La formación ignaciana para estudiantes universitarios es una invitación abierta para acercarse de manera compartida y experiencial a algunos rasgos de esta espiritualidad que surge de experiencia de vida de San Ignacio de Loyola a identificar aspectos de la espiritualidad ignaciana ya integrados en su modo de proceder y otros que seguramente se sentirán invitados a incorporar
El semestre Otoño 2022 ha comenzado y con ello las actividades en el campus, por lo que retomamos nuevos ritmos y espacios. Esta nueva dinámica nos permite encontrarnos con nuevos rostros, espacios, personas, y cada uno empieza a tener sus propias rutinas de acuerdo con sus horarios y tareas.
Los nuevos miembros de la comunidad universitaria podrán ir descubriendo diferentes instancias que el ITESO brinda para enriquecer y fortalecer la formación profesional. Uno de estos espacios es el Centro Universitario Ignaciano (CUI) que, a su vez, ofrece distintos programas y proyectos que tienen como propósito dar a conocer, compartir y experimentar lo referente a la espiritualidad ignaciana.
La Formación Ignaciana para estudiantes universitarios es una invitación abierta para acercarse de manera compartida y experiencial a algunos rasgos de esta espiritualidad que surge de la propia experiencia de vida de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús (Jesuitas). Los participantes de este programa podrán identificar desde su experiencia de vida aspectos de la espiritualidad ignaciana ya integrados en su modo de proceder y otros que seguramente se sentirán invitados a incorporar.
A continuación, comparten su testimonio dos compañeras y un compañero, recuperando parte de su experiencia en relación con la Formación Ignaciana y cómo esto ha logrado incidir en su caminar universitario. Ellos son Camila Bernal, estudiante de octavo semestre de Psicología; Ricardo Corona, estudiante de octavo semestre de Gestión Cultural; y Brenda Valdez García, estudiante de noveno semestre de Ciencias de la Educación.
De Chiapas a Buenos Aires
Por Camila Bernal
Escribo entre Chiapas y Buenos Aires, con el corazón en el Proyecto de Aplicación Profesional (PAP) y los pies en el intercambio académico que voy comenzando, tratando de entrelazar en mi vida dos experiencias que entre evidentes contrastes me tienen a mí de por medio; son mi vida y mi cuerpo el puente que conecta dos mundos que no podrán estar separados nunca más. Me doy cuenta, así, que los últimos cuatro meses de mi vida son una síntesis espiritual.
La espiritualidad ignaciana me ha acompañado durante básicamente toda mi vida, sin embargo, en los últimos cuatro años ha sido fundamental para desenvolverme en la universidad ya que me ha regalado tres herramientas para estar en el mundo: comunidad, silencio y discernimiento.
En mayo de este año llegué a Chilón, Chiapas, a hacer mi PAP en Yomol A tel, que es un grupo de cooperativas de economía social y solidaria a las que pertenece una de las cafeterías de nuestro campus: Capeltic. Durante dos meses colaboré en la construcción de un programa de formación para jóvenes tzeltales que busca desde su propia cosmovisión del mundo ofrecer una alternativa a las y los jóvenes, una propuesta de formación integral focalizada en los procesos de cuidado y valor del campo.
Chiapas, más allá de ofrecer una experiencia académica, me dio algo que no tiene precio en el mundo: la oportunidad de soñar en comunidad. La comunidad de Chilón me enseñó a mirar detrás de los corazones de cada persona un panorama de sueños posibles, en la medida en que se camine en conjunto hacia ellos. Durante el tiempo allá aprendí que lo fundamental de la vida está en la manera en la que nos miramos, las luchas que elegimos y cómo ponemos nuestra vida como medio que sirva a la comunidad.
En un abrir y cerrar de ojos, mis maletas de Chiapas se convirtieron en las de Buenos Aires. Con el corazón revoloteando, desbordado de amor y agradecimiento, instalado en aquel lugar que tanta vida me dio, me tocó partir a mi intercambio, con esperanza y la certeza de que Chiapas me había recordado la importancia de soñar.
De la pequeña comunidad a la inmensa capital del intercambio de miradas, a la prisa de las paradas, de lo sencillo a lo complejo, de lo familiar a lo nuevo. Mi vida desde que pisé Argentina ha sido silencio. Aprendí que, en medio del ruido, la incertidumbre, el movimiento y la novedad, antes que direccionar mis pasos había que escuchar mi respirar.
El silencio hoy es mi aliado, me permite hacer pausas, caminar a mi ritmo, escuchar mis miedos y mis anhelos, recordar mis motivos. El silencio y yo nos hemos vuelto aún más amigos. Gracias a él, he descubierto que, entre Chiapas y Buenos Aires, estoy yo de por medio, es mi corazón el que vincula las diferentes experiencias de mi vida, sacando de cada una de ellas lo necesario para caminar hacia donde sueño, un lugar que en el silencio mismo me he dado cuenta de que es comunitario.
¿Qué tienen en común Chiapas y Argentina? ¿Qué une la comunidad y el silencio? ¿Cómo puedo ser yo en ambos lados en tan poco tiempo?
En lo más profundo las preguntas me remontan a mi historia, a mis elecciones, a mis sueños; a través del discernimiento aprendido desde la espiritualidad ignaciana. Siento, entonces, que hace tiempo encontré aquello que me mueve la vida, aquello que San Ignacio llamaría el principio y fundamento, el amor que me mueve, que me lleva al encuentro.
El discernimiento, es una herramienta que me adentra en el silencio para llevarme a la comunidad, un encuentro que me implica elegir cómo quiero estar, cuánto quiero amar, cómo me quiero entregar. El discernimiento es la herramienta que me permite transitar y descubrir que esté en dónde esté tengo herramientas para elegir amar.
