La Pascua es la celebración en nuestras vidas de la Resurrección de Cristo, el llamado a ordenar nuestra vida hacia la alegría y la luz para dejar de lado el poder del pecado y del mal, a salir de las tinieblas de nuestro corazón, para avanzar y actuar desde la luz.

Para los cristianos, la Pascua es un tiempo festivo por la celebración de la Resurrección de Jesucristo, posterior a su pasión y muerte. ¿Qué importancia tiene en la vida de los cristianos? Todas las personas experimentamos el anhelo de ser felices, fuimos creados para ello y todo lo que existe está hecho para que nos ayude a ese n. San Ignacio de Lo- yola nos lo expresa en el “Principio y Fundamento” de sus Ejercicios Espirituales, nos invita a examinar cómo nos relacionamos con todo lo creado (cosas, personas, situaciones) para que orientemos nuestras relaciones en libertad, para quitar nuestros apegos que generan dolor e infelicidad.

El dolor es parte de la condición humana, pero también efecto de nuestras decisiones erróneas, es algo que no se puede entender, pero se puede convertir en un gran maestro. Llegamos a vivir la vida desde el miedo al dolor, en lugar de vivirla desde la esperanza y la búsqueda de la felicidad, y esto nos lleva a vivir desde las sombras cuando estamos hechos para la luz, para vivir en esperanza y paz.

Cuando nos preguntamos la razón del dolor y el sufrimiento en nuestras vidas, como lo hizo Job, el personaje bíblico del Antiguo Testamento, las posibles razones tienen dos vertientes. La primera es el hecho de que somos criaturas y por lo tanto necesitadas, frágiles, vulnerables y finitas; esta realidad nos llama a aceptarla como parte de la vida, conscientes de que llegará el final. Por otro lado, en el ejercicio de nuestro libre albedrío, tomamos decisiones que delinean nuestra felicidad o infelicidad, en la medida que sean orientadas o no hacia lo que verdaderamente nos lleva a ser plenos. Cuando son motivadas por nuestros “afectos desordenados”, que no responden a los anhelos más profundos de nuestra humanidad y nuestra individualidad, nos llevan a provocar el sufrimiento hacia nosotros mismos y hacia los demás. Estas acciones, que llamamos pecado, generan dolor y sufrimiento; el pecado toma cuerpo en nuestras acciones y genera el mal, angustia, intranquilidad y violencia, que nos afecta y afecta a otros, haciéndonos caer al abismo de la muerte, en una vida sin horizonte.

El mal es ausencia del bien, de equilibrio y luz, es ausencia de Dios en
la vida de la persona y de los grupos
humanos, esta ausencia es la que genera dolor y sufrimiento, no sólo físico
sino también en el espíritu del sujeto.
Cuando era novicio, durante mi experiencia de hospitales en un hospital
para enfermos incurables, Carmelo, un
paciente que llevaba allí cerca de 20
años, me preguntó: “hermano, ¿qué es más difícil de soportar, el dolor del cuerpo o el dolor del alma?” No supe contestarle, realmente yo no he sufrido ni el uno ni el otro; al ver mi cara de confusión me dijo: “el del alma, el del cuerpo como quiera lo soporta uno”. Los pacientes de ese hospital, a quienes en su mayoría no los visita su familia, me enseñaron que lo más doloroso es el abandono, la ausencia de amor y esperanza. Sin embargo, en ese lugar donde el dolor físico y del espíritu son evidentes, encontré el más grande amor a la vida y la fe más sólida en Dios, Padre de la esperanza. Me encontré con hombres y mujeres que experimentan la presencia amorosa de Dios en medio del silencio de sus vidas, me mostraron en sus rostros cómo Dios sonríe y se alegra.

El pecado es obscuridad, es vivir en las tinieblas; el sufrimiento es la materialización del mal. Para muchos de esos hombres y mujeres, que sufren por el pecado
de quienes los han hecho a un lado del camino de sus vidas y les condena a la obscuridad del olvido, el sufrimiento ha sido la posibilidad de abrazar su realidad de ser criaturas frágiles, profundamente limitadas y necesitadas, y les ha regalado el alcanzar su libertad desde el Espíritu. En ese hospital, se aprende que cuando abrazas el dolor y te abres a vivirlo como parte inevitable de
la vida y te dispones a aprender de él, se convierte en espacio redentor, en significado orientador de la vida.

La experiencia de muchos de los pacientes del hospital que he rememorado, son experiencias de Resurrección, de salir de las tinieblas del dolor y la desesperanza a la luz de la vida. La Resurrección manifiesta el triunfo del bien sobre el mal, de la esperanza y el amor sobre el sinsentido y el odio que relega y mata al inocente.

En esta semana de Pascua, los cristianos nos llenamos de gozo con la Resurrección de Jesús, que nos llama a salir de las tinieblas de violencia, de odio, de segregación, de angustia y desesperanza; nos llama a liberarnos de nuestros miedos, de todo lo que nos ata, a dejarnos iluminar por la bondad que hay en el corazón humano y en toda la creación para que nuestras vidas se realicen en el amor y lleguemos a ser “sal de la tierra y luz del mundo” (Mt 5,13-16).

La Resurrección de Jesús muestra la aceptación de Dios ante su sacrificio, fidelidad a su amor y su entrega total al hombre, y en Él de tantos hombres y mujeres que luchan por la justicia y el amor, y de aquellos que son víctimas de las tinieblas del corazón de muchos;

Su Resurrección nos llama como jóvenes universitarios a dejar a un lado nuestra ojera y mediocridad en nuestra preparación profesional, a comprometernos ante el dolor y el sufrimiento de los otros, particularmente de los más necesitados, a esforzarnos por dejar nuestras adicciones a la pornografía, al alcohol, a las drogas, al placer fácil y pasajero, la indiferencia ante la violencia y las desigualdades sociales… también el resto de nuestra comunidad universitaria habremos de sentirnos inter- pelados y llamados a reorientar el corazón, a purificar nuestros deseos, afectos y acciones.

Con la Resurrección de Jesús en nuestras vidas,
algo absolutamente nuevo sucede, somos liberados de aquello que nos esclaviza, que nos lastima y con lo que dañamos y hacemos sufrir a otros, nos abre el camino para renacer a una vida nueva, a vestir el corazón con vestiduras blancas, a cambiar el odio y el egoísmo por la esperanza, el amor y la misericordia, por actitudes
y acciones nuevas que alimenten la unidad común, la solidaridad, la fe en la bondad del ser humano, la justicia y la paz. El renacido así, se experimenta llamado a “anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos, a pregonar a los cautivos su liberación, a consolar a los que lloran” (Is 61,1-2), porque su corazón es in amado por el Amor.

Solamente desde este actuar y vivir podremos recibir el Espíritu que nos hace llamar a Dios “¡Abba!” (papá en arameo), y por lo tanto tratar a los demás como hermanos, porque somos hijos de ese mismo Padre. Vivir así es vivir en gracia o desde la gracia, aun en nuestras limitaciones y debilidades, sin desanimarnos por los tropiezos y las caídas, aun cuando la esperanza parece desvanecerse, cuando las expectativas y sueños parecen no realizarse jamás. Esta vida nueva manifiesta vivamente la presencia vitalizadora del Resucitado: “con razón ardían nuestros corazones” (Cf. Lc 24,32).