La fórmula convencional de la inclusión liberal y el institucionalismo tradicional ya no convencen. Y ahí es dónde Jair Bolsonaro ha sembrado su discurso radical que lo llevó a ganar la segunda vuelta de las elecciones en Brasil.
Hablar de populismo, ahora más que nunca es una aventura arriesgada. En los últimos años, este concepto ha sido utilizado para tratar de entender la evolución de la política en tiempos altamente tecnologizados y con los medios de comunicación –digitales o convencionales– irrumpiendo en las dinámicas políticas nacionales e internacionales.
El pasado 28 de octubre sucedió en Brasil algo que ingenuamente deseábamos que no sucediera: Jair Bolsonaro ganó la segunda vuelta de las elecciones del país sudamericano. Bolsonaro, de 63 años, es un ex militar y político de extrema derecha sin escrúpulos para agitar a las masas a través de sus discursos. Ya sea contra la población afrodescendiente, las mujeres o la comunidad de la diversidad sexual, Bolsonaro nunca se detiene cuando hay que enunciar el origen de los problemas sociales por los que atraviesa Brasil desde 2010 –problemas que son consecuencia de la crisis financiera internacional–.
Para el presidente electo de Brasil la respuesta a esos problemas está en la globalización y sobre todo está en los proyectos que impulsaron sus predecesores para internacionalizar su país. Según él, fue ese espíritu progresista lo que hizo que industriales y campesinos brasileños dejaran de explotar la gran mina de recursos que es el Amazonas. O bien, lo que empoderó a los más pobres para vivir parasitariamente de los sistemas de asistencia social.
Sin embargo, el discurso de Bolsonaro es tramposo, pues hace una interpretación de la realidad que apela a los sentimientos más viscerales de una población que efectivamente está pasando por una situación muy difícil, sobre todo si la comparamos con su pasado reciente inmediato, los tiempos de bonanza de Lula da Silva.
Aunado a ello, el huracán político del caso de corrupción de la constructora Odebrech ha hecho que la población brasileña pierda la confianza en la élite política tradicional, lo que propicia que la gente esté deseosa de discursos nuevos o al menos «contra-hegemónicos». La fórmula convencional de la inclusión liberal y el institucionalismo tradicional ya no convencen. Y ahí es dónde Bolsonaro ha sembrado su discurso radical: menos protección al medio ambiente, que limita la expansión de las empresas o aumentar la edad penal para poder encarcelar a más delincuentes.
Si uno tiene unos minutos y lee dos veces las propuestas de Bolsonaro, podrá identificar que no existe una relación directa entre la protección al medio ambiente y la caída de la producción industrial. Tampoco lo hay entre el aumento de la edad penal y la reducción de los crímenes, pero lamentablemente la vida cotidiana de la sociedad brasileña, lo que menos tiene son esos minutos extras para poder entender qué es lo que le está tratando de decir la cadena de WhatsApp. Por ello, para entender lo que sucede en Brasil, en Reino Unido o en Estados Unidos, es necesario ir al análisis de la sociedad, más que a la explicación de estrategias electorales o propuestas discursivas. Es la realidad social de la desigualdad y la desesperación la que ha hecho que la gente vote por un proyecto autoritario. Es la ausencia de la izquierda política, que en su afán por terminar con las ideologías se replegó al centro del espectro político, y con ello sacrificó su capacidad crítica y su espíritu utópico, dejando sin rumbo la esperanza de las masas.
No solo han sido los ricos –como quieren apuntar algunos medios de comunicación– los que han votado por Bolsonaro. También ha sido la gente pobre que está decepcionada de la corrupción que destruyó al Partido del Trabajo, y es justo esa gente la que se dejó guiar por un líder de 67 años, que domina la técnica para distraer a la razón a través de la viralización de mensajes en redes sociales. En el Brexit fue Facebook, en Brasil fue WhatsApp el canal de desinformación. Y la desinformación corre rápido entre la sociedad cansada por pelear el sustento diario. El agotamiento de la sociedad, como consecuencia del capitalismo neo liberal, de la que nos habla Byun Chul Han, es el peor enemigo de la democracia y la libertad.