar a la Compañía de Jesús y desde ahí, servir. Pero ser jesuita no fue un camino obvio para Pedro.
La mayor parte de su infancia y juventud sucedió en el Instituto Nacional de Cardiología, en la Ciudad de México. Su padre era investigador y una de las prestaciones que recibía era un departamento en las instalaciones del hospital.
Como vecinas tenía a un grupo de religiosas, Hermanas de la Caridad del Verbo Encarnado. Gracias a ellas, desde pequeño entendió que una relación con Dios no tenía por qué ser jerárquica. “Con ellas empecé a vivir una experiencia de Dios que complementaba la de mi casa. Mi manera de relacionarme con Dios era platicando de mis inquietudes, miedos y de lo que quería yo hacer”, recuerda. Complementó esta visión cuando se unió a movimientos juveniles y empezó a participar en misiones, bajo el liderazgo de un padre franciscano.
“Ahí construí una imagen de un Dios que no solamente era bueno, sino que también trabajaba y buscaba que la gente viviera bien, para que pudiéramos construir una sociedad que fuera para todos y todas”, dice.
De mamá química y papá investigador en área médica, estuvo desde siempre muy cercano a la ciencia. Reconoce que ese fue factor a la hora de hacer su primera elección profesional: estudiaría Oceanología en Baja California.
En sus planes, a la par de estudiar en la Universidad Autónoma de Baja California (UABC), buscaría también formarse en las artes escénicas en San Diego, California, porque Pedro es un apasionado del teatro desde los 15 años y tiene doble nacionalidad.
Sin embargo, la soledad con la que se encontró en Ensenada, incluso antes de iniciar las clases, le motivó a acercarse a una pequeña capilla cercana a su casa. Ahí conoció a un grupo de jóvenes que ofrecían clases de catecismo a los niños de las familias migrantes deportadas de Estados Unidos.
Al poco tiempo, los jóvenes claudicaron de seguir impartiendo las clases y por azares del destino, Pedro quedó al frente de un grupo de 45 niños. “Yo nunca había dado clases de catecismo, pero conocía bien y pensé que tal vez no sería tan complicado. Empecé a inventar y jugar con ellos a través de técnicas que había aprendido en el teatro, para representar el evangelio o explicarles conceptos como el pecado”, recuerda.
Ese acercamiento movió algo dentro de Pedro, quien por primera vez se planteó la vida religiosa como una posibilidad, aunque una muy lejana. “La ciencia me provocaba curiosidad y el teatro me gustaba, pero esto me daba una alegría… era un gozo poder compartir con esos niños”, dice.
Este enamoramiento, como él lo define, derivó en una crisis: empezó a cuestionar las decisiones que había tomado y al no poder visualizar un proyecto de vida con la Oceanología, abandonó Baja California ocho meses después de haber llegado.
De vuelta con sus padres en la Ciudad de México, el joven entró a trabajar a una librería y a colaborar en proyectos con niños en situación de calle. En busca de dar rumbo a su vida, ingresó al Tecnológico de Monterrey para estudiar Comunicación, convertirse periodista y aportar desde esa trinchera. “Me resistía a creer que ser cura podía ser mi proyecto”, recuerda.
En aquel momento estalló el movimiento zapatista y llegaron oportunidades para involucrarse más en comunidades indígenas, a través de las misiones en las que seguía participando. “Fue entonces cuando empecé a ver que aquello era más grande que una profesión”, dice. Pedro empezó a estudiar teología y seguía trabajando en teatro, pero aún no podía definir algo que, en sus palabras, “involucrara toda su vida en un proyecto”.
Al verlo confundido, una de sus vecinas religiosas le dijo que lo que él necesitaba era silencio. “Me dijo que tenía demasiadas voces dando vueltas en la cabeza y no lograba escucharme a mí mismo. Así que me sugirió buscar a los jesuitas para que pudiera hacer Ejercicios Espirituales”.
Se puso en contacto con un jesuita y le dijo que estaba interesado en participar de los Ejercicios, pero no en ser jesuita. Y bastaron ocho días de silencio para que Pedro y Dios se pusieran de acuerdo.
“Fue una experiencia impresionante. Yo estaba muy peleado con la idea de que Dios tuviera un plan y que ese plan me tuviera contemplado; eso me quitaba libertad. Cuando escuché a San Ignacio de Loyola, me movió muchísimo el corazón porque era el Dios en el que siempre había creído y al que yo quería que las personas conocieran”, recuerda.
El otro aspecto que lo convenció fue justo lo que había sentido cuando dio clases de catecismo, ver en la Compañía de Jesús, “una oportunidad de caminar, de crecer con la gente”.
Unas semanas después de esa experiencia, ya estaba en Guadalajara en la Ciudad de los Niños, iniciando su camino en el prenoviciado. Tenía 20 años.
Hoy, a 26 años de haber tomado esta decisión, Pedro afirma que ha sido un camino de crecimiento y conocimiento de sí mismo, de Dios, del mundo y de la gente. Estudió las licenciaturas en Ciencias Teológicas por la Universidad Iberoamericana Ciudad de México y en Filosofía y Ciencias Sociales por el ITESO, donde también hizo la Maestría en Filosofía y Ciencias Sociales. Cuenta además con un doctorado y máster en Filosofía por la Universidad de Comillas, en España.
Ahora convertido en académico de tiempo completo en el Departamento de Filosofía y Humanidades del ITESO, el jesuita colabora con el Centro de Reflexión y Acción Laboral (Cereal) Guadalajara, en su afán de continuar acompañando a las personas en preguntas que tocan asuntos de suma trascendencia en sus vidas.