Chiapas se convirtió en su alias y al mismo tiempo es su origen. Para este jesuita nacido en Berriozábal, municipio cercano a Tuxtla Gutiérrez, luchar contra la desigualdad desde los derechos humanos es misión de vida. 

Un viejo dicho popular sentencia que “nombre es destino”. Sin embargo, hay ocasiones en que nombre y destino tienen su origen al mismo tiempo. Así le pasó a José Rosario Marroquín cuando llegó a Parras de la Fuente, Coahuila, procedente de su estado natal, Chiapas. Ahí, a donde había llegado como parte de su proceso de discernimiento vocacional, encontró nombre y destino: nombre, porque los niños, divertidos por la sonoridad, repetían “Chiapas, Chiapas, Chiapas” entre risas y sin parar hasta que Chiapas se convirtió en la forma de referirse a Marroquín Farrera, incluso entre los jesuitas; destino, porque ahí encontró algunas de las respuestas a las preguntas, reflexiones e introspecciones que había venido realizando en su vida y que concluyeron en su opción por la vida religiosa dentro de la Compañía de Jesús. 

José Rosario Marroquín Farrera nació en 1970 en Berriozábal, municipio colindante con Tuxtla Gutiérrez, en el sureste mexicano. Recuerda que creció con inquietudes religiosas en general y no estrechamente ligadas al catolicismo, y que en algún momento de su vida se topó con el trabajo de Ricardo Falla, SJ, guatemalteco que había trabajado con los desplazados de su país. “Lo conocí como antropólogo, por su libro Masacres de la selva comentado por académicos guatemaltecos refugiados en Chiapas durante los años 80-90; Ricardo no fue a la presentación, en ese momento estaba en Los Ángeles, para protegerse de amenazas debido al acompañamiento que hacía a las comunidades de población en resistencia. Envió una carta en la que compartía de qué manera el libro (estrictamente antropológico) había surgido durante el proceso de acompañamiento. Fue la integración de estos dos componentes: antropología y pastoral, lo que me permitió asomarme a otro horizonte de realización personal relata Chiapas, quien comparte que antes de su ingreso a la Compañía de Jesús, a los 22 años de edad, intentó diversos oficios y estudios. 

Ya con la inquietud por la vida jesuita, viajó a Parras de la Fuente en 1993. El objetivo de ese primer año era que él viviera la vida comunitaria y los jesuitas evaluaran sus aptitudes. Trabajó con los ejidatarios en el conocimiento y aplicación de la nueva Ley Agraria, que había sido aprobada en 1992 y que contemplaba, entre otras cosas, la constitución de sociedades para el aprovechamiento de las tierras y sus bienes, incluida la extracción de agua. “El trabajo que realizamos consistía en analizar los cambios y sus implicaciones, porque los campesinos establecían convenios desfavorables al asociarse con los bancos”, cuenta. Luego de un año de trabajo ahí, comenzó su itinerario de formación como religioso jesuita, con estancias en Ciudad Guzmán, Guadalajara, León y Ciudad de México, hasta que, en 2007, se ordenó sacerdote. 

Su primera encomienda como sacerdote jesuita fue en el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh). A su llegada, recuerda, comenzaba a desvanecerse el clima de esperanza, propiciado por la apertura en materia de derechos humanos experimentada con la transición del año 2000: había cambios constitucionales, Naciones Unidas había abierto una representación del Alto comisionado en derechos humanos, se creía que iba a haber más posibilidades de luchar contra la exclusión y la desigualdad desde los derechos humanos. “Sin embargo, con Calderón vimos una militarización más clara, comenzó la guerra contra el narco y se encendieron muchas alarmas en torno al tema de los derechos humanos. A pesar de que había más apertura al escrutinio internacional, no hubo muchos avances”, explica Rosario Marroquín, y añade que en ese entonces el trabajo principal del Centro Prodh intentaba que la sociedad civil no permitiera violaciones a los derechos humanos bajo el argumento de que se estaba combatiendo a la delincuencia. 

En la relación con los pueblos indígenas “importa estar en condiciones de igualdad: los pueblos tienen una cultura, una cosmovisión, una sabiduría, unas prácticas, unas formas de organización, objetivos y exigencias, modos de gobierno, prácticas de salud y de vida propias; por todo eso en esa relación no ‘ayudamos’, antes bien, convivimos, intercambiamos, dialogamos.” 

Tras siete años de trabajo en el Centro encaminó sus pasos a Huayacocotla, Veracruz, donde los jesuitas también realizan una importante tarea. Ahí se encontró con dos realidades: “La primera, la de los pueblos indígenas. Me resultó impactante descubrir que la relación con los pueblos originarios no tiene que formularse en términos de ‘ayuda’, sino que debe partir del reconocimiento de una realidad dinámica y llena de vida. De la relación, que suele darse desde fuera hacia los pueblos indígenas, surge el concepto ‘ayuda’, entendido como el acto de contribuir a que los pueblos salgan de la pobreza, tengan elementos para resolver sus problemas o fortalezcan su tejido social; anteriormente los conceptos eran más agresivos: salir del atraso, integrarlos a la nación mexicana, castellanizarlos.  La segunda realidad es que pude darme cuenta, de primera mano, que ciertas decisiones de gobierno y ciertos proyectos gubernamentales tienen un alto impacto sobre estos pueblos y sus proyectos de vida”.  

Luego de su paso por Huayacocotla llegó a la Ibero Puebla, donde pudo conectar su experiencia previa con el enfoque académico y el entorno universitario. A pudo conocer otro enfoque de los derechos humanos en el tema del agua. “Comencé a verlo como un elemento vivo en la relación con las personas y con el entorno, no sólo como un recurso. Me impresiona cómo algunas comunidades tienen una relación bastante estrecha con el agua”, cuenta Marroquín Farrera, quien añade que en la Ibero estuvo trabajando en el Instituto de Investigaciones en Medio Ambiente, donde se enfocó en el tema del agua y los conflictos que lo rodean con el objetivo de “poner en diálogo todas las perspectivas que hay en torno al tema”. 

A inicios de este año Chiapas llegó al ITESO, para sumarse al Centro Universitario por la Dignidad y la Justicia Francisco Suárez, SJ (CUDJFSSJ), donde comenzó a trabajar el tema del agua con otra perspectiva y una implicación enorme: la del agua como derecho humano. El jesuita explica que “no se puede entender el agua como un derecho humano sin resolver primero una serie de conflictos. Es necesario entender que muchos pueblos tienen una relación con el agua que se ha ido perdiendo y es algo muy fuerte, porque entonces el agua se convierte en una mercancía más”.  

Como síntesis de sus dos últimas etapas, en Huayacocotla y en el ambiente universitario, Rosario Marroquín señala que “hace falta diálogo entre la gente y el espacio universitario. Hay muchos proyectos, muchas luchas que podrían fortalecerse con la investigación desde la academia. Muchas veces las personas no tienen toda la información sobre un problema, ni tienen cómo obtenerla, y la universidad puede ofrecer esa información rigurosa, fundamentada, para que la gente pueda fortalecer sus demandas. Por otro lado, estando en la universidad he visto que falta vinculación. Sí hay conocimiento, pero no se conecta con las luchas y preocupaciones cotidianas”.