La educación jesuítica, orientada por la pedagogía ignaciana, además de la formación académica ofrece espacios donde los alumnos se enfrentan a ellos mismos y su historia, experiencias que les permiten reconocerse en sus potencialidades y cualidades, así como reconciliarse con los conflictos de su historia 

La educación de una institución educativa jesuita, universidad o colegio, apoyada en la Pedagogía Ignaciana, está atenta al contexto y situación personal del alumno. Mediante actividades formativas que consideran una diversidad de métodos, la educación ignaciana motiva el aprendizaje como experiencia cognoscitiva, psicomotriz, afectiva e imaginativa. Estas experiencias le habilitan a participar de manera reflexiva en lo que estudia y favorecen opciones de pensamiento que producen cambios profundos en ellos y ellas, que se expresan no solo en la implicación de su propio aprendizaje, sino que también trasciende en las realidades que les circundan. 

Mediante este proceso educativo y formativo, los alumnos adquieren un conocimiento realista de la sociedad en la que viven, siempre orientado por los valores evangélicos, de manera que suscita y fortalece su fe, ya que experimentar la confianza que lleva a la persona a adherirse de manera personal a un proyecto de humanización y realización que incluya a todas y todos, a tomar una opción firme y libre por la que se entrega a ese proyecto que le trasciende y apasiona, le va desvelando a Aquel en quien todo se sustenta y existe: el Dios de Jesús de Nazaret. Así, la educación jesuita considera y fortalece la dimensión espiritual de las personas, tanto de quienes aprenden, como de quienes enseñan, pues les impulsa hacia un alto nivel de conciencia de sí mismos y del mundo e, inspirados en valores trascendentales de compasión, consciencia, competencia, compromiso y contemplación, desarrollan su inteligencia espiritual.  

Desarrollar la inteligencia espiritual de las y los alumnos 

Danah Zohar, física y filosofa, en su libro Inteligencia Espiritual señala que ésta es nuestra inteligencia primordial, pues favorece el funcionamiento eficaz de las otras inteligencias, como la emocional y la racional. 

La experiencia espiritual nos ayuda a asumir que, como humanos, somos seres limitados y contingentes, y que, al mismo tiempo que somos finitos, experimentamos una necesidad de inmortalidad, como nos lo señala el Ícaro de Matisse con sus maravillosos colores y su corazón rojo en el pecho: anhelos, pasión, amor, sueños… deseo de lo infinito y lo eterno. Un ser humano que en su limitación busca alcanzar las estrellas, atado al suelo, pero con deseos de volar al infinito, donde pueda liberarse de “la insoportable levedad del ser”, que tanto les pesa a los personajes de Milan Kundera, y que tanto llega a pesarnos a nosotros mismos.  

Los humanos, y por tanto nuestros alumnos, somos seres constitutivamente espirituales, sentimos la necesidad de buscar el significado de la vida, de buscar respuestas que nos lleven a trascender esa levedad insoportable, esa finitud y ligereza de la existencia. Esta sabiduría no la alcanzamos solamente con la reflexión (inteligencia racional) o con el reconocimiento y manejo de nuestras emociones y sentimientos (inteligencia emocional), sino que requiere de un algo más que le dé sentido a lo que vivimos y que envuelva lo que reflexionamos, lo que sentimos y nuestras interacciones, que dirige nuestro actuar hacia una mayor plenitud de vida (inteligencia espiritual). La inteligencia emocional está relacionada con el cuerpo y el sentir; la racional, con el cerebro y el pensar; y la espiritual, con el ser. 

Las emociones (alegría, tristeza, miedo, amor, etcétera) nos impulsan a actuar, mientras que la razón nos impulsa a encontrar explicaciones lógicas y “razonables” que se fundan en suposiciones de “cómo debería ser” y, por lo tanto, cómo deberíamos actuar ante eso. El desarrollo de nuestra inteligencia emocional nos capacita para identificar, ordenar, comprender y dirigir nuestros afectos y emociones hacia un estado de mayor bienestar. Cuando aprendemos a tomar el control de nuestras emociones mediante la razón, logramos actuar más coherentemente, alcanzando experiencias más gratificantes. Es necesario favorecer una articulación entre estas dos inteligencias para un mayor desarrollo de la persona. Por otro lado, la espiritualidad, la capacidad de trascender más allá de lo tangible hacia valores últimos que nos ofrecen un significado existencial, es una facultad de orden superior a la razón y a las emociones, que nos conduce a la paz interior, a una sensación de plenitud existencial.  

Los participantes en experiencias espirituales, generalmente, expresan sentimientos de alegría, de gratitud, de perdón, de amor y de generosidad, experimentan una sensación de mayor integración de su persona con un fuerte deseo de reorientar sus acciones desde una nueva visión. Comparto algunas frases que me han transmitido algunos participantes después de vivir la experiencia de los Ejercicios Espirituales:  

“[los EE] Me ayudaron a conectarme conmigo misma y me sentí muy reconectada con Dios”.  

“En el retiro me experimenté lleno de muchas emociones, cuando antes no podía llorar ni expresarme emocionalmente”.  

