Como desterrados de nuestro propio ecosistema, quienes llevamos una vida urbana difícilmente nos sentimos conectados con la naturaleza. La buena noticia es que podemos reconectarnos y recuperar esa plenitud que solo alcanzamos cuando nos convertimos en uno con nuestro territorio
De niñoviví en un entorno completamente urbano. Fue un poco antes de la pubertad cuando mi primera experiencia de campamento me hizo sentir fascinación por las historias de los grandes exploradores. En esa época llamaron especialmente mi atención la expedición de Tenzing Norgay y Edmund Hillary para llegar, por primera vez, a la cima del Everest; así como la competencia por colocar la bandera de su país en el Polo Sur, entre Robert Scott y Roald Amundsen, en la que el primero perdió la vida. Entonces soñaba con convertirme en un gran explorador y este sueño me llevó a buscar pequeñas aventuras que fueron transformando mi concepción de la vida.
Aún no nos cambiaba la voz cuando dos amigos y yo decidimos emprender nuestra primera expedición. Elegimos el Cerro del Gigante porque era el punto más alto que se alcanzaba a ver desde León, mi ciudad natal. Para prepararnos, compramos un mapa topográfico de la zona, una brújula y algunos manuales de supervivencia. Tras una muy solemne exposición, a pesar de nuestra total inexperiencia en el tema, convencimos a nuestros padres de que nos dieran permiso para hacer el recorrido que calculamos se podía hacer en dos días.
Cuando llegó el día, mi madre nos acercó en su coche a la orilla de la ciudad. Ahí, en donde se terminaba el pavimento, cargando solo con comida, agua y cuchillo, nos aventuramos entre cerros y rancherías en dirección al cerro. Tras un camino de varias horas entre matorrales y barrancos y un ascenso que requería un esfuerzo físico mayor a cualquiera que hasta ese momento hubiéramos realizado llegamos antes del atardecer a la cima y, sentados sobre la base de una cruz de madera, contemplamos en silencio el largo camino recorrido y más allá la ciudad en la que vivíamos. El haber llegado con dificultad a la meta, la estupenda vista y la sensación de estar en un lugar al que pocas personas tenían acceso convirtieron ese momento en una experiencia maravillosa.
Habíamos sobreestimado nuestras habilidades de campismo: no llevábamos más que un cuchillo y comida y, sin extenderme más, la lluvia, el frío y una serpiente de cascabel que decidió acampar en nuestro refugio nos impidieron dormir, siquiera un momento, durante la noche. Al día siguiente emprendimos el camino de regreso y, a pesar del cansancio, nuestra irresponsabilidad al bajar un barranco escalando sin cuerda de seguridad, un deslave de rocas que casi arrastra a uno de mis amigos hacia un precipicio y algunos raspones, llegamos sanos y salvos a la orilla de la ciudad, donde nuestros familiares nos esperaban para llevarnos a nuestras respectivas casas, en las que dormimos como nunca antes lo habíamos hecho.
Al día siguiente me levanté y, al salir de mi casa para dirigirme a la escuela, volteé mi mirada hacia el este y vi aquel cerro en el que había pasado la noche anterior, rodeado de pequeñas nubes. Aún ahora puedo recordar con claridad esa imagen de hace más de 25 años. A partir de ese momento, el cerro ya nunca sería el mismo para mí. Ahora con solo verlo se despertaba dentro de mí un profundo sentimiento de gratitud y reverencia.
Al llegar a la escuela y comentar lo vivido con mis compañeros, me di cuenta de que la mayoría de ellos nunca habían reparado en este lugar y que muy pocos conocían su nombre. También para mí había estado ahí, invisible durante años, pero ahora resplandecía y capturaba mi atención. En esos tiempos, bastaba voltear y verlo para que se aclarara mi mente y se ampliara mi perspectiva sobre lo que fuera que estuviera viviendo. A través de ese lugar había creado un vínculo con lo trascendente, un vínculo con Dios.
Erich Fromm dice que solo se puede amar lo que se conoce a fondo (Fromm, 2007). Aquel fin de semana me enamoré de ese lugar con sus árboles, barrancos y serpientes. Caminando, conocí ese cerro y el camino que lleva a él, pero, sobre todo, entré en contacto con esa parte de mí que me conecta con la naturaleza del planeta.
Con la memoria, vuelvo atrás en el tiempo para recordar esos momentos que fueron clave para convertirme en quien ahora soy y me doy cuenta de que el descubrir esa conexión que tengo con la naturaleza me confirma que los seres humanos somos seres espirituales, entendiendo que nuestra dimensión espiritual es aquella que nos permite desarrollar, lo que Francesc Torralba llama el sentido de unidad con el todo (Torralba, 2010). Y aunque gracias a la ciencia sabemos que todo ser vivo está conectado con el resto del planeta, la consciencia espiritual de esta unidad es lo único que puede llevarnos a vivir nuestra plenitud como seres humanos.
Cuando analizo la crisis ambiental actual a la luz de esta comprensión, me doy cuenta de que la vida urbana que llevamos la mayoría de las personas dificulta que nos hagamos conscientes de esa conexión profunda que tenemos con la naturaleza. Vivimos desterrados de nuestro propio ecosistema, viviendo en ciudades que muchas veces son inhumanas, que nos llevan a vivir en un aislamiento ecológico al que nos hemos acostumbrado. Cuando salimos al bosque, a la playa o a cualquier ecosistema equilibrado y comenzamos a sentir esa paz interna que solo nos da la naturaleza, muchas veces la pensamos ajena. Por decisión propia o por costumbre, nos hemos convertido en exiliados.
¿Cómo podemos reconectar con esa plenitud que solo alcanzamos cuando tomamos nuestro lugar en la trama de la vida? Un primer paso que sugiero es salir a caminar por la naturaleza que rodea nuestra ciudad. Adentrémonos en el bosque de la Primavera, caminemos por el Diente, recorramos la Barranca de Huentitán, subamos Cerro Viejo o el Chupinaya. Sí, para quien no esté acostumbrado a caminar fuera de la ciudad, será difícil, pero cuando regrese se dará cuenta de que esa dificultad se convirtió en fuerza y plenitud.
Si lo hacemos, tal vez un día, cuando avancemos por las calles saturadas de coches y volteemos la vista hacia estos lugares llenos de vida, descubramos que ahora nos sentimos parte de ellos, que tenemos una conexión profunda que nos recuerda la grandeza de nuestra propia naturaleza. Quizá un día salgamos de nuestra casa y al ver los cerros que rodean la ciudad, nos descubramos enamorados de nuestro territorio.
Bibliografía
Fromm, E. (2007). El Miedo a la Libertad. Paidos.
Torralba, F. (2010). Inteligencia espiritual. Barcelona: Plataforma.