El Papa Francisco nos invita a vivir con sobriedad, pues ésta nos da libertad y sana el espíritu. Sanarlo nos implica reconocer nuestra naturaleza espiritual y así, mirándonos como seres espirituales que pertenecen a un todo, majestuoso e integrador, lograremos recuperar el equilibrio de la Tierra y la plenitud de quienes la habitamos. 

Se habla mucho de la problemática ambiental y de su gravedad, pero, aun así ¿verdaderamente dimensionamos cómo afecta a nuestra sociedad? Partiré de un ejemplo. Pocos saben que la ciudad de Guadalajara y su área metropolitana era atravesada por ríos y arroyos alimentados por las aguas cristalinas de múltiples manantiales. Incluso a uno de ellos, el San Juan de Dios, le debemos el nombre de Guadalajara, que significa “río que corre sobre piedras”. ¿Cómo sería nuestra ciudad si hubiéramos preservado estos cauces que decidimos usar como nuestro sistema de drenaje? Hoy en día podemos visitar algunos de ellos, cuyos caudales aún no han sido entubados y son testigos de la tragedia. Ríos que en otros tiempos corrían llenos de vida, ahora, contaminados al extremo, son portadores de enfermedades y muerte.  

Pero estos cuerpos de agua no son el peor ejemplo de la degradación ambiental en Guadalajara: las 6 mil toneladas diarias de basura que producimos los tapatíos contaminan el suelo, el aire y las aguas subterráneas en aquellos sitios en los que se les da disposición final. La contaminación atmosférica nos intoxica poco a poco, a través de los años, especialmente a quienes viven al sur de la ciudad; la mancha urbana va ganando terreno sobre aquellas áreas naturales vitales para conservar cierto equilibrio ecológico en la región; y el Santiago, el principal río de Jalisco, corre alrededor de la ciudad con sus aguas tóxicas cobrando vidas, como lo han podido comprobar quienes han realizado Tour del Horror que se organiza, al menos una vez al año, en la zona de El Salto. 

Todos estos problemas son conocidos por autoridades gubernamentales y expertas en agua y contaminación. Técnicamente es posible solucionarlos, o al menos mitigarlos, pero, aun así, siguen agravándose. Ni las organizaciones civiles de activistas ambientales ni los servidores públicos honestos, que en ocasiones llegan a puestos de poder, han logrado avanzar significativamente en su solución. ¿A qué se debe nuestra incapacidad para resolver esta problemática? La respuesta, sin duda, está en la falta de voluntad humana característica de nuestra sociedad. Vivimos insertos en una cultura que ha colocado al individualismo, a la productividad y al consumo como los máximos ideales humanos, y pocos están dispuestos a sacrificar estos ideales en nombre del bien común, o incluso en el de su propio bien. 

Es a como, por poner un ejemplo, algunas grandes inmobiliarias, ante la posibilidad de jugosas ganancias económicas no dudan en torcer las normativas ambientales y destruir las reservas naturales para desarrollar sus fraccionamientos, o en urbanizar zonas con pasivos ambientales que pondrán en riesgo la salud de sus futuros habitantes. Para los valores impulsados por una tergiversada imagen del capitalismo, en su versión más voraz, no importa ni la vida, ni la felicidad, ni la plenitud humana. Ante el gran ídolo de la productividad y la ganancia, muchos creen que vale la pena sacrificarlo todo, por lo tanto, no importa aplastar al otro, ni destruir el equilibrio del que depende nuestra propia calidad de vida. 

En el fondo, lo que provoca la crisis ambiental no es un problema técnico, sino una crisis de valores. Muchos de nuestros valores más profundos, aquellos que sustentan nuestra dignidad humana, han sido suplantados por valores superficiales e ilusorios. Ante esta realidad, que se reproduce en casi cualquier parte del mundo, el Papa Francisco escribe la carta encíclica Laudato Si a todos los pueblos de la tierra “unidos por una misma preocupación” (Francisco, 2015), en la que nos invita a una conversión espiritual que nos permita anteponer nuestro propio bien a la lógica de la razón instrumental que solo busca la productividad, robándonos nuestra libertad como seres humanos para terminar “a merced de un consumismo sin ética y sin sentido social y ambiental” (Francisco, 2015). En su carta encíclica el Papa Francisco nos recuerda que, para salvaguardar la dignidad de la tierra, primero tenemos que recuperar nuestra propia dignidad como personas. 

Para recuperar plenamente nuestra integridad y dignidad como seres humanos, necesitamos recordar que tenemos una naturaleza espiritual y que, solo siendo congruentes con ella, podremos vivir en plenitud. Nuestra inteligencia espiritual nos permite despertar el sentido de pertenencia al todo y con esto hacernos conscientes de que no somos seres aislados en medio de un universo amenazador, sino que tenemos nuestro propio lugar en el equilibrio cósmico, lugar que nos fue dado por la infinita y amorosa sabiduría divina. Pero esta consciencia espiritual solo puede desarrollarse en un corazón limpio y humilde, sensible a contemplar la belleza que se nos regala día con día en la simplicidad de cada instante, abriéndonos a los muchas veces sutiles tesoros que Dios nos otorga, como padre amoroso, a través de la creación para llenarnos de plenitud. Recordemos las palabras de Mateo 5:5 “Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra”. 

Ante un sistema que fomenta la soberbia y el abuso en el uso de los bienes naturales con fines meramente económicos y nada éticos, el Papa Francisco propone recuperar el gozo y la paz en nuestras vidas a partir de una “sobriedad que se vive con libertad y consciencia liberadora” (Francisco, 2015) para sanar nuestro espíritu. Ante la paranoia productiva y consumista nos invita a recuperar la capacidad de gozar con lo simple, disminuyendo las necesidades insatisfechas y por lo tanto reduciendo el cansancio y la obsesión. No se trata de sacrificar el progreso humano, sino de recuperar nuestra capacidad de percibir la verdadera belleza del mundo, para entregarnos a cada momento como don divino que debe ser plenamente vivido. Citando la carta encíclica: “La naturaleza está llena de palabras de amor, pero ¿Cómo podremos escucharlas en medio del ruido constante, de la distracción permanente y ansiosa, o del culto a la apariencia?” (Francisco, 2015). 

Es importante ser conscientes de que la problemática ambiental es sumamente compleja y que requeriremos de un arduo trabajo científico, económico, social y político si queremos evitar el desastre, por esto la encíclica menciona: “Si de verdad queremos una ecología que nos permita sanar todo lo que hemos destruido, entonces ninguna rama de las ciencias y ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado” (Francisco, 2015). Pero no debemos perder de vista que el punto de partida para una auténtica conversión ecológica debe ser el corazón de cada ser humano, solo desde un cambio interno y profundo podremos tener esperanza en un futuro en equilibrio, compartido entre la humanidad y todas las demás formas de vida. Es por eso que nuestra mayor responsabilidad como individuos es voltear nuestra mirada hacia nuestro interior para escuchar la voz de Dios que nos sana y nos libera, ya que solo después de esto podremos dejar brotar el amor y la sabiduría que necesitamos para liberar a nuestra “oprimida y devastada tierra” (Francisco, 2015). 

Bibliografía 

Francisco. (2015). Carta encíclica Laudato Si, sobre el cuidado de la casa común. Roma. 

En el fondo, lo que provoca la crisis ambiental no es un problema técnico, sino una crisis de valores. Muchos de nuestros valores más profundos, aquellos que sustentan nuestra dignidad humana, han sido suplantados por valores superficiales e ilusorios.