Marcos Ortega Silva, SJ, egresado de Filosofía y Ciencias Sociales del ITESO, fue ordenado sacerdote el pasado 19 de junio

La primera vez que Marcos Ortega Silva, SJ, sintió que algo en su vida lo había transformado fue cuando escuchó hablar del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Era 1994 y él cursaba la secundaria. 

“En una de las materias, la profesora nos iba actualizando y reflexionábamos en torno al movimiento”, cuenta el jesuita. “Recuerdo que desde ese momento comencé a indignarme mucho por la injusticia, de las condiciones difíciles de muchas personas para realizarse, estudiar y trabajar, y que tuvieran que iniciar un movimiento así para defender su derecho a su propio modo de vida”. 

Fue la primera vez que reconoció claramente que tenía un interés por su país y por los otros más allá de su familia. “El deseo de querer transformar la realidad”, afirma. “Creo que es esa experiencia de ver el mundo y su situación lo que me dinamizó interiormente para, en un futuro, definir lo que yo quería”. 

La vida lo llevó a trabajar por el bien común a través de la Compañía de Jesús y fue ordenado sacerdote, apenas cinco días después de cumplir cuarenta años, el pasado sábado 19 de junio en el Auditorio Pedro Arrupe, SJ del ITESO. 

Marcos es originario de Tetipac, un municipio cerca de Taxco. Es uno de cinco hermanos: Rodolfo, Margarita, él, Agustín y Ernesto; su padre ha trabajado en el campo toda su vida, y su madre se dedicó a la crianza y a las labores domésticas. 

“Recuerdo mi infancia con mucha alegría, tengo muchos bellos recuerdos, porque crecí en el campo; para mí el contacto con la naturaleza y la tierra tienen un significado muy especial”, relata.  

También recuerda y valora la dimensión de la fe en su familia. “Ahora, en estos últimos meses en que me preparé para la ordenación, recuerdo a mis papás y a mi familia, cómo me transmitieron un modo de ser cristiano en prácticas tan cotidianas como compartir la fe, rezar juntos”. 

Sin embargo, de niño nunca pensó en ser sacerdote. Él soñaba con ser profesor; siempre tuvo buen desempeño como estudiante, y disfrutó sus estudios en escuela de monjas. Le parecía admirable la fortaleza y plenitud de las religiosas que impartieron su educación. 

Mientras terminaba la preparatoria trabajó de auxiliar de profesor en una secundaria, además de en una biblioteca. Viajó a Guadalajara a estudiar Ciencias de la Comunicación en la UNIVA, y al graduarse continuó trabajando como educador, dando clases de redacción, estructura y lectura en Acatlán, Jalisco.

“Para mí, fue darme cuenta de que sí estoy compartiendo la vida con los demás, pero quiero comprometerla. Y cuando digo esto, me refiero a que quiero dar mi vida a Dios. Y entregarla a Dios, como yo me sentía llamado, me envolvía por completo. Y no Dios como una idea abstracta: Dios en la gente”. 

Fue a sus 25 años que comenzó a preguntarse cuál sería su rumbo. “Había ido por la vida realizando sueños; la etapa profesional de trabajar, la experiencia única e inolvidable de ir a la universidad. Fue un tiempo de mucha libertad y realización. Pero comencé a preguntarme qué quería hacer de mi vida, pero más a futuro”. 

Regresó a su adolescencia, y recordó esa sensación que tuvo de querer transformar la realidad y ayudar a otras personas, trabajar por la justicia y por un mundo mejor. “¡Fue recordar esa esperanza que nació en mi juventud!”. 

Hablar de la vocación y el llamado es difícil siempre para un jesuita. Casi nunca es una gran epifanía. Muchas veces es una voz quedita que va tomando forma y colocando las palabras en la mente y espíritu de quienes deciden tomar el camino del sacerdocio. 

“Para mí, fue darme cuenta de que sí estoy compartiendo la vida con los demás, pero quiero comprometerla. Y cuando digo esto, me refiero a que quiero dar mi vida a Dios. Y entregarla a Dios, como yo me sentía llamado, me envolvía por completo. Y no Dios como una idea abstracta: Dios en la gente”. 

Darlo todo, afirma Marcos. “Darlo todo y darlo por todos. Y esa ha sido la experiencia en la Compañía. Ir pasando por muchísimos lugares donde puedo no conocer a la gente, pero amo y me doy al servicio que se necesita de mí en ese momento”. 

Nunca estudió con jesuitas, pero recordó que, en sus clases de historia, los misioneros de la Compañía de Jesús se aventuraban a los parajes más recónditos a caminar con los nativos de Latinoamérica, con un espíritu de compartición de la fe, más que de adoctrinamiento. Y al investigar sobre la inclinación hacia la lucha por los derechos humanos, la educación y la justicia social, le pareció que esta sería la orden religiosa para él. 

Primero asistió a las rutas jesuitas, retiros de fin de semana donde acuden jóvenes que quieren conocer la espiritualidad y el discernimiento ignaciano. La primera ruta a la que asistió fue de oración ignaciana.  

“Para mí fue como una apertura a una dimensión de relación con Dios y con la fe que yo no conocía; poder orar con los sentidos, con la imaginación y el silencio, contemplando la naturaleza… y me sentí feliz, alegre y pleno de escuchar a los escolares que nos platicaron sus experiencias en la Compañía”. 

La siguiente ruta fue sobre la misión de la Compañía de Jesús y esta acabó por convencerlo de que ese era el camino que quería tomar, esta era la congregación a la que se sentía invitado. 