Mi vida espiritual, siempre en movimiento, me ha regalado la certeza de que no importa dónde esté si entrego el corazón completo, en el ruido y el silencio, lo pequeño y lo inmenso, en la pausa y en la prisa, nada vale más la pena que amar a cuerpo entero, sabiendo que el puente para transitar siempre será mi propia vida comprometida con el encuentro.
Reconociendo senderos
Por Ricardo Corona
Soy Ricardo Corona, estudiante de octavo semestre en la licenciatura de Gestión Cultural y compartiré con usted, querido lector, querida lectora, cómo mi experiencia universitaria ha sido permeada por la formación ignaciana y de qué manera influyó en mi viaje de intercambio académico.
Ingresé al programa de Voluntariado que ofrece el Centro Universitario Ignaciano (CUI) casi al mismo tiempo que comencé a tomar mis clases en el ITESO y, desde ese momento, inicié este grato caminar acompañado de los valores ignacianos y de personas que hasta la fecha siguen siendo faros que me guían.
Una de las principales cosas que aprendí fue el identificar las acciones que nos conducen a una solidaridad real, aquella que se aleja del asistencialismo y que ve a los inmigrantes, a los indígenas y a los pobres como sujetos incapaces de valerse por sí mismos. Dicha solidaridad se vive cuando acompañamos a las personas en sus procesos, nos sumergimos con ellos en su contexto y buscamos juntos, en comunidad, la manera de solucionar las problemáticas que nos aquejan. También descubrimos que nada es ajeno, y que lo que afecta a otros, también lo hace a nosotros. Siempre tenemos que buscar el bien común en nuestra sociedad y si solo una persona no vive dignamente, no cuenta con acceso a algún sistema educativo, de vivienda o en situaciones de paz, estamos viviendo en un mundo injusto.
Realicé mi intercambio académico en Ecuador gracias a la Beca AUSJAL (la cual busca fortalecer la internacionalización, como un instrumento que suma a la calidad educativa de las universidades jesuitas de la región, mediante una contribución al proceso de enseñanza-aprendizaje de clave intercultural) y no solo me maravillé con sus paisajes, la mega biodiversidad y su diversidad cultural, sino que también recapacité en los diversos conflictos sociales por los que pasó y sigue pasando el país. La criticidad es algo que se trabaja constantemente y requiere de un entendimiento de lo que sucede en el territorio que estamos habitando para poder plantearnos posturas y buscar las maneras de actuar. Estando allá participando constantemente en proyectos de intervención social era un requisito ser crítico y discernir lo vital, aquellas cosas que beneficiaran a las comunidades y nacieran de necesidades reales. De esta manera pude vivir un intercambio más rico en experiencias, trasladando mis conocimientos y nutriéndome de los nuevos. Porque lo nuevo nutre y no suplanta.
Sin duda mi intercambio académico fue una experiencia significativa y marcó un antes y un después en mi vida gracias a la formación ignaciana que me dio el CUI, ya que pude potenciar la manera de relacionarme con las personas y la naturaleza. Incorporando la importancia del cuidado de la Casa Común, las luchas de los pueblos indígenas del Abya Yala (América) y las consignas de protesta que aún retumban en mi memoria de los compas universitarios que cantaban mientras marchaban hacia la Plaza del Teatro.
Formación ignaciana: lentes y brújula en mi vida
Por Brenda Valdez
Al haber pasado gran parte de mi vida en escuelas jesuitas, aproximadamente diecinueve años, mentiría si dijera que el modo de proceder – educar, acompañar, proponer – ignaciano no ha dejado huella en mí.
Para mí, la formación ignaciana ha significado construir unos “lentes” a través de los cuales veo la realidad, una realidad diversa. Por un lado, llena de injusticias, desigualdades, odio y destrucción, pero, por otro lado, repleta de personas queriendo construir un mundo de más amor y armonía, llena de amistades, risas y buenos ratos. No intento describir una realidad a modo de blanco y negro, por supuesto que, en esos extremos, hay grises, pero la formación ignaciana me permite ponerme los lentes para observar bien esta realidad y no ser indiferente ante ella. Sobre todo, me enfoca a ver a aquellos y aquellas que sufren y son vulnerados y me cuestiona: ¿qué hago yo ante esa realidad que me atraviesa?
Diría que la formación ignaciana me invita a mirar dentro de mí, ver mi propia escala de grises y trabajarla para entonces, salir al mundo con más conciencia y claridad de por dónde sí puedo ir para aportar al cambio de esas realidades.
Ahora, que estoy en línea de egreso, puedo decir que la formación ignaciana, además de haberme dado esos lentes, también me ha dado una especie de brújula de lo que quiero hacer con mi vida, con mi profesión, allá afuera, después de las paredes de la universidad. Pues al ponerme en contacto con esas otras realidades, diferentes a la mía, ya me es imposible hacer como si no existieran. La formación ignaciana me da norte y me lleva a hoy elegir seguir sumándome con otras personas para construir ese mundo que soñamos, donde otra manera de vivir sí es posible.
La verdad es que sigo descubriendo lo que significa eso de vivir de acuerdo con la espiritualidad ignaciana, pero sin duda, es una opción que me ha sacudido el corazón y mi forma de pensar, creo que deja una importante huella en mi vida. Estoy agradecida con ella porque esa formación que recibí me ha traído hoy hasta aquí, a ser quien soy hoy, a rodearme con personas que sienten igual y me da una especie de horizonte para seguir en este caminar.