En México y Latinoamérica, así como en otras partes del mundo, las expresiones artísticas han sido parte de los movimientos sociales.

POR SOFÍA RODRÍGUEZ

En México, la genealogía de las artes sociales y participativas que actualmente ocupan museos, galerías y el espacio público puede rastrearse hasta los movimientos de grupos y colectivos de arte crítico, comunitario y de resistencia de los años sesenta y setenta del siglo XX, e inclusive más allá, hasta los movimientos de las vanguardias modernas y sus manifiestos fundacionales. La idea de la acción colectiva como parte fundamental del proceso de las propuestas artísticas, afín a los movimientos ideológicos, sociales y políticos de inicios del siglo pasado, quedó plasmada de distintas maneras: desde el manifiesto Actual No. I del movimiento Estridentista en 1921, que proponía un arte “actualista” que respondiera a los estí- mulos de la experiencia urbana y borrara los límites ente el arte y la vida, o el Manifiesto del Sindicato de Obreros Técnicos Pintores y Escultores de 1923, del influyente y conocido movimiento Muralista, firmado por David Alfaro Siqueiros, que privilegia al arte público dirigido a la sociedad por encima del individualismo, hasta el espíritu que impulsó al Grupo de Pintores ¡30 30!, bajo la premisa de que el colectivismo era parte integral de la producción artística y como agente de transformación.

En Uruguay, las propuestas artísticas de finales de los sesenta y los setenta se materializaron en proyectos de resistencia a las dictaduras militares en los que la línea entre arte y activismo parecía desdibujarse. En el primer caso, el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, un grupo armado de guerrilla, hizo confluir el arte con el activismo: con un enfoque pedagógico y una ambición transformadora, sus integrantes hicieron uso subversivo de los mensajes mediáticos y de recursos teatrales en acciones militares, robos de bancos y de alimentos y secuestros para financiar la guerrilla o para el sustento de las comunidades. Con un sofisticado uso de los medios y la propaganda, establecieron parámetros iniciales para la estética del activismo y para los usos políticos del arte con fines sociales y revolucionarios.

En Argentina, en la dirección opuesta, desde la escena artística grupos y colectivos politizaron su trabajo transitando hacia el activismo y la denuncia: el grupo Artistas de Vanguardia organizó en Rosario y Buenos Aires la exposición Tucumán Arde en 1968, un manifiesto artístico e intelectual que llamaba a la creación de un arte total y social y denunciaba la represión, la censura y la complicidad de artistas e instituciones públicas que colaboraron con la dictadura. La exposición de arte conceptual a través de textos, panfletos, instalación, fotografía y carteles fue clausurada en Buenos Aires, e incluso algunos artistas fueron perseguidos por el régimen. Sin embargo, su influencia reverberó en propuestas estéticas en las siguientes décadas, en las que movimientos y asociaciones hicieron uso de los recursos puestos en práctica. Entre esas propuestas se cuentan las acciones de las asociaciones de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, por ejemplo, en su impulso a la obra El Siluetazo (1983), de los artistas Julio Flores, Guillermo Kexel y Rodolfo Agueberry, que dibujaron en plazas y espacios públicos las siluetas de 30 mil personas desaparecidas durante la dictadura.

Pieza de La Internacional Errorista, del colectivo Etcétera. Argentina, 2005

Arte, acción y resistencia en México

En nuestro país, los puntos de inflexión que han inclinado la vocación artística hacia la resistencia crítica y a la estética de la acción colectiva han sido las crisis y movimientos sociales. Uno de ellos fue el movimiento estudiantil de 1968. El asesinato de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco propició un cambio en la dinámica artística, antes enfocada en el trabajo plástico, hacia prácticas colectivas, lo que respondía al contexto represivo e intolerante y a su vez reafirmaba al arte como una expresión de disenso respecto al Estado y a los cánones artísticos que prevalecían en el gusto estético y el mercado. A través de asociaciones y colectivos artísticos denominados posteriormente como “Los Grupos”, jóvenes artistas —entre los cuales había participantes del movimiento del 68— abrazaron las manifestaciones críticas y conceptuales del arte, el minimalismo, la instalación, el performance y el arte comunitario, con un espíritu de transformación que retaba al control hegemónico del sistema. Algunos grupos, como Tepito Arte Acá, crearon vínculos vecinales con el barrio y con colectivos chicanos; otros, como Mira, El Colectivo, Germinal y No Grupo, se enfocaron en la colectivización del trabajo creativo, separándose de la idea del artista como un individuo; Mira, Taller de Arte e Ideología (tai), Taller de Arte y Comunicación (Taco) de la Perra Brava y Germinal enmarcaron su actividades en los movimientos sociales y sindicales y llevaron su activismo y proyectos formativos a las calles y a comunidades rurales, mientras que otros, como Proceso Pentágono, Tetraedro y Suma se embarcaron en procesos de experimentación estética, con un fuerte componente de crítica política, siendo uno de sus momentos clave su participación en la Bienal de París de 1977.

