En esta Pascua de Resurrección, aquello que causa la muerte, el odio, laindiferencia, el egoísmo, son perdonados. ¿Cómo expresamos nuestra propia resurrección?

La dolorosa fragilidad y pequeñez del ser humano es retratada por diversos autores, donde muestran nuestra fugacidad, dolor y ansiedad de libertad. Cada uno de nosotros podemos vernos reflejados en sus personajes. La persecución de una libertad que parece inalcanzable, vacíos insondables o el deseo irrefrenable que nunca logramos saciar, relatados en La insoportable levedad del ser de Milán Kundera; los tormentos de la conciencia, fruto de nuestras heridas psicológicas y afectivas, descritos por Graham Greene en El poder y la gloria; la certeza dolorosa de la imposibilidad del amor incondicional, afirmada por Camus en La caída, como criaturas de una naturaleza egoísta y egocéntrica. ¿Es esto así?

El espacio vital en que nos desarrollamos y las experiencias al lado de nuestros padres, familia, compañeros, nos conformaron como personas cálidas o hurañas, alegres o insatisfechas, éticas o tramposas, confiables o controladoras, juzgadoras o comprensivas, afectuosas o herméticas… Estas presencias serán definitorias de lo que llegaremos a ser.

Por otro lado, nos encontramos con la realidad de la sociedad, a ratos desesperanzadora y difícil: existe la violencia, soledad, egoísmo, abuso, corrupción, delincuencia, robo… actitudes que se dan en quienes ostentan un puesto de poder, sus lugartenientes o gente común. Muchos hombres y mujeres, los despreciados y marginados por nuestra sociedad, llevan el peso de las acciones pecaminosas de muchos otros.

En esta dolorosa finitud y limitación humanas, tanto personal como del grupo social en que se encarna nuestra existencia, se entretejen para hacer aún más compleja esta “insoportable levedad”. Esta realidad es reflejada en la premiada cinta, La forma del agua, que entrelaza la insignificante cotidianidad de la vida de sus personajes con la realidad social de su tiempo, unos afectando a los otros, y a su vez manejados como marionetas por sus propias limitaciones y las de aquellos que detentan el poder e imponen, excluyen, humillan y limitan la vida y esperanza de personas y sociedades, mediante la represión, el abuso y la violencia. Ante esta realidad, ¿qué dice nuestra fe? El padre Luis García Orso, SJ, en su reseña sobre la película de Del Toro, señala:

“Pero en la vida siempre hay lugar para el amor, para la ternura, para la amistad, y esto es lo único que puede cambiar el rumbo de la historia. Cambiar desde los que no valen, no hablan, son nadie, son ‘diferentes’. Cambiar desde un amor que no necesita discursos ni palabras, una imaginación que crea acciones por los demás, un arte que se interesa por aquellos que no cuentan y que nos hace libres. La vida se llena de belleza y de sentido cuando alguien mira en otro lo que los demás no ven; cuando alguien es capaz de tocar el corazón y la piel; cuando alguien no ve monstruos sino creaturas también de Dios.”

Con sus palabras, nos ayuda a entender el mensaje de ese hombre cuyas acciones y vida hacen que hoy continúe hablando “como quien tiene autoridad” (Mt7,29), que se haga presente en los caminos de la periferia de la vida de personas y sociedades para sanar las parálisis personales, la soledad y la marginación, todo esto presente en nuestra propia existencia.

Es solo que a veces no somos capaces de escuchar la pregunta que Jesús hace: «¿Quieres curarte»? (Jn 5, 7-9), de tus sinsentidos, rencores, angustias, miedos… De todo eso que duele, que quita vida y fortaleza, que paraliza y no deja vivir. Se acerca a nuestros corazones, padece con lo que nos aflige, lacera y hace que la esperanza se esfume. Es el Enviado, el Ungido para “anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos; a pregonar la liberación… a consolar a los que lloran, a darles gozo en lugar de luto, a levantar al abatido” (Is 61,1-3).

Nuestra naturaleza es iluminada por su cercanía misericordiosa y amorosa. Dios encarnado, “varón de dolores y sabedor de dolencias” (Is 53,3) se hace uno con el otro: con el paralítico, el desvalido, el marginado, el pecador, el leproso. Tiene una extraordinaria forma de mostrar su sensibilidad ante la condición humana frágil y dolorosa. Jesús, el Padre Misericordioso, se hace presente en la vida de aquél que ha malgastado su vida. Él corre conmovido, se echa a su cuello y le besa efusivamente (Lc 15,1-249), le rescata de su propio cautiverio con su ternura y comprensión, le conduce hacia su libertad, le despoja de su remordimiento y su culpa; su amor le libera de sus propias esclavitudes y lo lanza hacia una esperanza que transforma su vida.

Esta experiencia vivificante es un espacio de resurrección. José I. González Faus, SJ, al hablar sobre la Resurrección, afirma que se trata de “pasar de esta vida a la vida misma de Dios”. De esas limitaciones y sin sentidos a un estado de mayor plenitud, señala que:

“Dios no destruye al pecador, busca reconquistarlo, cambiar su corazón, que busque y ofrezca el perdón, que actúe en consecuencia. En la pasión y muerte de Jesús, Dios no condena al mundo, no lo abandona, a pesar de su acción criminal y violenta; busca atraerlo y continúa haciéndolo con la resurrección de muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia”.

Con la Resurrección de Jesús, aquello que nos causa la muerte, el odio, la indiferencia, el egoísmo, son perdonados: “Perdónales Señor porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). La fe en la Resurrección, la de Jesús y la nuestra misma, se da en la vida de la persona concreta, ante el dolor, el miedo, la injusticia y la muerte; es Buena Noticia que nos invita a vivir de una forma nueva, preguntándonos ¿Cómo expresas tu propia Resurrección?