El término del período de Semana Santa y de Pascua significa una oportunidad distinta de acercarnos a una experiencia de vida en la que confiamos en que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras, sino el amor con que se lleva a cabo incluso la más pequeña, discreta y cotidiana de ellas
Por Genaro Ávila-Valencia, SJ, escolar jesuita de cuarto año
«¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!»
La Semana Santa y la Semana de Pascua suelen ser un tiempo particularmente intenso para muchas personas. En especial para los cristianos son semanas cargadas de acontecimientos, tanto de descanso del trabajo, como de experiencias apostólicas de misión y de muy bellas y sentidas celebraciones litúrgicas. En tan sólo una semana podemos vivir toda la gama de emociones, sentimientos y pensamientos que nos trae consigo la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. En una sola semana pasamos de la triste melancolía por la despedida del Amigo en su última cena, a la traición de Judas por 30 monedas de plata y a la negación de Pedro, antes de que cantara el gallo. Después padecimos la ausencia causada por la muerte de Jesús, la soledad de la cruz, el dolor de María y la fidelidad de Juan y las mujeres. Finalmente, en la Vigilia Pascual, llegamos exultantes a la alegría venturosa de la Resurrección de Jesús y sentimos cómo nuestro corazón ardía al contemplar la tumba vacía.
No obstante, parece que muchas veces los cristianos somos más amantes de las luces de los especiales tiempos extraordinarios que de la aparente opacidad de los tiempos ordinarios. Vivimos en la tentación de devorar experiencias y quedarnos embelesados en un momento aislado, olvidando la circularidad del acontecimiento del amor de Jesús por nosotros. Sentimos la latente tentación que sintió María Magdalena al querer tocar a Jesús y atrapar la experiencia del Resucitado para ella sola, buscando poseerlo y quedarse para siempre con Él. Quizá también nos gana el escéptico Tomás que todos llevamos dentro y nos vemos víctimas de nuestra incredulidad y falta de fe; entonces necesitamos pruebas contundentes, claras y distintas para poder creer: “si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” Jn 20,25.
Pese a esta tentación tan humana, creo que este es un buen tiempo para recordar que la Resurrección de Cristo implica “volver a Galilea” pues allí lo veremos y allí lo encontraremos porque Él va delante de nosotros (Cfr. Mc 28,10). Volver a la Galilea de nuestra vida cotidiana para releer nuestra propia historia a la luz de la Resurrección. Volver a la Galilea de nuestros estudios y clases en línea, híbridas o presenciales. Volver a la Galilea de nuestro trabajo. Volver a la Galilea de nuestras constantes luchas. Volver a la Galilea de nuestros desmesurados deseos de querer tanto y poder tan poco. Volver a la Galilea de nuestros muchos aciertos, pero también de nuestros inevitables desaciertos. Volver a la Galilea del tiempo que parece no brillar, del proyecto que parece no cristalizarse y de las relaciones que parecen no fluir. Volver a la Galilea de nuestra vida diaria no es volver solos, ni mucho menos vacíos, ni tampoco melancólico y añorantes que miran hacia atrás. Es volver en comunidad. Volver a nuestra Galilea es mirar de frente, es volver con la alegría y la paz que sólo Jesús Resucitado nos da. Volver a Galilea es volver a las aporías de nuestra vida y no olvidar que la tumba está vacía, porque el Señor de la Vida no está ahí, sino que ha resucitado como nos lo había anunciado y prometido. Volver a Galilea es volver confiando en aquello de que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras, sino el amor con que se hace aún la más pequeña y discreta de estas obras.