Conmemorar el Día del Trabajo a la luz de la pandemia nos deja identificar que luego de 135 años la organización insana del tiempo y los salarios precarios siguen siendo la condición en la que laboran millones de personas. Un futuro de salvación es, como diría Ignacio de Loyola, reivindicarles su derecho a la esperanza y unirnos a su esfuerzo de crear una realidad más humana, más digna.

Por Pedro Reyes Linares, SJ, integrante de la Compañía de Jesús y profesor del ITESO 

Desde hace poco más de un año se nos ha dicho que el mundo está en una situación de emergencia. Pero, estas situaciones también sacan la luz los puntos más sensibles de los tejidos sociales, donde se genera gran parte de las rupturas, porque sobre ellos se decide concentrar la mayor parte de las tensiones so pretexto de salvar al conjunto.  

Situación de emergencia fue la que reventó el 1º de mayo de 1886 en Chicago, cuando 6 trabajadores huelguistas, que reclamaban el derecho a una jornada de trabajo de 8 horas, fueron asesinados por un cuerpo de la policía frente a la fábrica McCormick. Muchos más fueron heridos. Su reclamo reflejaba la precariedad de décadas en que vivían las personas trabajadoras en Estados Unidos. Detrás de la pugna por la jornada de 8 horas, se incluían reclamos de seguridad en el trabajo, libre organización y participación equitativa en las decisiones sobre el centro de trabajo. En cada uno de estos reclamos, se hacía evidente la situación de emergencia que pesaba sobre los trabajadores por años. No era un vacío legal, pues la Ley Ingersoll había asegurado este derecho desde 1868, a raíz de una lucha en fábricas, calles y tribunales desde 1829.  20 años después de promulgada la ley, los trabajadores del American Federation of Labor seguían reclamando este derecho legislado, que se incumplía en todas las fábricas de Chicago, con jornadas excesivas hasta de 18 horas.  

Pero los días siguientes a la matanza en McCormick fueron todavía más graves. Se levantaron numerosas protestas por los asesinatos y en Haymarket la policía asesinó a 38 personas y dejó heridas a más de 200, so pretexto de la muerte de un policía por un artefacto explosivo. La prensa llamó, a su vez, a los trabajadores “asesinos” y “gentuza”, aludiendo a su condición de migrantes, repitiendo los mismos adjetivos que todavía acompañan estos actos de represión. Un juicio terminó las estrategias de represión estatal, condenando a muerte a cinco personas que fueron ejecutadas el 11 de noviembre de 1887. Tres personas más fueron condenadas a la cárcel, dos a cadena perpetua, y una a 15 años de trabajos forzados. El aparato estatal y empresarial, junto con la prensa de esos tiempos, se empeñó en formar un sentido común que descalificara los intentos de los movimientos laborales y sus organizaciones de establecer un orden de derecho y equidad en los mundos del trabajo. 

La defensa de la jornada laboral de 8 horas en el siglo XIX, con su colofón necesario de 8 horas de descanso y 8 horas de libre recreación de las personas, nos hace posible cuestionar los sistemas de trabajo que no respetan la organización sana del tiempo y los salarios precarios que hacen imposibles el auténtico descanso por segundas o terceras jornadas; podemos entonces imaginar una organización social del tiempo que nos libere de la tiranía de la prisa y nos permita el desarrollo de la creatividad, el gozo y la inventiva que caracterizan a la humanidad. 

