Mirar atrás, a lo que ha sido este raro y, definitivamente, inesperado año, es un ejercicio que pocas veces me he dado el tiempo de hacer. Siendo sincera, cuesta mucho. Quizás por eso siguen en blanco aquellas hojas que aparté en enero para escribir una especie de “cierre” del 2020.

Por Diana Araceli Pérez González,  egresada de Relaciones Internacionales.

Por un lado, está la inmediatez del mundo que no se detuvo. Esa que se filtra hasta por el más diminuto resquicio y bombardea diariamente con millones de publicaciones y mares de información. Es difícil parar cuando todo alrededor sigue girando, haciendo, produciendo… Y, por otro lado, está el reconocernos desde los cambios que poco deseábamos, desde las ansiedades y angustias que desconocíamos y se desbordaron con la pandemia. Personalmente, resulta complicado aceptar el dolor que nació dentro del encierro de cuatro paredes –y también del cuerpo propio–, sobre todo cuando consideras que tienes mucho por qué agradecer: comida calientita, familia sana, posibilidad de trabajar y estudiar desde casa y mucho pasto para caminar descalza.

Hay cosas que la pandemia ha quitado, eso es cierto. Como haber vivido mi último año de universidad cerca de las personas que quiero y no detrás de una computadora. O la vida y presencia física de cientos de miles de personas que amamos y se fueron demasiado pronto. O los juegos de recreo para divertirse y despejarse un rato que muchas niñas y niños siguen anhelando. Las pérdidas entristecen al corazón y a veces no es sencillo mirar lo que sigue doliendo, más cuando se ha negado o escondido.

Sin embargo, si lo hago con cariño, eso de mirar (y mirarme) en retrospectiva, puedo escribir unas cuantas cosas que la pandemia también ha dejado. Como las plantas que empecé a cuidar y la costumbre de observarlas crecer, conocer el lenguaje del bordado, ser testigo de las fases del árbol de mango del vecino, escuchar las carcajadas de mi mamá durante las partidas de Rummy y al fin poder leer “La Venas Abiertas de América Latina” completo. Mas hay una cosa especial, un aprendizaje de pandemia que merece ser nombrado: se trata del sentido de ser acompañada.

No es la primera vez que me doy cuenta que el verbo acompañar es posible incluso en la distancia. Mantener una relación de pareja desde diferentes geografías me llevó a experimentar esa posibilidad, con la disposición de un querer mutuo que agradezco. Pero, creo que estos últimos meses me han mostrado con mayor profundidad el significado de vida que guarda esta palabra. Tal vez antes no pensaba en ello, entre el ajetreo cotidiano y la normal sensación de estar rodeada de personas, sin distancias ni aislamientos.

En lo personal, podría decir que, cuando la alegría brota en nuestros días, es fácil sentir que las personas están ahí, de una u otra manera. Se percibe con más claridad ese amor que nos rodea y que también nos mueve dentro, como si estuviera arropado por un cierto resplandor. Sin embargo, cuando el corazón duele, cuando la realidad pesa y se tiene miedo o tristeza, esa claridad se torna un poco brumosa. Termina siendo difícil encontrar el sol entre tantas nubes grises, y vaya que la pandemia ha nublado bastante.

Entre nosotras no sólo está la coincidencia de habernos topado con la Espiritualidad Ignaciana en algún momento del transitar universitario, sino también lo común de los cambios e incertidumbres que vienen después de graduarse, más en tiempos convulsos como estos.

Pero siempre hay rayitos de sol, tal vez sólo sea cuestión de asomarnos un poco para encontrarlos.

Para mí, uno de esos rayitos ha sido la pequeña comunidad de discernimiento ignaciano que hemos construido personas recientemente egresadas del ITESO. Entre nosotras no sólo está la coincidencia de habernos topado con la Espiritualidad Ignaciana en algún momento del transitar universitario, sino también lo común de los cambios e incertidumbres que vienen después de graduarse, más en tiempos convulsos como estos. Así, desde hace unos meses, cada noche de lunes se ha convertido en un verdadero encuentro. Un espacio que, aún siendo virtual, nos ha llevado a disponer cuerpo, mente y corazón para descubrir la vida que se teje en el acompañarnos.

Me he dado cuenta de esto último cuando nos preguntamos cómo llegamos y cómo nos vamos en cada sesión. Cuando alguien viene de un día cansado y aun así termina yéndose con un poquito de luz por haber estado, haber escuchado, haberse movido con la otra persona. La inmediatez que mencionaba al inicio se para un ratito en nuestro día para “estar con” los otros y con nosotros mismos. Puedo ver como nos permitimos salir a encontrarnos y compartir, desde nuestras propias historias de vida y nuestro andar cotidiano, aquello que regocija y también aquello que duele. Y al escucharles y escucharme, noto ese “con-moverse” del corazón que vivifica el espíritu, en el que los corazones de unos se mueven con el corazón del otro, y viceversa.

Creo que el significado de acompañar y ser acompañada reside en eso, en el “estar con el corazón”. Saber que lo que se vive sí, es personal, mas no es sinónimo de que sea solitario. Quizá mi definición parezca corta y simple, pero algo que he aprendido desde la Espiritualidad Ignaciana es que ese “estar con” guarda en sí la profundidad de la disposición al encuentro, aquella que nos lleva a reconocer al otro corazón y la historia que carga en su interior. Sin duda, hay algo muy bello en el acompañar, en el ir hacia fuera. Pero también veo algo muy sincero y valiente en el dejarse acompañar, en abrir lo de adentro con todo y nuestras limitaciones, cansancios y heridas, a un mismo cariño.

A veces también me gusta pensar en este acompañar como las manos que se reúnen a tejer, con la paciencia y el amor que conlleva tal proceso. Siento que, al final, cuando se “está con el corazón”, se teje comunidad, sea chiquita o grandota. Es lo que he percibido estos meses con este y otros grupos y personas, aun cuando la cercanía física y los abrazos se hicieron menos recurrentes. Porque acompañar es hilar, con cada uno de los corazones, redes que acogen, cuidan y sostienen la vida en sus múltiples formas.  Tejer-nos hace que la esperanza se asome y que aquello que se carga, en nuestro vivir y realidad, sea un poco más llevadero.

Descarga el cartel de Hugo García Sahagún

Diana Araceli Pérez González, es egresada de la Licenciatura en Relaciones Internacionales.