Teóricamente, los partidos políticos deberían ser una palestra en la cual se dirimen los debates centrales y quedan representados los diferentes intereses sociales, pero en la actualidad es fácil percibir la enorme distancia que tienen los partidos políticos respecto a las personas y sus problemas, así como su incomprensión, desdén y poca apertura al diálogo para construir soluciones conjuntas.
Hoy más que nunca observo una notable tensión en los regímenes democráticos respecto a la confianza y legitimidad que deberían de inspirar. En particular, veo una terrible crisis en los cimientos representativos del Estado (mexicano). Teóricamente, los partidos políticos deberían ser una palestra en la cual se dirimen los debates centrales y quedan representados los diferentes intereses sociales. Esto para después canalizarlos dentro del flujo de la función pública para tomar decisiones que solucionen los principales problemas colectivos. Sin embargo, la realidad nos marca escenarios totalmente diferentes. En la actualidad es fácil percibir la enorme distancia que tienen los partidos políticos respecto a las personas y sus problemas. Asimismo, su incomprensión, desdén y poca apertura al diálogo para construir soluciones conjuntas. En campañas muestran esa cara, pero es sólo durante esa etapa coyuntural en la cual buscan los votos para llegar al poder; esta es su meta, la cual no es mala per se, pero que pierde su sentido cuando se le despoja del espíritu de servicio y del deseo de ayudar a las personas. Así, mi punto de vista es que los partidos políticos en nuestro país son realmente incapaces de representarnos y, además, no estoy seguro de que les interese.
En Jalisco acaban de ser aprobados dos “nuevos” partidos locales que, al igual que muchos otros, utilizan, casi frenéticamente, la palabra ciudadana o ciudadano como una estrategia de legitimación pública. Esa palabra, que debería de significar muchísimo más, ha sido pervertida en el discurso de los partidos (“viejos” y “nuevos”) con el fin de presentarse como “cercanos” o como supuestas opciones “diferentes”. La racionalidad de estos últimos es que existen partidos “tradicionales” a los cuales hay que contrarrestar formando más partidos “ciudadanos”, aunque esto signifique mayores costos. El dinero destinado a partidos políticos y a campañas es absolutamente inmoral y más considerando los actuales escenarios económicos. La pregunta es ¿Se necesitan más partidos? Desde mi perspectiva es un no rotundo. Sin lugar a duda es parte de derechos construidos el formar partidos, pero en la gran mayoría de los casos, por no decir todos, no representan nada nuevo, pero sí más carga eraria. Entre ellos vemos personajes que no tienen nada de “diferente” respecto al medio político, que han estado en él desde hace varios años y que hoy dicen representar una “nueva opción”. Quienes dicen llegar con ideas frescas y con un sentido renovado de servir, pero que al igual que el resto no cumplieron su primer encargo cuando ya están pensando en brincar al segundo.
Por lo tanto, no lo veo como un problema de colores, de número de partidos o de una supuesta pluralidad de opciones. Lo veo más bien como un problema de clase, pero particularmente de clase política. Un sector muy pequeño de la población que, a partir de diferentes ventajas (económicas, políticas, sociales, simbólicas etc.), sale a decir que puede y nos representa, que nos entiende y que acabará con los males sociales cuando la realidad es que no los vive y que no hace el esfuerzo por conocerlos (recorrer las comunidades y saludar a todo el mundo no es entender los problemas). Mucho menos tiene idea de cómo resolverlos y, por si fuera poco, no le gusta escuchar. Justo así se llega a decisiones como la de suspender el transporte público, un viernes por la tarde, provocando que cientos de personas se concentren en las paradas y dentro de los camiones cuando justo eso era lo que se tenía que evitar en un escenario de pandemia creciente. Esto porque quizá descubrieron que el Covid-19 sólo sale a determinadas horas de la noche y en determinados días. Ojalá así sea para que todos los que en ese momento estábamos en la calle no lo hayamos encontrado en el camino.
Pienso que lo que necesitamos es la dignificación de la función pública, pero mediante la exigencia de cumplimiento de su meta más elemental: la protección de las personas.
Justo a esta clase política me refiero. No son colores diversos, no son más opciones, no es más gasto lo que requerimos. Pienso que lo que necesitamos es la dignificación de la función pública, pero mediante la exigencia de cumplimiento de su meta más elemental: la protección de las personas. Hacerle ver a esa clase política que esto no es opcional, sino su principal obligación. Por lo tanto, nuestra tarea va mucho más allá de las elecciones (un paradigma que tiene su propio tambaleo dentro de este escenario de tensión), es un trabajo continuo. Hoy estamos frente a un escenario de polarización en el cual determinadas fuerzas quieren aprovechar la coyuntura para dividir a la sociedad, para confrontar a diferentes sectores, para provocar la desunión y el encono con el fin de impulsar agendas en las cuales esa clase política no pierde. Esto para mí gana tal claridad, viéndolo con el lente de clase, que es posible observarlo en otros países. Lo que ocurre en Estados Unidos con la elección presidencial es justo la señal inequívoca de esa polarización: discursos incendiarios, llenos de odio, de negligencia, de ignorancia y, a la vez, de abuso de poder, que buscan azuzar a la población en un momento que se requiere todo lo contrario.
Se necesita el despertar de verdaderas nuevas fuerzas sociales y la renovación de otras que permitan la construcción y mantenimiento de contrapesos a esa clase política y a esas fuerzas que delinean lo público, que dirigen los debates y limitan la participación, con el fin de que los problemas reales puedan ser atendidos y que las desigualdades sociales sean enfrentadas con responsabilidad y solidaridad. Para mí este proceso no se va a originar en esa clase política, sólo puede venir de una sociedad comprometida consigo misma, con la atención de los males de todos en el pleno reconocimiento de que las instituciones están hechas para servir a la gente; el centro siempre deben ser las personas.