Su expediente en el ITESO es el número 13 y el viernes pasado fue su último día de trabajo. Se retiró. Durante los últimos 34 años atendió a los universitarios y pasaron por sus manos miles de libros, películas y demás materiales.
POR JUDITH MORÁN

“Si el libro ya lo buscó Gil y no está, entonces no está”, es lo que se dice entre el personal de la Biblioteca del ITESO sobre Gilberto Medina, quien durante 34 años trabajó en este recinto, el cual ha tenido dos sedes: el inmueble que hoy se levanta en la parte sur del campus y, antes de 1996, un salón en el edificio C.

El miércoles 15 de febrero, día de esta entrevista, Gil arribó a la biblioteca después de hacer el último papeleo de su jubilación. Aunque no los aparenta, en febrero cumplió 60 años, y sus compañeros lo saludan como si hubiera pasado mucho tiempo sin verlo. Incluso un amigo se dio la vuelta por el escritorio donde solía sentarse únicamente para saludarlo.

Llegó al ITESO por ahí de 1970 junto a su papá, quien vivía en las cabañas que estaban en la parte sur del campus, donde hoy se localiza el Laboratorio de Comunicación y Artes Audiovisuales; seis años después comenzó a trabajar en la universidad.

“Viví 18 años en la cabaña Sur. Aquí me casé, me hice mi cuartito allí atrás de con mi ‘jefe’, porque él vivía en su casa y le pedí chance de hacer un cuartito”.

“Antes no había áreas, todos éramos vigilantes, jardineros o de mantenimiento; durante dos horas me mandaban al jardín y luego dos horas a pintar…, así nos dividían”. Los fines de semana, recuerda, se encargaba de regar los campos de futbol que estaban donde ahora está la biblioteca.

Cuando llegó la primera fotocopiadora al ITESO, un trabajador de la biblioteca enfermó y a Gil le dieron a elegir a dónde quería irse. “Yo hacía el aseo en la biblioteca y más o menos le hallaba a cómo estaba acomodada. Aparte, Rossana Reguillo era la encargada, y le tenía más confianza”.

En aquellos días los libros no se pedían por título o autor, rememora Gil, sino por su forma: “el delgado, el de la portada de cuero, el grande de rayas verdes”.

“Con Rossana empezamos a hacer fichas de búsqueda por título, autor y materia. Después metieron la computadora, nada más que todo lo registrabas a mano y ya en la noche lo llevabas al centro de cómputo, porque nosotros no teníamos terminal ahí, así que imagínate lo que pasaba: si ponían un 0 en lugar de otro número ya no servía el registro. Cuando hicimos el inventario después de eso, creo que hicieron falta tres mil libros o algo así. Teníamos las fichitas, pero no estaban físicamente”.

¿Qué es lo más grave que te ha pasado?

A mí siempre me han catalogado de bonachón y ahorita tengo 17 libros en mi cuenta porque se los presté a un chavo que es locutor de Canal 6. Ya no lo puedo localizar y él tiene los libros; tengo ese dilema: buscarlo para pedírselos o venir a ponerme a mano.

¿Notas que los alumnos esperan que estés tú para entregar los libros?

Sí, y los compañeros más. Estadísticamente tenemos las mismas horas, aunque yo tengo lo doble de devoluciones y préstamos y multas cobradas, pero la misma gente dice: “si lo agarro de buenas a lo mejor me va a perdonar”.

¿Hiciste amigos entre los alumnos?

No me acuerdo en qué año, pero una generación de Ciencias de la Comunicación me convidó para ser su padrino y estuve en el estrado. No dije nada, pero ahí estuve con ellos; han vuelto y se dirigen a mí como “Padrino”. Aparte, aquí el futbol era lo que más se jugaba, y cuando no completaban el equipo iban por el Gil para jugar; era malo, pero los conocía.

¿Qué era lo que disfrutabas de tu trabajo?

Ayudar en lo que se necesitara era lo que más disfrutaba. También se me daba eso de: “el libro fulano no está, pero no está prestado; díganle a Gil’. Ellos dicen que eso es lo que van a extrañar de mí, porque aunque no acomodo los libros, casi todos los encuentro.

Conoces cada rincón de la biblioteca…

Después de tantos años, más o menos conoces los errores [a la hora de acomodar los libros]. Hay claves parecidas, por ejemplo un 320.972 y un 330.972, y si el acomodador anda aprisa [no por mala onda] lo pone donde no era, y era una técnica mía buscarlo en el otro lugar.

¿Te sabes en dónde están los libros de cada área?

Sí, y más porque es repetitivo. Si son 80 alumnos les dejan el mismo tema y los mismos libros, así que ayudar a los primeros dos a lo mejor me da más trabajo, pero ya con el 68 hasta sé qué libro es. A ellos les sorprende que de volada les digo “en este libro está lo que buscas”.

También te tocó conocer a todos los jesuitas que han pasado por aquí

Y los conocía más antes. Cuando estuvo de Rector Carlos Vigil Ávalos SJ, decía: “el martes voy a ir a comer a tu casa”, así que tenías que esmerarte en hacer lo mejorcito que podías, aunque nunca le ponía pero a nada. Él era de esas personas que iba nada más por el placer de estar con uno.

¿Qué planes tienes ahora?

La verdad no tengo. A mí me gusta el campo, estoy enamorado del campo y aunque no tengo tierras, puedo conseguirlas, poner una parcelilla con maíz, cuidar vacas, cosas que puedo hacer y económicamente sacar unos centavitos y llevármela tranquila. Me dicen vete a viajar, pero no se me da mucho; si acaso me voy a la playita.

¿Seguirás corriendo?

Sí, ese se hace vicio. Ya tengo 35 años corriendo y el día que no lo hago me siento más cansado. Ahorita estoy haciendo un promedio de ocho o 10 kilómetros diarios porque voy a correr el Medio Maratón de Guadalajara (lo hizo el domingo 19 de febrero y quería hacerlo en menos de dos horas con 16 minutos). En maratón mi mejor marca son tres horas tres minutos; el último que corrí fue en 4:25 el de Mazatlán.

A los que yo antes les ponía una recia ahora me dicen “hazte a un lado porque ahí te voy”. Eso sí me apachurra poquito, y el consuelo que me queda es que, aunque me ganen, no han hecho mis marcas. Foto Roberto Ornelas