Disfrutar el arte fuera del museo, a la vuelta de la esquina, efímero, novato y ruidoso, hace de la pieza una interacción mucho más viva, esto es porque no nos deja muchas opciones, o nos relacionamos con ella o volamos a nuestros destinos

Por Karelle Buendía Longoria

De lunes a viernes despierto entre los ruidos de una ciudad que explota. El bullicio de los carros, camionetas monstruosas y camiones animales me encierran dentro de mí, despiertan sentidos que exigen mi atención. Para conversar en la calle alzo la voz; camino cautelosamente por las ramas que levantan la banqueta; veo pasar un perro sin nombre, una bicicleta y una carriola del otro lado de la calle; escucho una conversación ajena y me fundo en la curación musical de corridos que pone el chofer del camión.

Algunas veces, entre la mezcla de sentidos sobreestimulados, mis ojos son atrapados por una imagen extraña, una imagen que pone en segundo plano todo lo demás: una pared que me susurra o me grita un mensaje disruptivo. Me exige su atención, no puedo no mirarla, necesito detenerme a observarla el tiempo necesario; entender sus colores, conocer su autor/a, comprender su mensaje: esta vez es un mural naranja con una mujer en el centro, de ella vuelan mariposas y se rompen cuerdas, la acompaña un poema de letras irregulares. En negro: “Que truenen las voces hermanas y retomen sus alas al vuelo”. Se ubica en el centro de la ciudad, un parque donde el tren pasa debajo de la tierra, personas bailan en el centro, los árboles se mueven y la ciudad se siente. ¿Qué dice ese mural justo ahí?

En la cotidianidad de la rutina olvidamos una de las libertades fundamentales de nuestra existencia: sentir el arte. Observar, escuchar, vivir de una forma consciente el arte de las calles, uno que continuamente nos arroja mensajes sobre el espacio colectivo que compartimos. Para observar el arte callejero no se necesita una sensibilidad poética inalcanzable, se necesita una sensibilidad al espacio público, un ojo inquieto que quiera saberse con el otro. Una persona que se pregunte las preocupaciones de los demás, que haga la calle suya y no la perciba sólo como un espacio transitorio al lugar de destino.

En México la calle se ha transformado en un territorio con toque de queda. El miedo a la violencia nos ha quitado el derecho recreativo del espacio público. El uso de los parques, quioscos, andadores y plazoletas se limita a las agendas del gobierno y el crimen organizado. Sin embargo, las comunidades de los barrios, vecindades y colonias luchan por los espacios resistiéndose al miedo, los apropian de diversas formas como negocios informales, actividades lúdicas y expresiones artísticas.

El arte callejero en la ciudad nos invita a reflexionar sobre nuestro contexto: ¿Qué sucede en Guadalajara? ¿Quién la habita? ¿Qué nos hace reír? ¿Qué nos molesta y qué nos duele?

El monumento de los Niños Héroes ha cambiado de nombre por el necesario recordatorio de que vivimos en el estado con mayor número de desapariciones del país; las familias de los desaparecidos y desaparecidas nos obligan a mirar la glorieta repleta de carteles de búsqueda, con rostros, nombres y fechas. Nos vuelve partícipes de la realidad que compartimos, conecta nuestros miedos y enojos. Las pintas feministas en las calles, los símbolos de venus morados o las consignas que se manifiestan en las paredes del centro de la ciudad nos recuerdan no sólo la crisis que enfrentamos, sino también el auge de un movimiento que parece crecer año con año.

Estas expresiones se ubican en lugares incómodos, su objetivo es comunicar la urgencia del problema a todas las personas que atraviesen por el espacio. Cuestionan nuestras limitaciones morales, pensamos que ése no es el lugar correcto y que ésas tampoco son las formas. Nos parece grave el vandalismo, un crimen al uso de espacios públicos y privados. Queremos una ciudad limpia, pulcra, un reflejo de la sociedad que no somos. Preferimos la publicidad tosca, burda y vulgar antes de una pared intervenida, así podemos adormecer el pensamiento y estimular los sentidos para continuar caminando y, por fin, llegar a nuestro trabajo.

Detenernos a observar implicaría un acto de rebeldía, una breve inclinación a la anarquía del territorio. Disfrutar el arte fuera del museo, a la vuelta de la esquina, efímero, novato y ruidoso, hace de la pieza una interacción mucho más viva, esto es porque no nos deja muchas opciones, o nos relacionamos con ella o volamos a nuestros destinos. Aunque sea por segundos, el mural del Parque Rojo debió de voltear la mirada de muchos de los peatones, ciclistas y automovilistas que pasan por ahí; incluso si éste no originó una reflexión larga y profunda en todos, en todas, funcionó como estimulante analítico y estético del espectador.

El origen de mis palabras busca que él o la lectora se dé la oportunidad de escuchar los mensajes de las paredes de nuestra ciudad. Detenernos a observar es la apertura a un canal de comunicación con otra persona que camina esa misma calle, es la oportunidad de pensar el arte y la ciudad desde otro lugar, uno colectivo y revolucionario.

Karelle Buendía estudia la Licenciatura en Psicología en el ITESO. Este artículo es parte de la investigación “Memoria viva: arte mural feminista en el Área Metropolitana de Guadalajara” que se lleva a cabo en el Proyecto de Aplicación Profesional “Mirar a la ciudad con otros ojos”, otoño de 2023.