“Me di cuenta de que debo ordenar mi vida, reorientarla y priorizar en ella a quienes amo, así como aprender a disfrutar lo que vivo”.  

“Durante mi meditación, al fin pude reconciliarme con mi papá, pude verlo sin enojo y con ternura. Me siento nuevo”.  

“Ahora sé que Él no cambia las cosas, que cuando salga encontraré lo mismo; pero sí he cambiado yo, mi manera de ver la vida y de vivirla”. 

Hoy más que nunca, ante la violencia que vivimos como país y en el mundo entero, necesitamos formar y formarnos para convivir de manera pacífica, bajo los valores de solidaridad, justicia, inclusión y colaboración. Salir de nosotros mismos hacia el encuentro con lo otro y con los otros, en el respeto y el amor, para alcanzar relaciones humanas sin violencia. El desarrollo de nuestra inteligencia espiritual es fundamental para ello. Hemos de cultivar la espiritualidad como parte de la educación, así como ayudamos a los alumnos, a través del acompañamiento psicopedagógico y emocional, a conocerse y hacerse conscientes de sus emociones y la importancia de estas en su desarrollo como personas.  

Aportes de la Pedagogía Ignaciana

La educación jesuítica, orientada por la Pedagogía Ignaciana, además de la formación académica, ofrece espacios donde los alumnos se enfrentan a ellos mismos y su historia, experiencias que les permiten reconocerse en sus potencialidades y cualidades, así como reconciliarse con los conflictos de su historia. Estos procesos los llevan a reconocer sus apegos para ir ganando libertad ante todo y alcanzar la “indiferencia ignaciana”.  

Una vez que se han reconciliado consigo mismos y con los diversos actores de su historia, su corazón se expande hacia los demás para reconocerse como hermanos, como parte de una misma especie y de una misma creación, se sienten invitados a comprometerse con esa humanidad y creación adolorida y sufriente, porque han reconocido en sí mismos esa situación de dolor y sufrimiento. 

Dos elementos fundamentales de la educación que ofrece la Compañía de Jesús son: el discernimiento espiritual y la cura personalis. El primero conduce a tomar distancia de las cosas y situaciones para dis-cernir(las); es decir, distinguir lo que nos conduce al fin que buscamos de lo que nos aleja de dicho fin para hacer la mejor elección de caminos. El segundo, es el cuidado del otro, de toda su persona, con una actitud afectuosa y responsable para acompañarle en su dis-cernir, en su propia búsqueda de libertad, de verdad y plenitud. Ambos, discernimiento y cura personalis, son elementos constitutivos de la formación espiritual y educación jesuíticas. 

Por estas razones, el desarrollo espiritual de nuestros alumnos no consiste solamente en participar en ritos religiosos donde expresen su deseo de lo divino. Es necesario ir más allá, hacia el encuentro profundo con la fuente de la vida, que mueve a experimentarse prójimo del otro, a convertirse en samaritanos en los márgenes de nuestras sociedades (Lc 10,2737), en hombres y mujeres que se dejan afectar por las necesidades y el dolor de sus hermanos, personas que dejan que la ética del cuidado impregne sus corazones y acciones. Es inevitable que, ante este estado de consciencia, en el alumno despierte la necesidad de cuidar de la creación, la percepción de que la vida del planeta está ligada a la propia vida individual y a todo ser humano y de todo el planeta, que bebemos de la misma fuente de vida y que somos partículas del mismo Cosmos.  

Con todo lo anterior, podemos entender a qué se refiere el “conocimiento interno de tanto bien recibido, para que yo, enteramente reconociéndolo, pueda en todo amar y servir” que pide el ejercitante en la “Contemplación para alcanzar Amor” de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. El alumno es conducido a contemplar desde el corazón al Creador que “habita en las criaturas: en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sintiendo, en los hombres dando entender; y así en mí dándome ser, animando, sintiendo, y haciéndome entender”. 

Es necesario que, desde nuestros pies que surgen del barro de nuestra tierra, se eleven nuestras conciencias y corazones hacia lo infinito de lo divino, así como sentir en nuestro corazón lo que ocurre en nosotros y en la vida de los otros. En el pueblo Aymara de Sudamérica dicen que hay que: coronazor la vida, esto es, aprender a vivir en armonía y equilibrio comunitarios con la Madre Tierra, el cosmos, la vida y la historia.  

Una armonía en la que la ciencia y la espiritualidad han de articularse para formar las mentes y los corazones de todas las personas que integramos nuestras comunidades educativas, desde preescolar hasta los estudios universitarios. Hemos abandonado los principios newtonianos que presentaban la realidad como sólo física, ahora la ciencia reconoce que la realidad es más que lo que percibimos con nuestros sentidos, para mirar al ser humano en su integralidad: en sus relaciones sociales, en su corporalidad, en sus emociones y afectos, en su intelecto, en su capacidad estética, en sus valores éticos y en su espiritualidad. La educación jesuita ve al alumno de manera integral para ofrecer una educación que favorezca el desarrollo humano en todas sus dimensiones.