El formar parte de la comunidad de discernimiento de egresados del Centro Universitario Ignaciano ha permitido al autor entender que para encontrarse a sí mismo debe abrazar todo lo que fue y abrirse a aquello que será para encontrar sus verdades y sus caminos
Por David Eduardo Gutiérrez Guerra, egresado de Ingeniería Mecánica por el ITESO
Hacer silencio en los agitados y movidos días de los últimos años, en especial como recién egresado, ha pasado por ser un reto, una tarea rutinaria, una molestia que provoca miedo y frustración, pero, sobre todo, por ser el momento más bello de mi día, el momento en el que me reconozco solo y a pie.
Cuando uno recién sale de la carrera, suele hacerlo lleno de ganas e inspiración por realizar, probar, conocer. No solemos poner atención al hecho de que estamos por concluir lo que hemos venido realizando toda la vida: aprender. Incluso teniendo un trabajo u otros proyectos nos vemos inmersos en una rutina que, para bien o para mal, tenemos bien integrada: la rutina de aprender, que es una etapa de prueba y error. Incluso si el contexto cambia, el fin último se mantiene: aprender y pasar a lo que sigue.
A lo largo de esta “rutina” se nos presentan guías o mentores que nos van brindando apoyo para encontrar nuestro camino. Para algunos que tenemos el privilegio y la bendición de poder estudiar, estas guías, en las primeras etapas de vida, se presentan en forma de maestros y maestras, programas de estudio o acompañantes. En mi experiencia personal, fue en los primeros 20 años de vida cuando más me apoyé en ellos. Esta fue la etapa de la vida en la que, por falta de conocimiento y experiencia, solía recurrir al exterior para recibir ayuda, para decidir o para, al menos, obtener una pista de cual opción me “convenía más”.
Fue al momento de graduarme cuando estos guías cumplieron su ciclo. Me quedé con la completa libertad y responsabilidad que conlleva elegir mi camino, decidir qué haría por mí y para mí. Era mi responsabilidad decidir qué quería hacer y cuándo quería hacerlo. Ya no había un camino marcado.
Para mí, como para muchos de mis contemporáneos, la experiencia de graduarme fue algo complicada. No solo estaba terminando con la actividad que había realizado a lo largo de mi vida, sino que también me encontraba en búsqueda, pero no me daba el espacio ni tiempo para reconocerlo; en otras palabras, estaba caminando de noche y no quería abrir los ojos. Mi primer impulso fue buscar una guía, después de todo, eso me había servido anteriormente. Sentía nostalgia por algo de luz que me permitiera divisar los múltiples caminos que se me presentaban.
Me fue muy fácil encontrar caminos marcados. En una época en la que somos constantemente bombardeados por información, todos y todo estaba dispuesto a decirme qué opción me convenía más. Opciones que solían estar en disonancia una de la otra, opciones que inmediatamente descarté, opciones que parecían buenas en un momento, pero al indagar más me percataba de que no era lo que buscaba, etc. Cada vez me sentía más y más perdido, me sentía en una especie de náusea, un pánico existencial que me traía en espiral. Pero, en medio de todo esto, se mantenía constante una sensación, una luz tan tenue como la luz de una vela. Yo intuía que todo el ruido que estaba recibiendo del exterior no me permitía escuchar la respuesta a mis preguntas, pero no hacía caso, pues no sabía qué me diría y eso me causaba pánico. Me encontraba en desolación.
Fue ahí cuando di con una pequeña comunidad de discernimiento ignaciano, una comunidad que hemos construido personas con contextos similares. Fue en este espacio en donde inicie la práctica real de lo que había aprendido de espiritualidad ignaciana, en conjunto con acompañamiento terapéutico y de las personas que forman parte de mi círculo cercano. Comencé a hacer discernimiento sobre un tema que tendría verdadera trascendencia en mi vida.
Fue en este espacio de compartir en comunión donde me encontraría con aspectos de mí mismo que había ignorado. Comencé a reconocer que había cambiado de una manera en la que no lo había buscado, que para encontrarme a mí tal y como soy, debía de abrazar todo aquello que era y lo que había sido parte de mí, y que debía tener apertura a aquello que sería.
Cada lunes por la noche, junto con los demás miembros de la comunidad, me disponía a hacer silencio, a habitar el anhelo interior y convivir con él. Al principio era difícil, entendía que para hacer silencio lo que debía de hacer era callar el ruido que aparecía en mi interior. Me encontraba luchando, tratando de eliminar la sombra interior que para ese momento entendía como un obstáculo, como algo que debía de evitar. No entendía, como lo menciona Pablo d’Ors, que los humanos no somos solamente belleza, verdad y bien, sino que también somos, de manera constitutiva, codicia (tener), ambición (poder) y vanidad (ser). Se nos educa de tal manera que creemos que es malo el integrar esos aspectos a nuestra vida. Las convertimos en sombra ya que no queremos que nos constituyan, escapamos de ellas. Poco a poco en el compartir de mis compañeras y compañeros fui comprendiendo esa verdad. No fue algo que me llegó de golpe, fue más como un susurro que lentamente subía de tono, a su propio ritmo.
Por medio de los ejercicios de discernimiento y de compartir lo que iba viviendo con las demás personas de la comunidad, fui encontrando mi centro. Me percaté de que la sombra no es algo que se debe resolver con el pensamiento o con la acción, sino que es algo que debe atravesarse, dejarle ser y mostrarse tal y como es. Esto último provoca mucho miedo y nos hace querer buscar refugio en el ruido, evitar el sufrimiento que podría causar verle de frente. Pero eventualmente comprendí que la única persona que me brindaría respuestas, tan completas e integradas a mi ser, como las estaba buscando, era yo mismo, mi maestro interior, alguien que solo me podía hablar en el lenguaje del silencio y a quien solo iba encontrar si atravesaba las sombras.
Ha sido de gran ayuda tener un espacio compartido con personas en contextos similares al mío y con una tónica espiritual en sintonía, personas con quienes el ejercicio de revirar y apuntalar a nuestros centros es algo que tenemos bien integrado, siempre entendiendo que el compartir del otro es sagrado. La comunidad de discernimiento está por cumplir un año y medio. Considero que todos, aunque seguimos aprendiendo, ya hemos hecho nuestro trabajo para que este espacio sea algo que nos aporte de manera constructiva y constitutiva. Algo que se siente desde el amor. La misma palabra lo dice: “a” prefijo que significa sin y “mor” que proveniente de mortis, que significa muerte, es decir, amor significa sin muerte. El discernimiento desde el amor es una experiencia que brinda luz y mucha vida. En una nota más personal, este espacio de comunión es donde he encontrado a Dios. Eso es Dios para mí, esa conexión que no pertenece a ninguno de los seres individuales, esa conexión que le permite a todo ser precisamente eso, el ser, la unión que constituye a todos los seres como un solo ser. Gracias a estar en comunión con mis compañeros y compañeras he podido ir encontrando mis verdades y mis caminos, Tal y como dijo el maestro Jesús “yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie viene al Padre si no por mí”.