Desde hace 50 años, el Centro Polanco trabaja en temas psicológicos y de aprendizaje con la comunidad de Lomas de Polanco y colonias aledañas. He aquí una muestra de la labor que hacen con niños y madres de familia que acuden a este lugar
Es media mañana y Claudia se coloca en cuclillas, delante de una larga fila de niños que están a la espera en un pequeño zaguán. La postura le permite mirar directamente a los ojos a cada uno de los chicos que van llegando, les pregunta su nombre y en que salón van. Es la entrada del Centro Polanco, una casa en tono bicolor (azul y blanco) sobre la calle Jesús Mena, y un enorme ficus custodia el acceso a este sitio donde decenas de niños reciben atención para atender problemas de aprendizaje, mientras sus madres suben a la azotea para ser parte de los talleres de escucha.
Claudia de la Cerda Rubio lleva casi 25 años trabajando aquí como asistente administrativa y ha visto de todo. Ella es el primer contacto con las personas que buscan atención, pero además realiza labores de logística, organización y, a veces, hasta de toma de decisiones.
“Llegué a este centro cuando tenía 18 años, porque soy de esta colonia, de hecho, esta sede fue mi casa, aquí viví durante 26 años, en este lugar, donde está ahora Centro Polanco [hasta ahora ha tenido cinco sedes]. Una de mis hermanas trabajaba aquí; cuando ella decide irse, me ofrecen entrar. Además, estaba a punto de iniciar mi licenciatura [cirujana dentista], necesitaba trabajar y pude acoplar las dos cosas”.
En el Centro Polanco, una iniciativa de atención psicológica surgida desde el ITESO en 1974, le ha tocado conocer a niños que han sufrido exceso de violencia, ya sea verbal o física. Uno de los casos más recientes es el de una bisabuela que trajo a sus cuatro bisnietos para que aprendieran a leer y escribir, luego de que las propias madres se los llevaron y le dijeron: ‘Aquí están sus niños, ¿los quiere? O los voy a regalar’.
“Yo les digo que éste es como un oasis en el desierto”, afirma Claudia, “no tenemos una varita mágica, pero sí es una posibilidad de ayuda”.
María Ana Díaz Pérez es esa bisabuela. Tiene 80 años, se dedica al hogar y es originaria de la colonia Francisco I. Madero, en el Cerro del Cuatro. Desde hace cinco años que visita el Centro ha traído a cuatro de sus bisnietos: los dos últimos, Aarón y Tadeo, aún acuden a recibir apoyo. Ella pasa a través de los salones y en la azotea se acomoda en una silla, al lado de otras madres de familia, para conversar en lo que terminan los talleres de los niños.
“Tenían muchos problemas los niños, las mamás los trataron muy mal, por viciosas; entonces ellos se traumaron, no podían agarrar las letras”, explica. “De que vine yo aquí, empezaron a unir las letras y a leer. De un día para otro, me subí, y un día bajé y ya uno me leyó tres hojas. El más chiquito si es un poquito más burro, es con el que ahorita ando batallando”.
El tiempo en el que sus bisnietos trabajan en sus problemas de aprendizaje, María lo utiliza sabiamente.
“Vengo a relajarme, a platicar y a sacar, luego uno a veces viene con pesadeces, y aquí saca una todo y ya se va una relajada: se siente una, ya ve, más livianita. He encontrado muchos amigos, los psicólogos son muy amables. Yo les digo [cuando los alumnos terminan de cumplir con su tiempo de servicio]: ‘¿Por qué se van? Nada más vienen a acostumbrarnos’”.
En ese mismo grupo se encuentra Susana Rivas, oriunda de Los Olivos. Es mamá de Santiago, un pequeño de nueve años con TDAH diagnosticado desde que tenía seis, y quien sobre todo venía con problemas de socialización, tics nerviosos y explosividad. Susana se enteró de la existencia del Centro por casualidad, entre pláticas con otras madres de la escuela, y decidió traer a su niño hace un año.
“Las acciones que llevan a cabo aquí las psicólogas consisten en darles mucho amor; yo veo que él se desenvuelve de una manera totalmente confiada. Es un niño al que le gusta venir aquí porque se siente amado, protegido y aceptado, que no lo están juzgando, no se siente señalado como en la escuela, donde por eso se aislaba”, asegura.
