Después de la incertidumbre al inicio de la pandemia por covid-19, la autora se sintió invitada a ponerse en acción ante algunas de las problemáticas que desveló la contingencia; el Programa de Voluntariado del Centro Universitario Ignaciano fue el espacio que le permitió efectuar la búsqueda de soluciones trabajando en comunidad

Por Montserrat Coronado Valle, egresada de Psicología del ITESO y del Programa de Voluntariado del Centro Universitario Ignaciano

La pandemia por covid-19, que surgió a inicios del año 2020, es un acontecimiento que nos ha impactado a todas y todos en diferentes dimensiones de nuestra calidad de vida. Desde mi experiencia en el campo de la psicología pude observar que hubo un gran aumento de afectaciones a la salud mental, así como de trastornos psicológicos, los cuales se hicieron presentes con mayor frecuencia. Y esto con gran razón, pues la pandemia vino a afectarnos de forma colectiva. Sin embargo, ese sufrimiento social viene de las propias experiencias individuales conjuntadas en un mismo sentir y pensar. En esta ocasión, este sentimiento se expandió a nivel global. 

Recuerdo que, a inicios del confinamiento, mis pensamientos eran diversos y dispersos. Por un lado, confieso que para mí fue un descanso de todo lo que yo interpreto como ruido mental. Pareciera ser que con el distanciamiento social logré poner en pausa todas las distracciones del mundo exterior. Distracciones que, después descubrí a través de la meditación y la escritura, me estaban desviando de mí. Actualmente puedo decir que he estado en un proceso de volverme a encontrar y redescubrir quién soy, cómo me siento y qué quiero lograr con mis decisiones. 

No obstante, sabía que no todas las personas estaban en una situación similar a la mía. Estaba consciente de que no todos podían quedarse en su casa en confinamiento, ni tenían los recursos necesarios para tomar las medidas de sanidad adecuadas, ni recibían apoyo económico en caso de tener algún familiar infectado. Mucho menos, estaban en posibilidad de pasar el tiempo reflexionando sobre su vida, pausando todos sus ruidos mentales. Cada día me percataba más de la dimensión de la desigualdades e injusticias sociales. Esto me abrumaba, preocupaba, enojaba y me hacía sentir impotente. Fue evidente que la pandemia causó que se visibilizaran con mayor atención las violencias estructurales y sociales sobre las cuales está construido nuestro sistema, tanto de gobierno como de creencias colectivas. 

¿Qué puedo hacer desde la comodidad de mi cuarto? ¿Cómo ayudar sin poder salir a la calle? ¿Cómo conectar con las personas a través de la virtualidad?, ¿será tan siquiera útil?, ¿es posible? ¿Cómo ver a Dios en circunstancias llenas de carencia y desigualdad? ¿Dios permite estas situaciones? ¿Cómo es que Él interviene? 

Estudiar psicología me ha abierto a la experiencia de acompañar e intervenir en diversos sectores sociales en condiciones de desigualdad y exclusión en varios municipios de la Zona Metropolitana de Guadalajara, como son Zapopan, Tlaquepaque y Tlajomulco. Fue a partir de estas experiencias que día con día me sentía más y más invitada a ponerme en acción ante esta problemática.

Me pregunté: Pero ¿qué puedo hacer desde la comodidad de mi cuarto? ¿Cómo ayudar sin poder salir a la calle? ¿Cómo conectar con las personas a través de la virtualidad?, ¿será tan siquiera útil?, ¿es posible? ¿Cómo ver a Dios en circunstancias llenas de carencia y desigualdad? ¿Dios permite estas situaciones? ¿Cómo es que Él interviene?

El discurso desesperanzador, que no dejaba de estar presente en mi mente casi todos los días, sólo crecía conforme el confinamiento avanzaba y comenzaba a darme cuenta de que la pandemia se alargaría por mucho tiempo más. Me sentía llamada a buscar una solución. Un día, me topé con una invitación a formar parte del programa de voluntariado del Centro Ignaciano Universitario (CUI) y me llamó la atención. Comencé a indagar más y decidí inscribirme. No sabía sí aquí iba a encontrar todas las respuestas a mis preguntas, pero sentía que, seguro, sería un buen comienzo.

Descubrí, al cabo de algunas sesiones, que me encontraba en un espacio virtual con personas que tenían las mismas inquietudes y aspiraciones que yo. A ellas también les movían distintas causas sociales y no querían quedarse sin hacer nada al respecto ni aun estando en confinamiento. Me sentía muy identificada con dichos sentimientos.