A pesar de ello, estos acontecimientos y muchos otros semejantes en el mundo despertaron a multitud de agentes sociales que se pronunciaron, a contracorriente, en solidaridad con los trabajadores y sus demandas. La misma Iglesia de finales del siglo XIX, reconoció la legitimidad de estas demandas. Al inicio de la encíclica Rerum novarum, el Papa León XIII hacía un diagnóstico demoledor: “vemos claramente […] que es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa, ya que, disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores” (RN, 1). Las palabras del Pontífice en aquel 15 de mayo de 1891, tan cercano a los asesinatos en Chicago, hablaban de la esclavitud y voracidad (apoyadas en la omisión del estado y de las iglesias) que provocaban la terrible situación de los trabajadores, rechazaban las justificaciones que se usaban como sentido común para perpetuar la explotación: el beneficio que los dueños del capital hacían al dar empleo, el derecho a la propiedad privada, la validez de la discriminación por la diferencia nacional, cultural o étnica. Así también, el Papa recordaba el principio básico de justicia evangélica que pedía atender con solicitud y preferencia a quienes sufren esa “situación miserable y calamitosa”, pero sin olvidar señalar la causa de su miseria: “no solo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios” (RN, 1). El diagnóstico le valió en ciertos círculos que lo acusaran de colaborar con los comunistas.  

Resulta importante recordar estos acontecimientos, porque nuevamente nos encontramos en una situación de emergencia en los mundos del trabajo. No se trata solo de la situación excepcional de la pandemia, que ha sido más bien un lente de aumento para visibilizar dinámicas de explotación, apoyadas en un sentido común no muy distinto del que imperaba en 1886. La lógica actual que rige las relaciones laborales se nutre de relatos añejos que convierten al trabajo en mera propiedad individual que se compra y vende en los mercados, que califican de amenaza cualquier tipo de freno a la movilidad de capitales y la maximización de utilidades, y privilegian en la planeación del trabajo y los negocios, la mirada hacia los competidores, fomento a la codicia, como decía León XIII, que desfigura los principios más básicos de solidaridad social. El resultado, entonces y ahora, impunidad en despidos masivos, ineficiente o nula seguridad social, exposición a riesgos de salud y de trabajo, falta de inspección e incapacidad de las autoridades por garantizar la justicia laboral, nula o cooptada representación colectiva independiente, familias empobrecidas y destruidas. Contrarrestar estas situaciones y deshacernos de los relatos que las justifican, es lo que hace urgente la memoria de aquel mayo de 1886, como oportunidad para imaginar y desear una sociedad distinta a la que esos relatos pretenden imponernos 

Aquel de mayo, y los movimientos laborales y comunitarios de entonces y ahora, pueden darnos evidencia de que la organización colectiva en sindicatos no es una amenaza (como lo presentaba la prensa de su tiempo y nos lo presenta un sentido común muy arraigado en el país), sino una oportunidad de generar diálogos más equitativos donde se puedan determinar, con la mayor cantidad de voces interesadas, las condiciones de la vida laboral. La defensa de la jornada laboral de 8 horas en el siglo XIX, con su colofón necesario de 8 horas de descanso y 8 horas de libre recreación de las personas, nos hace posible cuestionar los sistemas de trabajo que no respetan la organización sana del tiempo y los salarios precarios que hacen imposibles el auténtico descanso por segundas o terceras jornadas; podemos entonces imaginar una organización social del tiempo que nos libere de la tiranía de la prisa y nos permita el desarrollo de la creatividad, el gozo y la inventiva que caracterizan a la humanidad. Las luchas de aquellos años para reconocer la dignidad de todas las personas que trabajan pueden ayudarnos a cuestionar los sistemas discriminatorios que todavía rigen en nuestras naciones y en los mercados de trabajo, convirtiendo en paraísos de explotación a actividades que son realizadas exclusiva o prioritariamente por quienes son calificados como “ilegales”, “indocumentados”, “temporales” o “de corta y precaria instrucción”. Estos tres son solo ejemplos. Hay mucho más que escuchar e imaginar, reivindicando nuestro derecho a la esperanza por, como diría Ignacio de Loyola, un futuro de salvación (EE 23) al que todas las personas hemos sido llamadas. Si hacemos caso a Ignacio, y consideramos a Dios como a quien trabaja (EE 236), podemos verlo encarnado en quienes reclaman esa otra vida en los mundos del trabajo, y unirnos a su esfuerzo de imaginar y crear una realidad mejor, taller de una humanidad nueva, más digna de las hijas e hijos amados de Dios.