Cada persona es llamada a hacer historia de su propia manera, a hablar y actuar con parresía, con audacia y compromiso, sin intimidar a los débiles ni acobardamos ante los fuertes.

«Si puedes enriquecerte conservando el honor,  

la buena fe, la magnanimidad, no lo excuses;  

pero teme perder los verdaderos bienes  

por adquirir los falsos». 

Epicteto 

 

Hace un par de décadas, Walker Percy publicó un libro titulado «Perdido en el Cosmos: el último libro de auto-ayuda«, en el que, con cierta mordacidad, relata cómo una voz extraterrestre da noticia a los seres humanos de que han perdido el sentido de su vida interior. En su escrito, los humanos son incapaces de comunicarse unos con otros aun cuando estos hacen todo lo posible por entrar en contacto con seres de otros planetas o con los chimpancés. Se muestran románticos en torno a sus deseos de posesión de cosas materiales y, al mismo tiempo, se manifiestan tremendamente sospechosos y cínicos en lo que se refiere a su prójimo. Son asiduamente productivos y aun así están al filo de la autodestrucción. Cualquier parecido con nuestra realidad es pura coincidencia. 

Las palabras de Percy, con el recurso de la ironía, son un llamado a «retornar» a nuestra humanidad, a lo relacional, a la genuinidad, a comunicar, al amor y a la trascendencia. Sin embargo, palabras de reforma y renovación demandan de nuestra sociedad actitudes que estamos, muchas veces, prontos a ignorar: a reconocer que algo anda mal y el deseo de cambio. En este sentido, hay quienes podrían preguntar: ¿acaso hay siquiera la necesidad de mirarnos a nosotros mismos, de «regresar» o de arrepentirnos? Infortunadamente la sociedad de consumo, sutilmente, moldea rápidamente el modo de perdernos de nosotros mismos como personas. Sistemáticamente, esta cultura refuerza nuestra conducta hacia el egocentrismo. En consecuencia, caminamos hacia el abismo del vacío interior cuando no nos detenemos a preguntarnos hacia dónde vamos y a qué.  

El amor genuino tiene su punto interno de partida y por fuerza motriz un poderoso sentimiento de la seguridad, firmeza, íntima salud e invencible plenitud de la propia existencia y vida; y de todo esto surge entonces la clara conciencia de poder dar algo del propio ser y de la propia abundancia. Aquí, el amor, el sacrificio, el auxilio, el inclinarse hacia el más humilde y más débil es un espontáneo desbordamiento de las fuerzas, que va acompañado de felicidad y reposo íntimo. El amor genuino y la resistencia espiritual cultural brotan, no de la amarga impotencia, sino de su opuesto.

Nuestros frágiles egos modernos necesitan lo que los antiguos llamaban magnanimidad (en griego, megalopsychía). La persona magnánima es, literalmente, un individuo de gran corazón, un espíritu expansivo. Con una autoestima apropiada y un sentido realista de sus talentos, los individuos magnánimos piensan en grande. Se niegan a empantanarse en cosas triviales. Imperturbados por los agravios menores, indiferentes a las «baratijas» de la riqueza y el rango, son espontáneamente generosos, aun pródigos, lo opuesto al alma mezquina y encogida. La magnanimidad es la otra cara de la moneda de la humildad, el antídoto contra la falsa humildad y el ressentiment. Juntas, la humildad y la magnanimidad construyen los cimientos del amor con su indispensable opción por los pobres. El amor a los excluidos no es un amor a la pobreza o a la enfermedad, la cual enmascara una resentida denigración de la salud y el bienestar.

Según Max Scheler, el amor genuino tiene su punto interno de partida y por fuerza motriz un poderoso sentimiento de la seguridad, firmeza, íntima salud e invencible plenitud de la propia existencia y vida; y de todo esto surge entonces la clara conciencia de poder dar algo del propio ser y de la propia abundancia. Aquí, el amor, el sacrificio, el auxilio, el inclinarse hacia el más humilde y más débil es un espontáneo desbordamiento de las fuerzas, que va acompañado de felicidad y reposo íntimo. El amor genuino y la resistencia espiritual cultural brotan, no de la amarga impotencia, sino de su opuesto. El sacrificio por los demás es auténtico cuando es una «libre dádiva de la propia riqueza vital» (Scheler). Jesús derrochó su riqueza interior sobre todos de esta manera. Recomendaba una «indiferencia» despreocupada a la comida, la ropa y la vivienda (Lucas 12, 22-34), no porque negara su valor, sino porque la preocupación por ellas paraliza la acción y eclipsa la presencia de Dios trabajando para crear la vida abundante.

Ignacio de Loyola era un modelo de magnanimidad. Según su principio magis, debemos siempre elegir en el aquí y el ahora de nuestra existencia lo que más conduce a construir el reinado de Dios [EE 23], lo que es más divino y universal. Su reflexión sobre el llamado del Rey Eternal en los Ejercicios Espirituales contrasta la magnanimidad con la mezquindad del alma [EE 94-98]. Tenemos muchos ejemplos de la magnanimidad para inspirarnos. Recurriendo a su propia fortaleza interior, Catalina de Siena suplicó al papa regresar de Aviñón a Roma e hizo pública su protesta. La serena autoconfianza de Gandhi le hizo capaz de apreciar la humanidad de sus adversarios británicos, por mucho que detestara la injusticia del dominio colonial. Con un espíritu similar, desde la cárcel, Nelson Mandela trataba con el régimen de apartheid del África del Sur. La magnanimidad hizo posible en los años 60 que la pequeña Tessie, con tan solo siete años de edad, fuera instrumento de Dios para poner fin a la segregación racial en las escuelas públicas de Nueva Orleáns. El normalmente modesto Monseñor Romero proclamaba la verdad cada domingo en la catedral de San Salvador, plenamente consciente

Cada uno de nosotros, también, es llamado a hacer historia de nuestra propia manera, a hablar y actuar con parresía, es decir, la palabra griega que designa audacia al estilo de los primeros cristianos. «Porque el Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de cobardía» (2 Tim 1, 7). Responder a la realidad como se debe requiere tomar iniciativas, y al mismo tiempo tomar en cuenta las iniciativas ajenas, sin intimidar a los débiles ni acobardamos ante los fuertes. Muchos necesitan ser animados a hablar y actuar. Tal ánimo a veces implica afirmar el enojo apropiado y desafiar el temeroso silencio, la inacción y la sumisión cuando la situación reclama lo contrario.  

La magnanimidad nos ayuda a apreciar las ironías de la vida. Cuando las decepciones y las injurias pierden su poder de aplastar nuestra autoestima, o aun arruinar nuestro día, puede crecer un robusto sentido del humor. Eso, también, es una ayuda saludable para a la larga poder perseverar. Si hay un buen cultivo de la magnanimidad, habrá menos espectadores culpables en las gradas de la historia. La actual propagación de la pobreza, la violencia y el cinismo son más que suficientes para inducir la desolación y encoger nuestras almas. Los desafíos que confrontamos seguramente deberían inspirar la humildad, pero la humildad auténtica, que nos conduzca a la acción audaz y creativa.

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