El covid-19 es como una feria de incertidumbres, desconocimiento y propagación de información y de rumores. ¿Estamos agotados intelectualmente?
POR MARIO ÉDGAR LÓPEZ RAMÍREZ. PROFESOR E INVESTIGADOR DEL CENTRO INTERDISCIPLINARIO PARA LA FORMACIÓN Y VINCULACIÓN SOCIAL DEL ITESO
La pandemia por el covid-19 nos muestra con claridad que hemos entrado a un momento de agotamiento y de quiebre histórico del intelecto humano. Se trata de un límite en la capacidad de cognición del pensamiento, es decir, en la capacidad de encontrar dentro de la mente respuestas múltiples ante los problemas que enfrentamos. Los caminos del pensamiento se cierran. A pesar de la gran cantidad de escritos y de conferencias que se han desarrollado sobre los impactos sociales, económicos y ambientales generados por la propagación del virus, las reflexiones de los diversos pensadores alrededor del globo, se topan con un lugar común: hemos llegado a un momento altamente incierto, a una “feria de incertidumbres” como dice Edgar Morín, a una conciencia de lo limitado que ha sido nuestro conocimiento sobre el entramado de las cosas que conforman el mundo y que sostienen la vida, dando lugar a que enfrentemos una nueva era del “desconocimiento del conocimiento” tal como señala Enrique Leff y a una circunstancia en que “los expertos no pueden ponerse de acuerdo para darnos explicaciones”, según dice Leandro del Moral, solo por citar algunos ejemplos. En general el pensamiento sobre el futuro es una de las áreas que más está sufriendo al respecto, la futurología cognitiva pierde fuerza y esto lo explica una idea planteada por Boaventura de Sousa Santos: el límite consiste en que ya no podemos cargar más al pensamiento del futuro con los excesos civilizatorios que están ocurriendo en el presente, las alternativas y las respuestas de acción ante una crisis como la del Covid-19 deben venir de nuestra profundización de la experiencia presente.
El agotamiento del intelecto se debe, en buena parte, a que los caminos que puede tomar la civilización humana han quedado bastante definidos desde hace algunas décadas, concentrados en una encrucijada clave, a la que el covid-19 ha venido a dar relevancia y a la que el pensamiento no está pudiendo trascender. La encrucijada es esta: o nos reintegramos como humanidad fortaleciendo los lazos socionaturales que nos unen, o seguimos profundizando la fragmentación entre los seres humanos y de estos con la naturaleza. Dos caminos: la reintegración o la fragmentación, entre los que se encuentra en juego la vida misma. Es interesante la forma en que los pensadores reaccionan cuando se les pregunta sobre qué vías de solución vislumbran durante y después de la pandemia y no encuentran mucho más como respuesta: por un lado, nos dicen, se trata de volver a la solidaridad entre las naciones, entre los sectores sociales, entre los individuos y con la naturaleza; convirtiendo a la solidaridad en respuesta y en forma de acción inmediata. Por el otro lado, se presenta la opción de seguir con el consumo compulsivo, las distintas desigualdades sociales, la tecnología depredadora y la destrucción de la naturaleza. Algunos sintetizan este dilema como la elección entre el capitalismo neoliberal o la creación de un nuevo pacto entre sociedad-naturaleza. Y ya no hay mucho más por el momento.
Está suficientemente demostrado que el capitalismo global en su expresión más salvaje llamada neoliberalismo, construyó una práctica no solo de mercado y de consumo compulsivo, sino también todo un entramado legal, normativo e institucional para sostener su sistema, el cual ha logrado que el 1% de los individuos más ricos del planeta concentren la riqueza equivalente al 50% de la población mundial, ha generando la pobreza y la desigualdad más extrema que el mundo moderno occidental haya conocido; provocando el desmontaje de los servicios públicos por medio de la privatización de la salud, la educación y la vivienda; ha acaparado en circuitos de producción global los bienes naturales del planeta, comprando ríos, manglares, bosques y selvas; negociando con los genomas de los seres humanos y no humanos; imponiendo un modelo energético depredador que combina energías sucias y “limpias” al que se debe, en gran parte, la contaminación del agua, la tierra y el aire; y promoviendo una sociedad virtual basada en un mundo de ilusión que se aleja cada vez más de lo que ocurre con la base biofísica que sostiene la vida.
Ante este límite de la evolución intelectual impuesta por la práctica capitalista, la puerta que se abre es la de la acción con contenido ético y ya no solo el ejercicio del intelecto. La ética, que había sido desterrada del pensamiento racional cognitivo, se abre de nuevo paso: se trata de optar por la reintegración de la vida y de robustecer esta línea de pensamiento fortalecida con la práctica concreta de la solidaridad y del cuidado de la naturaleza; se trata de encarnar, de “poner por obra” en actos, las ideas que ya han sido colocadas en ese sentido. Y esta práctica no debe limitarse a la acción individual. Debemos exigir y proponer, con fuerza política, que las tecnologías, las leyes, las normas, las instituciones, las políticas públicas y las empresas sirvan a la vida y no a la muerte. Se trata de reconstruir la llamada koinonía: una comunidad de cuidado mutuo. No hay duda de que esta práctica se abrirá paso a costa de mucho dolor y enfrentamiento con el sistema capitalista global. No tenemos otra opción. Pero ha aparecido una nueva aliada en esta causa: la propia naturaleza que, reaccionando ante nuestros excesos, se ha transformado en un nuevo poder capaz de detener el poder humano alocado, por medio de manifestaciones como el cambio climático y la propia pandemia. Se trata de un nuevo poder natural “sin conciencia, pero con consecuencia”. Aliarnos a este poder puede reactivar el intelecto que se encuentra detenido por la encrucijada.