En este año se recuerda el 32 aniversario del asesinato de ocho personas en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, a quienes hoy se conoce como los ‘mártires de la UCA’. Este acontecimiento es el punto de partida del autor para reflexionar sobre el significado del martirio en la iglesia católica
En la madrugada del jueves 16 de noviembre de 1989, fueron asesinadas ocho personas (entre ellas seis sacerdotes jesuitas) en las instalaciones de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), en San Salvador. Hoy se les conoce como los “mártires de la UCA”. En el ITESO cada 16 de noviembre se conmemora este hecho histórico con la celebración de la misa donde se recuerda a Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Joaquín López y López, Amando López, Elba Ramos y su hija Celina Ramos, de 16 años. En esta ocasión aprovecharemos el 32 aniversario de aquel acontecimiento para acercarnos un poco a pensar sobre el significado del martirio en la iglesia católica.
Durante la década de los años 80, El Salvador vivió una de las etapas más violentas de su historia. Se registraron múltiples muertes, entre ellas, las de muchas personas vinculadas con la iglesia. Según los estudiosos del tema, en el periodo de 1979 a 1991, año en que finalmente se firmaron los acuerdos de paz, se contabilizaron 75,000 muertes. Desgraciadamente no sólo pasó en El Salvador, si recorremos Latinoamérica seguro podemos encontrar las respectivas historias en cada país.
Al igual que los “mártires de la UCA”, desde su nacimiento el cristianismo y los simpatizantes al Evangelio han padecido la persecución, amenazas y violencias diversificadas, especialmente quienes asumen con su vida una forma diferente o más radical de vivir la propuesta del Jesucristo, haciendo de esta su modo de proceder, adoptando el compromiso que esto representa: “la instauración del Reino de Dios y sus consecuencias”. Simultáneamente, sobre la misma línea de la historia siempre han existido posturas opuestas a la anterior, que incluyen planteamientos o intereses de personas o grupos que no van de acuerdo con la promoción de la justicia o la construcción de la paz. Esta contraposición lógicamente genera tensión que, a su vez, se va traduciendo en violencia cultural, política o económica para los pueblos y las personas en particular.
Como ejemplo de lo anterior existen muchos casos, particularmente comunidades cristianas en América Latina, que han sido víctimas o están siendo testigos de esta violencia que se mantiene (de alta, mediana, o baja intensidad, pero siempre bien diversificada), teniendo como principales víctimas a personas o grupos en condiciones desfavorables, imposibilitados para la autogestión y propio desarrollo, grupos y personas que son etiquetadas de muchas formas y con muchos nombres, pero todas ellas incluidas en el grupo “del descarte”, descritos perfectamente en “Los Nadies” de Eduardo Galeano.
Asumir la tarea de la construcción del Reino que, entre otras cosas, supone la búsqueda y realización de la justicia como voluntad de Dios, exige una profunda espiritualidad y discernimiento en el trabajo educativo, de organización, concientización y acompañamiento en cada proceso dispuesto de manera especial para quienes tienen menos posibilidades de desarrollo, los “predilectos de Dios” que padecen en la exclusión. Por lo tanto, cualquier proyecto o compromiso que se asuma en términos evangélicos, entendido de esta manera, reflejará peculiaridades que lo distinguirá de otros proyectos sociales y tarde o temprano terminarán representando cierta amenaza, a juzgar con base en la entrega y radicalidad (entendida como raíz) al Evangelio que distingue a cada uno de sus promotores en nombre de la fe.
Asumir la tarea de la construcción del Reino que, entre otras cosas, supone la búsqueda y realización de la justicia como voluntad de Dios, exige una profunda espiritualidad y discernimiento en el trabajo educativo, de organización, concientización y acompañamiento en cada proceso dispuesto de manera especial para quienes tienen menos posibilidades de desarrollo, los “predilectos de Dios” que padecen en la exclusión.
El hecho es que hoy, así como al principio del cristianismo, cualquier proyecto, persona o movimiento cuyo distintivo sea asumir el Evangelio como forma de vida, que dedique tiempo y esfuerzo en la defensa de los derechos de las personas, ponga atención en la búsqueda y realización de la justicia, y que como consecuencia trastoque o incomode en algo los intereses que tienen que ver con personas o grupos llamados “de poder” en la sociedad actual, corre el riesgo de ser violentado incluso hasta la muerte, es decir, hasta el martirio, como ha sucedido desde el principio de la historia del fiel seguimiento de Jesús. “La iglesia está siempre dispuesta a hacer uso del único poder que posee, el de su Evangelio, para iluminar cualquier tipo de actividad que mejor instaure la justicia” (Mons. San Oscar A. Romero, arzobispo. El Salvador).
Todas y todos somos seres auténticos sin importar los accidentes, expresaría algún maestro de antropología, lo que no es lo mismo si nos referimos a “actuar auténticamente”, eso sí, no cualquiera. Esto de actuar auténticamente no es algo que se pueda lograr en cualquier momento o tener siempre pues nunca puede ser una posesión segura, serena y clara; en todo caso, podemos estar atentos a huir siempre de la inautenticidad. Es la actuación auténtica y fiel del que da testimonio, del testigo, del mártir.
“Es la hora de los testigos y de los mártires, y en los tiempos difíciles de la iglesia y del mundo. Tiempos que no son para débiles o cobardes -de los que han elegido a Cristo por la sola seguridad- …sino es la hora de los fuertes y los audaces en el Espíritu…”, escribiría el P. Alirio Napoleón tres semanas antes de ser abatido sobre el altar de su iglesia.
Así pues, el martirio es un fenómeno complejo. Aunque se ha estudiado desde diversos frentes, aquí solamente he pretendido volver la vista hacia esta actuación auténtica y sobresaliente de cada testigo que ha sido capaz de dar testimonio del Evangelio y de la presencia viva del que a través de él se manifiesta, desde el primer mártir hasta los últimos de nuestros días que siguen siendo crucificados de diferentes maneras por causa del vivir tomando el Evangelio como documento rector.