Susana considera que la evolución de su hijo en 12 meses es enorme, pues ya sabe controlar más sus emociones, dejó de ser tan explosivo y ahora entiende más cosas.
En los salones —la casa tiene siete espacios de trabajo adaptados y con una terraza grande para los trabajos grupales—, estudiantes de carreras como Educación o Psicología trabajan directamente con algunos niños. El juego es la principal estrategia de acercamiento: en uno de los salones trabajan con un memorama, en otro espacio hacen una meditación o aprenden a construir un cuento. Mariana Simental Fink, de 25 años, es egresada de Psicología del ITESO y empezó a colaborar en el Centro como parte de su Proyecto de Aplicación Profesional, en Otoño 2022.
“Leí la metodología de cómo era este acompañamiento, y lo que atendían, que era el aprendizaje socioemocional, y dije: ‘Yo quiero estar ahí’, más porque es desde una perspectiva construccionista, en la que los niños también forman parte de su aprendizaje y son agentes activos”.
En las dinámicas no se trata nada más de que los asistentes estén sentados recibiendo una instrucción, sino que intentan que ellos sean partícipes, partiendo de la certeza de que los propios niños cuentan con las herramientas completas para aprender.
“Cuando es por medio del juego, los niños se sienten mucho más cómodos, el nervio baja porque es un juego; entonces no se lo toman tan en serio, pero, a la vez, sin darse cuenta se empiezan a apropiar del aprendizaje, a tener procesos internos que les ayudan a conectar, y es mucho más sencilla la apropiación de los saberes. También te ayuda a integrar el grupo, a tener tolerancia a la frustración y al error, a aprender a perder y a ganar”, afirma Mariana.
Pero no todo es el trabajo con niños. Sandra Fabiola Rosales es profesora de asignatura del Proyecto de Intervención Psicocultural y Educativa del Centro Polanco, que trabaja con grupos de mujeres y da acompañamiento psicológico. Además de acudir al Centro, tienen también intervención en la primaria José Guadalupe Zuno., y lo hacen con el apoyo de alumnos de quinto semestre de la facultad de Psicología del ITESO.
La población que acude a estos grupos está formada por mujeres que traen a sus niños a recibir atención, y sus edades van de los 20 hasta los 80 años. La característica principal es que son mujeres que de alguna manera desempeñan el trabajo de crianza con los hijos. Las actividades tienen que ver con tiempos de escucha.
“Se trata de hablar sobre las dificultades que están atravesando, lo que pasa por su cabeza, de que generen redes de apoyo, conocer las experiencias de otros les ayudan a entender la propia, a ir tomando decisiones. Es un espacio de mucha calidez, que si se aprovecha brinda mucha ayuda y tiene mucho sentido para generar comunidad”.
Para quienes trabajan en el Centro Polanco —el lugar es atendido de fijo por cinco personas, a las que se suman cada semestre estudiantes y académicos de distintas áreas—, lo que ahí se vive es un baño de realidad y una oportunidad para desarrollar la empatía. Lourdes Centeno, coordinadora del centro, lo tiene bastante claro.
“Ellos nos pueden decir: ‘Pues sí sabrás mucho de psicología, pero dudo mucho que sepas nada de cómo criar un niño, cómo ser una madre soltera y mantener a cinco, con 10 pesos al mes’. Creo que este lugar de eso se trata, de ubicarnos en ese encuentro con la gente”.
El Centro es también una vía de expresión de la pedagogía ignaciana y de la comunidad jesuita, es el sello que guía el trabajo que tienen de cara a la comunidad, como una manera de ver al otro como persona, de considerarlo agente con posibilidad de cambio, y relacionarse con los demás de manera más horizontales. Esto es algo que Claudia tiene muy presente en su día a día:
“Creo que la pedagogía ignaciana, o la idea de ser ITESO, se ve reflejada en cada una de las personas que trabajamos aquí: intentamos darles un buen trato, hacerlos sentir como en casa y darles un espacio seguro, agradable, donde se sientan cómodos. La mayoría de los niños que vienen tienen dificultades de aprendizaje en sus escuelas y son etiquetados como el burro, el que no puede, el que no sabe; entonces llegan a un espacio en el que no son agredidos y son bienvenidos, donde se les trata de ayudar y apoyar sin etiquetarlos.»
FOTOS: Luis Ponciano