Si somos aquello que recordamos ser y al narrarnos nos reconfiguramos
creativamente, la memoria construida de y entre nosotros, a partir del hito de
la covid-19, implicaría rehacernos, por medio de una introspección profunda y
orientada por la memoria del resucitado, que no es un simple recuerdo, es dar la
vida por los demás.
ESPIRITUALIDAD EN EL CONFINAMIENTO
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Han pasado 4 meses desde que escribí el artículo “Un Pozo para el reposo”. En aquel abril estábamos en pleno encierro y en medio de un torbellino de información que nos llegaba por gran cantidad de medios. En ese escrito señalé la importancia del asumir una conciencia histórica para no perdernos en el aquí y ahora, que es importante tener perspectiva y aprovechar las posibilidades que nos da el encierro y echar mano de lo que nos ofrece esta situación para salir adelante como reinventados. Ahora, con este escrito, pretendo hacer una invitación para recuperar la memoria de lo vivido, “reflectir para sacar provecho” como nos invita San Ignacio.
Empiezo con un hecho familiar: tengo un hermano con síndrome de Down y cuando le digo que es muy inteligente me dice: “no, tengo mucha memoria”. Y, es verdad, su vida es un memorial de ternura y por lo tanto su vida contagia cariño. De él aprendí la importancia de la memoria y del memorial en la Eucaristía.
Necesitamos recurrir al ejercicio de la memoria. Xavier Quinzá Lleó, S.J.[1] nos dice que “la memoria de lo vivido es la biografía de nuestra identidad. Somos, en realidad, aquello que recordamos ser, aquello de lo que podamos dar cuenta, con cierta coherencia, ante los ojos del otro, de los otros. La experiencia rememorada y narrada nos crea como personas que se pueden identificar con lo vivido, que, al narrarlo lo elaboran creativamente. Por eso nuestro presente tiene siempre la clave del pasado, que no existe sino en el recuerdo, y no como algo fijo, sino como la selección que hacemos de un modo más o menos consciente sobre el flujo de lo vivido”. Esta memoria de lo vivido es un ejercicio de lucidez y valentía porque, así como podemos recordar también tenemos la posibilidad del olvido; que en ciertos casos es bueno, pero en otros puede tener sus patologías. Bertolt Brecht decía que “la memoria de la humanidad para el sufrimiento es sorprendentemente corta (…) los horrores mundiales de los años cuarenta parecen olvidados. ¿La lluvia de ayer no moja? dicen muchos.
“La conciencia histórica es una forma de autoconocimiento, no para prepararnos para la tan citada ‘normalidad’ sino para ser mujeres y hombres lúcidos pensantes y críticos que, además de salir de la situación de la covid-19, podamos salir de muchas otras pandemias que ya nos acostumbramos a vivir: el hambre, la corrupción, la impunidad, la banalización, la falta de horizontes trascendentes, por no decir vivir en un horizonte nihilista.”
Rememorar la experiencia es revivirla y reelaborarla, discernirla, separando lo que hay en ella de más nuestro y que nos lanza a desplegar todas las posibilidades que hemos descubierto. Ser conscientes de nuestra historicidad, nos hace capaces de actualizar lo vivido. Gadamer[2] citando a Heidegger dice “El que solo hagamos historia en cuanto que nosotros mismos somos históricos significa que la historicidad del estar ahí humano en toda su movilidad del esperar y el olvidar es la condición de que podamos algún modo actualizar el pasado”. Y es que la conciencia histórica es una forma de autoconocimiento, no para prepararnos para la tan citada “normalidad” sino para ser mujeres y hombres lúcidos pensantes y críticos que, además de salir de la situación de la covid-19, podamos salir de muchas otras pandemias que ya nos acostumbramos a vivir: el hambre, la corrupción, la impunidad, la banalización, la falta de horizontes trascendentes, por no decir vivir en un horizonte nihilista.
Carecer de conciencia histórica, nos hace vivir sin hacernos preguntas, viviendo del se dice, de no cuestionar nada, del empacho de la información, la imagen es vivir como “bolsa de plástico en el periférico” o como lo decía Octavio Paz “no saber qué nos pasa, eso es lo que nos pasa”.
La llamada “memoria histórica” requiere una cuidadosa introspección, de modo que cada miembro del nosotros que la integra se asegure de haber elaborado un concepto de sí mismo y de la propia historia, que contemple con objetividad el pasado y que se proyecte con realismo hacia un futuro, abierto y realista, libre de prejuicios. Este ejercicio de recuperar la memoria no se puede realizar sino es en lo social y para quien tiene experiencia religiosa, y sobre todo cristiana, la memoria y el recuerdo son fundamentales.
En lo social no podemos entender la memoria individual de una forma solipsista, en la que solo estamos seguros de la existencia de lo que somos conscientes, sino como un hecho necesariamente social; Paolo Jedlowski[3] en su texto Memoria y sociología, define la memoria colectiva como: “el conjunto de representaciones del pasado que todo grupo produce, institucionaliza, custodia y trasmites a través de la interacción de sus miembros”. Toda sociedad, colectividad, grupo o movimiento social elabora un imaginario del pasado que se revive a través de prácticas narrativas, rituales y discursivas, Peter Berger y Thomas Luckman, en su libro La construcción social de la realidad (1966) nos explican que la memoria colectiva o social se entiende como una dimensión del proceso de construcción social de la realidad y sus formas de legitimación.
Si partimos de esta configuración de la memoria individual y la memoria colectiva ¿Qué tipo de identidades en el nivel familiar, social, nos ha dejado esta situación pandémica? ¿pasará sin dejarnos huella? ¿sin construcciones de identidades más fuertes, de comunidades más solidarias? ¿sobreviviremos?
En el ámbito religioso el recuerdo y la memoria sostienen el mithos de cada culto. Cada religión tiene un núcleo místico fundante que es lo que le da identidad, y la única manera de mantener vivo ese núcleo es por el recuerdo, fruto de la memoria de las personas que tienen esa experiencia mística. Por eso Moisés, que sabía que el pueblo olvidaba con mucha facilidad, le insistía a su pueblo “¡Acuérdate Israel ¡”. Toda la religión judía es rememorar ese acontecimiento salvífico. En el Yad Vashem de Jerusalén se lee una frase que dice: “El olvido conduce al destierro; el recuerdo acelera la redención”. En la experiencia cristiana es fundamental el recuerdo y la memoria del resucitado. La Eucaristía es un memorial que nos vincula a los otros iguales y diferentes a vivir como aquel que dio la vida por nosotros y que lo celebró en aquel mandato “hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19). Y la memoria del resucitado no es un simple recuerdo, sino el dar la vida por los demás.
Algo le sucedió al mundo y a nosotros, a nuestra familia, a nuestra sociedad. Pero ¿qué nos cambió? ¿para qué nos preparó? ¿qué aprendimos de los que vivieron junto a nosotros? ¿en qué adquirí más experiencia? ¿y los muertos, dónde quedaron? ¿realicé lo que soñé al principio de la pandemia? ¿cuál es mi memorial?

Cartel de Hugo García Sahagún, profesor de Diseño