La nueva forma de gobernar de Donald Trump representa una amenaza al sistema de confianza y equilibrio aparente con el que se habían llevado las relaciones entre naciones desde finales de la Segunda Guerra Mundial
Desde el 20 de enero no ha pasado un día sin que Donald Trump nos arranque un suspiro, ahogue un respiro o nos haga atragantarnos con el café mientras leemos las noticias. Pareciera que tiene el firme propósito de destruir los esquemas con los que el mundo se ha gobernado en las últimas décadas, y al romper nuestros referentes nos sumerge en el mar de la incertidumbre y la desesperanza.
Ya sea dinamitando el andamiaje institucional de protección a los Derechos Humanos en Estados Unidos, amenazando la estabilidad del sistema comercial internacional o proponiendo una limpieza poblacional en Gaza, su actitud al frente del gobierno de la potencia más poderosa del mundo se perfila como una amenaza a la estabilidad mundial.
Equilibrio de poder
La nueva forma de gobernar de Donald Trump representa una amenaza al sistema de confianza y equilibrio aparente con el que se habían llevado las relaciones entre naciones desde finales de la Segunda Guerra Mundial. Y hablamos de apariencias porque tampoco podemos afirmar que durante los últimos 70 años las instituciones internacionales han garantizado la paz y la armonía en el mundo. Sin embargo, estas estructuras emanadas de la cesión de soberanía por parte de los Estados, a cambio de certidumbre para negociar y cooperar, han evitado el estallido de otra guerra mundial, a lo que también podemos llamar la ruptura del equilibrio de poder. Pero ¿a qué nos referimos con equilibrio en política internacional?
Frente a la ausencia de un gobierno mundial el mundo se organiza a partir del equilibrio de fuerzas de los actores internacionales que ostentan la acumulación de recursos de poder: armamento, producción económica, capacidad de consumo, desarrollo de tecnología e inclusive influencia cultural, son algunos de los recursos con los que las potencias juegan en el tablero internacional, construyendo un andamiaje de alianzas y acuerdos en los que se comprometen a no usar estos recursos en contra de sus contrapartes, a cambio de colaborar para alcanzar objetivos a los que no pueden llegar de manera individual.
Un ejemplo de ello es la Organización Mundial del Comercio. Los países que suscriben ese acuerdo se comprometen a respetar reglas bases que garantizan un marco certero sobre el que puedan intercambiar mercancías. En la esfera nacional, esta base la ponen las leyes e instituciones emanadas de los gobiernos naciones, a quienes el Estado de Derecho les faculta para sancionar a quien no se sujete a esas normas. Sin embargo, en la esfera internacional no existe la dimensión coercitiva, pues los acuerdos parten del sistema de confianza de quienes los suscriben y no de la autoridad que otorga al estado el contrato social. Sin poder coercitivo, el incentivo que tienen las partes para suscribirse es precisamente la posibilidad de alcanzar escenarios que no podrían lograrse de forma individual.
El toro en la habitación
Otro ejemplo de esto es la alianza entre Estados Unidos, Canadá y México en el marco del TMEC. Tres países que comparten fronteras deciden ceder sus prerrogativas para controlar el tráfico de mercancías, a cambio de fortalecerse como región en el mercado internacional. Pero de buenas a primeras, uno de los socios, decide romper estos acuerdos y utiliza la amenaza para doblegar a los otros dos, en función de sus propios intereses. La confianza empieza a debilitarse y el equilibrio se pone en riesgo.
El despliegue de fuerza en la frontera y la revisión de las condiciones comerciales entre los tres países son acciones que podían conseguirse desde el entendimiento, la negociación y la diplomacia. Trump opta por un modelo agresivo que aboga por la inmediatez y la mediatización de los resultados. Frente a estos escenarios, actuar con cautela y prudencia se vuelve un recurso necesario para frenar la amenaza a la confianza y el equilibrio de poder internacional.
Muestra de ello es la diferencia de escenarios entre las reacciones de Colombia y México hace unos días. Mientras que en Colombia se ha desatado una crisis política por la respuesta de su presidente Gustavo Petro a la amenaza, en México se han cerrado filas en torno a la manera cautelosa con que se respondió al chantaje arancelario.
Es seguro que la estrategia trumpista de estirar los límites de convivencia con sus vecinos será una constante en los siguientes cuatro años. Será como convivir con un toro en una habitación. Además de la templanza para enfrentar esta situación, tendremos que pensar ¿cómo llegó este toro hasta aquí?, y reflexionar si esos marcos de referencia que vemos amenazados por su presencia realmente pueden prevalecer. El imperio soy yo.
Pero ojalá todo se tratara de intercambio de mercancías y efectivos en las fronteras. Al otro lado del mundo una amenaza peor se cierne sobre Gaza. La idea de vaciar un territorio de su población para construir un nuevo espacio productivo no es nueva en la historia. Lo hicieron los grandes imperios europeos durante sus siglos coloniales en América, África, Asia y Oceanía, que en su afán por competir nos arrastraron a la Guerra Mundial. Y precisamente de esa experiencia emanó el sistema de política internacional que ahora se ve amenazado.
Y es ahí donde el síntoma de apariencia emerge. Ese sistema al que hoy le lloramos con nostalgia le ha fallado a muchas causas y pueblos del mundo. Lo que hoy se vive en los territorios ocupados de Medio Oriente es consecuencia de décadas permisivas a la ruptura de la confianza en las instituciones por parte de los autores de la tragedia del pueblo palestino. Las instituciones internacionales, como la soberanía territorial de los pueblos, están tan desgastadas que hoy es fácil para Trump imaginarse emperador del mundo, atribuyéndose la facultad para disponer del destino de más de dos millones de personas.
Ese límite ya se ha estirado lo suficiente y el terror que ello genera, solo ha aumentado la inacción de la comunidad internacional. Hoy es Gaza, pero mañana puede ser Groenlandia o Panamá. Es tiempo de mover la reflexión y el análisis a otros lugares y dejar de refugiarnos en explicaciones limitadas, como que esto es consecuencia del populismo o de la agenda woke, para pensar en serio sobre el futuro que queremos, no solo como grupo, sino como humanidad. Para volver a identificar los problemas comunes y urgentes, pero sobre todo para reconstruir la confianza en el diálogo y la cooperación como medios para alcanzar metas a las que no podemos acceder de manera individual.