Los comercios callejeros son el alma del espacio público y patrimonio cultural de las ciudades. Su apropiación y visibilización es fundamental para su entendimiento como elementos propios de nuestra cultura, propiciando su conservación y apoyo en cualquier manera en la que no se comprometa su esencia
Por Diego Monraz Escoto
La historia de los comercios ambulantes se podría remontar hasta el origen de las primeras civilizaciones sedentarias, en las que, debido a la escasa población y la especialización técnica de cada una, los comerciantes se tenían que trasladar de pueblo en pueblo para poder vender sus productos, creando una red de relaciones interdependientes en las que, mediante trueques o intercambios monetarios muy básicos, con semillas de cacao u objetos de cobre, se satisfacían las necesidades comunes, un ganar–ganar que requería del inmensurable esfuerzo que suponía recorrer grandes distancias en esa época.
En el contexto prehispánico ya se podían apreciar ejemplos de comercios que hoy se considerarían “informales”, por ejemplo, el mercado de Tlatelolco o la red de mercados tradicionales de Oaxaca, espacios muy importantes no sólo por la derrama económica para la región, sino también por la plataforma que significaba para el intercambio cultural entre miles de personas de distintos poblados que intercambiaban productos, conocimientos, tecnologías y saberes especializados, que fueron clave para el desarrollo de sus civilizaciones.
En Guadalajara, 23% de la población percibe ingresos a través de un negocio informal; esto podría ser un doble indicador de carencias, en primer lugar, de la falta de ofertas laborales en establecimientos formales, y también de un aparato regulador deficiente o inadaptado a los tiempos y necesidades de una sociedad en constante lucha por supervivencia.
Los comercios callejeros son parte de este grupo de productores urbanos que si bien no se adhieren por completo a las leyes del espacio en el que se encuentran, son indispensables por sus características de flexibilidad, accesibilidad y presencia en el espacio público, que hacen de nuestra ciudad un lugar más diverso y seguro.

Ya cincuenta y cinco años repartiéndolos, ya tengo a mis clientes, casas y tiendas, de todo un poco, al día los llevo hasta donde sea necesario… sí, no importa dónde, pero depende de la fuerzas que traiga, si no ni modo, un día se quedan sin agua.
Aunque la actividad informal resulte mucho más difícil de controlar y no retribuya al Estado mediante el pago de impuestos, este último debe tener mucho cuidado al momento de sancionar o prohibir este tipo de establecimientos, pues en muchos casos son vías de escape utilizadas por un sector de la población desfavorecido, que por su fácil arranque y poca infraestructura funcionan como válvulas de escape económico, a la vez que ofrecen productos o servicios a un menor precio.
Una de las principales características de los comercios callejeros es la forma en que ocupan el territorio: un mantel, unas ruedas o cuatro tubos de acero pueden ser suficientes para que un comerciante pueda instalarse por la mañana, trabajar, desplazarse, trabajar, desplazarse, quizás otra vez trabajar y volver a desplazarse al final de su jornada, sin dejar rastro por las calles que ocupó. Una ciudad no es nunca un espacio estático, sus habitantes y sus actividades están en constante movimiento; la forma de establecerse de los comercios callejeros acompaña una idea de fácil acceso y de medios mínimos que pueden reducir la sobre–construcción de nuestras ciudades.

Y eso que nosotros ayudamos a la ciudad, estamos aquí y no hay inseguridad, si no estuviéramos por aquí solo habría pura gente de calle, ¿sabes?, el gobierno lo que debería es agradecer en lugar de estar nomás cobrando.
Según Pier Vittorio Aureli, a partir de la Revolución industrial, que provocó la reestructuración de las calles, la ciudad se comenzó a parecer menos un conjunto de edificios clasicistas presentes en un tratado de estilos y más “una máquina que reproducía y controlaba la vida de sus habitantes”. A partir de entender el gran capital humano que suponían las nuevas masas que comenzaban a migrar a las ciudades en busca de mejores empleos y oportunidades en las fábricas, las ciudades se convirtieron en redes de infraestructura vial y de servicios para la producción de bienes.
Es importante que, al tratarse de comercios nómadas en el espacio público, podamos entender a la ciudad que los contiene como una red de relaciones y no como un sistema de ordenamiento de edificaciones, pues en prácticamente todos los casos las tipologías callejeras no son estructuras físicas permanentes. Reducir la ciudad al conjunto de los edificios que la componen significaría ignorar aspectos culturales que solamente pueden ser percibidos mediante la experiencia personal de recorrer el espacio.
¡Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas… Fierro viejo que vendan…! En la calle se mueven más que coches y una que otra calandria; de no ser así, no sería lo mismo circular por Santa Tere, pasar por calles como Obregón o recorrer las más de 60 cuadras en las que se instala todos los domingos el Baratillo en el oriente de la ciudad. Los comercios callejeros son el alma del espacio público y, sin duda, patrimonio cultural de las ciudades. Su apropiación y visibilización es fundamental para su entendimiento como elementos propios de nuestra cultura, propiciando su conservación y apoyo en cualquier manera en la que no se comprometa su esencia.

El chiste es ir de lado dándole poquito a poquito para que no se sienta tan gacha la subida, el carrito empujado pesa treinta kilos pero cargado como cien.
Diego Monraz Escoto es estudiante de la Licenciatura en Arquitectura. Este artículo es parte de la investigación que realizó en el PAP Mirar la ciudad con otros ojos. Memorias e identidades, en el periodo de verano 2023.
FOTO DE PORTADA: Jupi Lu en Pixabay