Si bien la muerte es una realidad que no se puede evitar, podemos afrontarla logrando la libertad de elegir nuestra propia vida, de asumirla y aceptarla con su belleza, sus posibilidades, sus riesgos, sus logros y su plenitud
La mirada de un moribundo es como la de un niño: cándida, transparente y verdadera. La mirada de niño es terrorífica, pues es la de la inocencia y, ante esa inocencia, vemos hasta qué punto no hemos amado el amor, hasta qué punto no hemos amado la vida (1)
En estos tiempos que corren, donde la muerte se nos ha acercado más que nunca, una reflexión sobre ella puede ayudarnos a tener más esperanza. Es obvio que hablar de este tema, y más en tiempo de crisis, no solo del covid, sino ante el drama de tantas muertes por la violencia en México, es algo que cuesta trabajo asimilar. Afrontar la experiencia de la muerte es difícil, porque nadie sabe lo que es morirse: “si estoy yo no está la muerte. Si está la muerte, no estoy yo”. (2) La muerte es una realidad que nadie puede evitar, entonces, ¿cómo se puede superar el miedo, la incertidumbre de lo que desconocemos? ¿cómo vivir este destino innegable? Sólo nos queda la vida para descifrar el final.
Cuando se vive con plenitud decidiendo el sentido de nuestra existencia, amando con profundidad, el final será un epílogo dichoso. Esto nos invita a hablar de la vida como construcción de nuestra muerte. Nos morimos como vivimos. La muerte no es el momento en que nuestro corazón deja de latir, sino el momento en el que recogemos todos los momentos de la vida y de entrega a los demás que hemos vivido para entrar en la dimensión de la vida plena. Cuentan que el poeta chino Li Po, gran amante de la vida:
salió una noche en su barca y se detuvo, extasiado, en medio del lago a contemplar la luna, ebrio ya de vino y hermosura. Tanto la deseó que, cuando vio su imagen reflejada en el agua, se lanzó desnudo a abrazarla. Así murió, feliz; para él la muerte no se oponía a la vida, ni pensaron sus amigos que fuera aquél un final absurdo, aunque pueda parecerlo a tantos ojos occidentales, temerosos de la muerte y adoradores de la eficacia. (3)
Cuando se vive con pasión, es necesario experimentar los momentos de renuncia y de muerte que conlleva ese fuego que nos quema por dentro y lograr ese estado místico, de iluminación, que nos lleva a vivir sueltos, sin apegos, ni dependencias y abiertos a gozar y sufrir sin tanta angustia.
Cuando viví en la Tarahumara pensé que ante aquellos paisajes de profundos barrancos y ante su cultura enigmática y profunda, como la mirada de sus habitantes, la muerte aparecía callada, natural y sin aspavientos. La muerte era la conclusión natural de toda una vida suelta, sin ataduras, de no aferrarse a nada ni a nadie, sino estar de paso y llegar con Dios Padre y Madre. Es una cultura donde no se maquilla nada, se vive al natural. Es una cultura que hace realidad lo que algunos poetas nos describen, como Blas de Otero, “vuelvo a la vida con mi muerte al hombro a crear espacios de amor y de alegría, de belleza y libertad”. Miguel Hernández, después de ver tantos jóvenes que morían heroicamente, aprendió esta verdad lapidaria: “Que morir es la cosa más grande que se hace”, o como dijo Miguel de Cervantes: “he visto morir mucha gente, pero ver morir aquellos que mueren por lo que amaron y sufrieron, muy pocos”. Por eso, el camino para afrontar la muerte es ir logrando la libertad de elegir mi propia vida, de asumirla y de aceptarla con toda todo lo que tiene de belleza, de posibilidades, de riesgos, de logros, de plenitud, aun sabiendo que se vive en la “insoportable levedad del ser”. (4)
Decirle sí a la vida, es decirle sí a Dios, sí al otro prójimo y a los prójimos que van cruzándose en el camino de nuestra existencia para que podamos compartirla, entregarla, celebrarla y salir victoriosos del miedo y de la inseguridad, y convertir la muerte en amiga y aliada, y poder decir como San Francisco de Asís: “Mi hermana muerte.” Cuando se vive con pasión, es necesario experimentar los momentos de renuncia y de muerte que conlleva ese fuego que nos quema por dentro y lograr ese estado místico, de iluminación, que nos lleva a vivir sueltos, sin apegos, ni dependencias y abiertos a gozar y sufrir sin tanta angustia. El poeta Blas de Otero nunca fue tan libre como tras haber padecido el misterio de Dios:
“Lloras sangre de Dios por una herida
que hace nacer, para el amor, la muerte.
Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió y rompió todos sus versos.
Así es, así fue ebrio de amor”.
El cristiano y todo ser humano va haciendo realidad, a través de vivir su propia vida, la promesa de Dios de que, en una vida entregada, en el servicio a los demás, la muerte no es el final de todo, sino la Resurrección que se despliega totalmente después de la muerte, pero se construye a lo largo de nuestra historia. Por eso, en nuestra historicidad, vamos realizando el proceso de Cristificación-humanización que hemos recibido como inserción en la vida de Cristo para que así como hemos vivido con Él, resucitemos como Él. Como dice San Pablo: “¿O es que ignoran que cuando fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos pues con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva”. (Rm 6, 3-4)
Dios se hace presente en todos los momentos importantes y profundos de nuestra vida, sobre todo en el último momento para que acompañados de su presencia entremos a estar en Él. A un gran amigo cuando estaba a punto de morir, le pregunté si estaba preparado para la muerte y me contestó: no, pero Dios sí está preparado para recibirme.
(1) M. DE HENNEZEL, J.Y. LELOUP, El arte de morir. Tradiciones religiosas y espiritualidad humanista frente a la muerte, Helios, Barcelona 1998, p.66. Los autores se refieren a la mirada con que seremos juzgados y al miedo al juicio al final de la vida.
(2) ibid.
(3) María Tabuyo en el artículo “ Con la muerte a los hombros” de la revista de teología pastoral Sal terrae 2005 .
(4) Frase de del título del Libro “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera, 1984.