Este liderazgo se orienta hacia la excelencia humana e intelectual de la persona desde la interioridad y la afectividad, mediadas por la razón
En diversos enfoques actuales sobre liderazgo se define al líder como una persona que se comporta con autenticidad, a partir del conocimiento de sí mismo, consciente de sus fortalezas y debilidades, del reconocimiento de sus emociones y su adecuado manejo; se espera que actúe con integridad y empatía, que tenga la capacidad de inspirar y motivar a quienes están en relación ella impulsándoles a comprometerse con una misión. Habrá de contar también con capacidades como ser estratégico, capaz de innovar, con vocación para impulsar el desarrollo individual de quienes integran la organización, con conocimientos técnicos y/o experiencia, que le permitan visionar y conducir los esfuerzos al éxito de la misión que se le confía.
Los orígenes del liderazgo
A mediados del siglo XX el economista Douglas Mc Gregor, que, con su teoría “X e Y, empezó a reflexionar el comportamiento humano en los negocios”[1], se registró una de las primeras referencias sobre el liderazgo, mientras que los rasgos del líder ignaciano fueron desarrollados por Ignacio de Loyola cuatro siglos antes. Todas las teorías sobre liderazgo, incluyendo la visión ignaciana, señalan que las capacidades y conocimientos son necesarios para quien ejerce un liderazgo, pero en esta última la orientación es muy diferente. ¿En qué consiste esta diferencia?
La Espiritualidad Ignaciana, y por lo tanto el liderazgo que bebe de esta fuente, tiene como eje la afectividad del individuo, clave en su desarrollo integral: intelectual, psico-emocional, relacional, profesional, etcétera. Esta experiencia espiritual busca el fortalecimiento de todas las dimensiones de la persona: afectividad, intelecto, sociabilidad, ética, profesionalidad y, dese luego, la espiritual. Es decir, de sus inteligencias racional, afectiva y espiritual y es mediante el discernimiento, clave fundamental de la vida espiritual, que la persona ordena sus afectos hacia una comprensión profunda de sí misma, de los demás y del mundo. El discernimiento la orienta hacia una fe positiva que le impulsa a comprometerse. Son, entonces, el manejo de su afectividad y el ejercicio del discernimiento, las cualidades distintivas del líder al estilo ignaciano.
Ignacio de Loyola, desde el conocimiento que alcanzó de su propia interioridad a lo largo de su convalecencia provocada por la herida de una bala de cañón en su pierna, fue cayendo en cuenta que los pensamientos no se quedan en la mente, sino que llevan a unas acciones o a otras. También las emociones y sentimientos generan en la persona pensamientos que le impulsan a realizar determinadas acciones. Desde esa experiencia, plasmada en su espiritualidad, particularmente en los Ejercicios Espirituales, Ignacio provoca que la persona trabaje esperanzadoramente en su afectividad para ordenarla. En sus propias palabras: para “quitar de sí todas las afecciones desordenadas” [EE 1]. Esto quiere decir, liberarle de todo apego que le limite y domine y le lleve a desarrollar desórdenes psicoafectivos y actitudinales, para impulsarle hacia un desarrollo sano que favorezca una mayor plenitud de toda su persona.
La persona que lidera
El ejercicio de liderar es realizado por personas concretas, con una historia y una personalidad específicas; con capacidades y limitaciones; con lesiones psicoafectivas que si no han sanado se permean en muchas de sus acciones y visión sobre las personas, cosas y situaciones. Por ello, el líder habrá de “purificar y ordenar, sus intenciones, acciones y operaciones” [EE 46], trabajar en sus emociones y afectos que le impiden vivir y actuar de manera positiva e integrada. Esta es una tarea de toda persona, pero especialmente es necesaria para un líder, pues es ejemplo e inspiración. Como señala José Ma. Guibert, S.J. (2016), “el líder promueve sentimientos positivos en sus seguidores”[2], por lo que es preciso que primero se ordene a sí mismo, y sea así fuente de esperanza y valores para otros.
El Liderazgo Ignaciano se orienta hacia la excelencia humana e intelectual de la persona, la cual se imprime en sus acciones, por lo que, si nuestra intención es el transformar la sociedad, tal como lo busca el modo de proceder ignaciano, hemos de transformar las instituciones, y para ello se requiere transformar a las personas, lo cual, desde la experiencia ignaciana, se hace desde la interioridad y la afectividad, mediadas por la razón, lo que en el pensamiento ignaciano se conoce como: “reflectir para sacar provecho” [EE 108].
El talante del líder ignaciano
El Liderazgo Ignaciano habrá de observar rasgos específicos, señalados por Ignacio en las Constituciones (CC)[3] de la Orden, así como en cartas e instrucciones que envió a diversos jesuitas. El liderazgo en la Compañía de Jesús es apostólico, orientado hacia la Misión, se ejerce desde y como un modo de proceder[4], dentro de un cuerpo que es el responsable de desarrollarla.