Si bien no podríamos salir a la calle ni convivir o acompañar a las personas altamente afectadas por la pandemia, tratábamos en conjunto de buscar alternativas. Trabajar en equipo, desde lo colectivo y encaminados hacia un mismo propósito, hizo que nuestras intervenciones estuvieran presentes de alguna u otra forma. Quizás en menor medida a la que se acostumbraba antes de la pandemia, pero sin perder el principio y fundamento de nuestra individualidad que nos trajo al voluntariado.

Además, pude darme cuenta de que Dios tiene muchas caras, formas y maneras de presentarse, no existe una única versión que sea “la correcta”. Al cabo de unas semanas de formación ignaciana dentro de esta comunidad de voluntariado me percaté de que cada quien percibe a Dios de una manera única, en estrecha relación con su historia de vida, es decir, de una forma muy auténtica. No hay versiones mejores ni peores, simplemente cada una y cada uno decidimos cómo ver a Dios. Todo lo que nos hacía sentido, y también lo que no, lo compartimos al grupo. Esto me brindó paz porque pude darme un espacio para comenzar a construir mi propia versión de lo que para mí representa Dios y empezar a edificar una relación más sólida con mi espiritualidad. 

Uno de los regalos más bellos que me dio el ITESO, y que sigo atesorando en mi corazón, es experimentar el poder que tiene el hacer comunidad, es decir, dejarte acompañar por otras personas y nutrir el alma desde el amor. 

Colaborar en una comunidad que afronta el reto de trabajar desde la virtualidad me permitió descubrir que la creatividad es primordial. Incluso la considero una herramienta de trabajo, ya que las condiciones de distanciamiento social nos han obligado a pensar en alternativas para todo y ante cualquier circunstancia. Del mismo modo, el autocuidado también es un hábito importante que debemos practicar, pues he comprobado que, como se dice comúnmente, para cuidar a otros primero debes cuidar de ti. Algunos ejemplos de autocuidado que he ido descubriendo son: conocer tus limitaciones, aceptar la vulnerabilidad humana, reconocer tus virtudes y áreas de crecimiento o priorizar el descanso y el ocio. 

Al mismo tiempo, me fui dando cuenta de que mis espacios de descanso y esparcimiento también ayudan a nutrir mi espiritualidad. Ver mi película preferida, ir por un helado de mi sabor favorito, tomar una siesta después de arduas horas de trabajo o apartar unos minutos para escuchar música, por ejemplo, son decisiones que pudieran parecer pequeñas, pero que alimentan el corazón desde el amor hacia la propia persona y hacia los demás. 

Una de las cosas más significativas para mí fue darme cuenta de que las soluciones no las podía lograr yo sola, sino que debía encontrarme en espacios con otras personas que quisieran actuar ante las injusticias y problemas sociales. Sólo de esta forma nuestra huella tiene mayor impacto y se vuelve más trascendente. 

Una última reflexión que me queda, tras mi tiempo como voluntaria, es que el ser servicial con aquellas personas que lo necesitan no nos hace mejores personas que ellas y ellos, pues somos iguales. Si bien es evidente que hay personas que viven con carencias económicas, sociales y políticas bastante evidentes, quienes decidimos ayudar también tenemos otro tipo de carencias, muchas veces en el corazón. Atender al llamado desde la humildad es lo que hace el voluntariado una experiencia expansiva. 

Comparto esto con la intención de invitar a las personas que se sientan identificadas con todas aquellas sensaciones y emociones que yo tuve en algún punto, a buscar espacios físicos y/o virtuales que alivianen un poco el corazón: esas mismas emociones de impotencia y frustración fueron las que me llevaron a conectar desde la solidaridad, la empatía y el coraje para hacer cambios. Los problemas e injusticias sociales no descansaron, pero la situación de la pandemia nos ha llevado a ser más flexibles y a ponernos creativos. No podremos seguir haciendo las cosas igual que antes, pero eso no significa tener que quedarnos sin hacer algo al respecto. 

Uno de los regalos más bellos que me dio el ITESO, y que sigo atesorando en mi corazón, es experimentar el poder que tiene el hacer comunidad, es decir, dejarte acompañar por otras personas y nutrir el alma desde el amor. Al final, pude darme cuenta de que Dios sí está en cada rincón del mundo. Veo que se hace presente a través de la mirada del otro, del marginado, del oprimido y del violentado. Lo encontramos allá afuera, en las calles, en el convivir y en el compartir, pero para ir a hacer, primero hay que ser.