Un segundo momento de inflexión fue el surgimiento, en 1994, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en Chiapas, que denunciaba los efectos del neoliberalismo en las poblaciones más pobres del país, así como la exclusión de las comunidades indígenas del proyecto de nación. De modo similar a lo que habían hecho los tupamaros, el Subcomandante Marcos desplegó recursos teatrales y literarios en la creación de su “personaje” y de la narrativa del movimiento. De manera sorpresiva, el movimiento revolucionario se convirtió en una guerrilla de información digital con la que artistas y activistas de distintas partes del mundo se conectaron y difundieron por múltiples redes, como Ricardo Domínguez y el Electronic Disturbance Theater (1997).

El tercer punto de inflexión del patrón de respuesta artística a las crisis sociales tuvo lugar en 2006. Más de diez años después del movimiento zapatista, el movimiento social y artístico en el sur de México (en Oaxaca) reflejó la influencia revolucionaria y activista del movimiento zapatista. Ese año hubo una ruptura social y cultural que inició con la huelga de profesores y continuó con un levantamiento que tomó por completo la ciudad. La comunidad artística desplegó diversas estrategias para atender el conflicto, en un intento de abrir espacios de diálogo y articular soluciones en un contexto en el que la violencia y la represión habían salido de control. Un proyecto clave y de gran influencia en la respuesta artística al conflicto fue La Curtiduría, fundada por el artista Demián Flores y la curadora Olga Margarita Dávila, enfocados en la defensa de los derechos humanos, la creación de oposición política y en proyectos vinculados con prácticas comunitarias con videoartistas, activistas ecológicos y organizaciones culturales de distintas partes del mundo.

«Abstract of a definition of Mexico», de Eversiempre

Ese mismo año comenzó la llamada “guerra contra el narco”, desatada por el presidente Felipe Calderón y cuyas consecuencias se calculan, según un reporte de Amnistía Internacional, en más de 106 mil personas asesinadas y más de 29 mil desaparecidas. Los efectos de la sangrienta guerra, y la devastación de las vidas y del territorio, han dado pie a múltiples obras y proyectos, como ¿De qué otra cosa podríamos hablar?, producido por Teresa Margolles para el pabellón de México en la Bienal de Venecia en 2009, donde colgó al interior y al exterior del palacio mantas con la sangre de víctimas del conflicto recogidas de las calles de Culiacán; durante los días que duró la exposición, familiares de las víctimas, en un rito silencioso, se encargaban de rehumedecer los lienzos que guardaban la sangre y de trapear con esa agua ensangrentada las salas de exhibición del palacete. O como Nivel de Confianza, de 2015, de Rafael Lozano Hemmer, que se centra en los estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa en 2014, para relacionar los rasgos de personas del público con el rostro de uno de los estudiantes, otorgando un porcentaje o “nivel de confianza” en el parecido y haciendo así eco a la incansable búsqueda de los jóvenes por parte de sus familiares y la sociedad mexicana. Recientemente no sólo museos nacionales como el Museo Amparo y el Ex Teresa Arte Actual han dedicado espacios y conferencias para difundir y examinar este viraje en la producción artística, sino que la reflexión y la propuesta socialmente comprometida de Latinoamérica ha pasado a formar parte de las conversaciones y los espacios de las instituciones mundiales en el mundo del arte: los trabajos de artistas latinoamericanos como Ala Plástica, Mujeres Creando (bit.ly/mujeres_creando) o Tania Bruguera participan en exposiciones en distintos museos y galerías del mundo, así como Pedro Reyes, en la Lison Gallery en Londres, o Torolab, en el Moma de Nueva York, o los colectivos La Flor de Xochistlahuaca, de Guerrero, y Malacate Taller Experimental, de Chiapas, en Encuentro arte, cultura y exilio: caminos de la memoria en París.

Y desde las periferias simbólicas de la “materia oscura” que describe Gregory Sholette, los proyectos latinoamericanos constituyen sus propias narrativas del arte socialmente comprometido, que, por un lado representan las fuerzas de la discrepancia que permiten crear modelos de oposición a los modelos de interpretación de la realidad que definen a Europa y a Estados Unidos como el centro, y al resto del mundo como la periferia, como manifiesta Cuauhtémoc Medina. Y, por otra parte, examinan, deconstruyen y participan en la reconstrucción de la realidad, con la conciencia de que el arte refleja y reconfigura también las formas de ser y actuar en el mundo.