En los números 723-735 de las constituciones de la Orden Jesuita, Ignacio habla del perfil que habrá de tener el prepósito general (el líder de los jesuitas a nivel global) y en el número 423-428 presenta el del rector de colegio. Siguiendo al fundador de la orden, el líder ignaciano ha de tener las siguientes cualidades:
- Muy unido a Dios y familiarizado con la oración y todas sus operaciones
- Ejemplar en virtudes
- Verdaderamente humilde
- Probado (es decir, capaz y con experiencia)
- Libre ante pasiones internas
- Fuerte (saludable de mente y cuerpo)
- Magnánimo
- Perseverante
- Recto y severo combinado con benigno y manso
- Compasivo
- Con ánimo
- Con gran entendimiento y juicio
- Con buenas letras
- Con prudencia y capacidad de discernimiento y experiencia en vida espiritual
- Vigilante y no descuidado; con fuerzas y edad adecuadas (para la misión que se le confía)
- Con buen crédito y fama (con buena reputación)
- De mucha bondad y amor a la Compañía (la organización que lidera)
Como se señala en el primer rasgo, el líder ignaciano desarrolla un alto nivel de autoconciencia. Gracias a que ha vivido la experiencia de interioridad y está habituado a ella, ha desarrollado su capacidad de hacer silencio interior y de tomar distancia de sí mismo y de sus afectos para orientarse positivamente. Se libera de su propia imagen para no ser manejado por ella; no reprime sus afectos, sino que logra sintonizarlos y ordenarlos. A eso hoy le llamamos inteligencia emocional. Esta libertad la ha desarrollado a lo largo de su experiencia de meditación y contemplación, especialmente en los Ejercicios Espirituales, escuela donde ha aprendido a reconciliarse consigo mismo, con su historia y, por lo tanto, con sus heridas y con quienes fueron responsables de ellas. Esta experiencia le ha llevado a ganar libertad y capacidad de entrega y servicio desde el amor, a sí mismo y a todo lo creado, y al Origen de dicha creación, de la cual se sabe parte.
Desde ésta profunda experiencia procesual, el líder va reconociéndose y reconociendo al otro y a Aquél que trasciende la creación misma, y así se va capacitando para guiar y acompañar a otros hacia el cumplimiento de la Misión que se le ha encomendado y de la que se sabe responsable. Por lo tanto, reconoce su liderazgo como Misión de servicio.
Gracias a esa experiencia, en la que se va formando y orientando sus capacidades y virtudes, el líder va siendo consciente de que es responsable del crecimiento de las personas a quienes acompaña, y a su vez es acompañado. Mantiene una implicación personal, es consciente de que su testimonio es un elemento que impulsa el desarrollo personal y profesional de sus colaboradores. Busca no solo el óptimo desarrollo de las tareas dentro de sus funciones. también promueve nuevas actitudes y la creatividad en sus equipos.
Conclusiones
Finalmente, sabemos que la persona se va construyendo, lo mismo ocurre con el líder. Su desarrollo intelectual, espiritual, físico, valoral, cultural, estético, profesional, etcétera, aunado a la experiencia en el desarrollo de su servicio de liderar un cuerpo, lo van haciendo capaz en ese servicio. Aunque el líder «debe ser de los más señalados en toda virtud, y de más méritos en la Compañía», no se trata de que sea experto en todo, sino, como dice San Ignacio en las Constituciones «Y si algunas de las partes arriba dichas faltasen, a lo menos no falte bondad mucha y amor a la Compañía y buen juicio acompañado de buenas letras. Que en lo demás las ayudas que tendrá, de que se dirá abajo, podrían mucho suplir con la ayuda y favor divino» [CC 735].
Este liderazgo impulsa a la persona a experimentarse religada, es decir, vinculada al todo y responsable de ese todo: las demás personas, la creación y todo lo real, incluyendo la realidad Divina [5]. Como reza la sabiduría Aimara del Buen Vivir, “la espiritualidad es la forma más alta de la conciencia política” que nos lleva a “construir una visión totalizadora y cósmica de la existencia” [6], lo cual es una actitud propia del liderazgo ignaciano.
[1] McGregor, D. M., 1960, «The Human Side of Enterprise», en Management Review, American Management Association.
[2] Guibert, J.M. (nov-dic 2016). Liderazgo ignaciano y gobernanza en las universidades de la Compañía de Jesús. Arbor, 192(782). Recuperado de https://arbor.revistas.csic.es/index.php/arbor/article/view/2170
[3] San Ignacio de Loyola trabajó en la redacción de las constituciones desde su aprobación en 1540 hasta su muerte en 1556, asistido por Juan Coduri y Alfonso de Polanco, dos de los primeros compañeros de San Ignacio.
[4] Congregación General 34, decreto 26.
[5] Zubiri, Xavier, El hombre y Dios (Madrid: Alianza Editorial, 1994).
[6] Guerrero Arias, P. (2011), Corazonar la dimensión política de la espiritualidad y dimensión espiritual de la política. Revista de Ciencias Humanas, Sociales y Educación. 10, 21-22.