El prenoviciado es la primera etapa para un jesuita en formación. Él lo realizó en la Ciudad de México en el Centro de Reflexión y Acción Laboral (Cereal), un proyecto jesuita que acompaña a trabajadores en temas de derecho laboral. Su misión consistió en acompañar a las familias de los 63 mineros que perecieron en el desastre minero de Pasta de Conchos en 2006, cuya búsqueda de cuerpos había cesado por parte de Grupo México – hasta la fecha, queda pendiente la promesa del presidente López Obrador de recuperar los cuerpos e indemnizar a las familias -. 

“Fue la experiencia de acompañarlos en un campamento en Polanco, en protesta y exigencia del derecho a recuperar los cuerpos de sus familiares. Y ver la solidaridad de la gente con estas familias. Esta fue otra confirmación, de decir, ‘yo quiero estar aquí, formar parte de la Iglesia sirviendo de este modo’”. 

Era una realidad dura, triste y dolorosa, confiesa. Pero también colaboró los fines de semana en los campamentos jesuitas en distintas partes de México. “Era vivir el dolor junto con estos días de alegría y esperanza; y, paradójicamente, también en esas experiencias de dolor, surgía la esperanza; desde la muerte, la maldad, la malicia… ahí también estaba la victoria de la vida y la gracia. Dios estaba ahí”. 

“Darlo todo y darlo por todos. Y esa ha sido la experiencia en la Compañía. Ir pasando por muchísimos lugares donde puedo no conocer a la gente, pero amo y me doy al servicio que se necesita de mí en ese momento”. 

Realizó el noviciado en Ciudad Guzmán, que es un tiempo de discernimiento de la vocación y una etapa canónica: Marcos ingresó a la Compañía de Jesús en 2009. Durante los fines de semana asistió a comunidades rurales del sur de Jalisco y realizó actividades pastorales: acompañamiento a jóvenes, asistencia a catequistas y otras actividades. Además, se preparó un semestre ampliamente para los Ejercicios Espirituales, que duran un mes. 

“En los ejercicios está el centro de la espiritualidad ignaciana; claro, también se encuentra en la biografía de San Ignacio, en las Constituciones, en muchos otros documentos… pero la fuente son los ejercicios espirituales”. 

Después de ese mes de reflexión y encuentro con su espiritualidad, tuvo la experiencia de colaborar en un hospital de escasos recursos para asistir a las personas enfermas. “Como dice San Ignacio: ‘haciendo los trabajos más sencillos’”. 

En el segundo año del noviciado, tuvo la experiencia de la peregrinación. Esta ya no es como los primeros jesuitas, en la que debían andar por los caminos, viviendo enteramente de limosna. Para los tiempos modernos y las precariedades del mundo actual, se envía a los jesuitas a una experiencia de trabajo en fábricas, en el campo, o en lugares en los que regularmente las jornadas son duras y la paga, injusta.  

“Sin decir que era novicio, se trataba de ir todas las mañanas a las empresas, a las maquiladoras, y pedir trabajo, hasta conseguir alguno”, explica. Marcos trabajó en una maquiladora de electrónicos en Tijuana durante tres meses; su trabajo consistió en armar las cajas. 

“Es solo confiar en Dios y dejarse ir. Y fue una experiencia evangelizadora para mí, el trabajar en la maquiladora. El ver a mis compañeras y compañeros muy solidarios, compartiendo sus alimentos, enseñándome sobre el oficio… rompió mis esquemas de miedo a enfrentarme a un lugar desconocido, solo. Y fui recibido, ayudado”. 

Realizó sus votos en 2011, y regresó a Guadalajara a estudiar la licenciatura y la maestría en Filosofía y Ciencias Sociales en el ITESO. Además, hizo su pastoral acompañando a grupos de ejercicios espirituales, y en el Centro Ignaciano de Espiritualidad “Casa Loyola”, acompañando a miembros de la Comunidad de Vida Cristiana (CVX), grupo de hombres y mujeres laicos en todo el mundo que han encontrado en la espiritualidad ignaciana su modo particular de seguir a Cristo y responder a su compromiso con la historia y con el mundo. 

“Las colaboraciones que hacemos en las obras jesuitas son muy importantes; yo fui a acompañar a migrantes en un albergue de Tierra Blanca, en Veracruz, y en Guadalajara también fui voluntario en el albergue FM4”.  

Realizó su magisterio – una experiencia de dos años de trabajo en la Compañía de Jesús, aún sin ordenarse, pero con responsabilidades y modos de vida parecidos – en la Sierra Tarahumara. “Fue fundamental mi experiencia con la comunidad rarámuri. Viví con una comunidad llamada Pamachi, a las orillas de las Barrancas del Cobre”.  

Tuvo dos trabajos: acompañamiento pastoral a la comunidad, y colaboración en un centro cultural que da formación a niños y jóvenes para fortalecer sus tradiciones y cultura rarámuri. 

“Fue una experiencia muy fuerte de sentir que esta vocación no la conseguí yo, sino que ellos me la daban. Si yo estaba ahí, colaborando en las celebraciones de la palabra, acompañando a las comunidades desde mi ser jesuita y futuro sacerdote, es porque ellos me lo otorgaron; es un regalo de ellos. Entender eso me dejó muy pleno”. 

Realizó sus estudios de Teología en Belo Horizonte, Brasil, en la Facultad Jesuita de Filosofía y Teología (FAJE). Esta fue una etapa en la que pudo profundizar en la fe que profesaba y servía, y que aprendió al acompañar a todo tipo de personas, en todos sus años de formación jesuita.  

“Fue descubrir la grandeza de nuestra fe, y sentirme muy invitado a dar razón de mi esperanza”, cuenta. “La vida y el bien es mayor que todo el mal de la historia, y lo relacioné con mi experiencia del prenoviciado, acompañando a las viudas de la mina de Pasta de Conchos, y cómo encontré esperanza en tanta injusticia. En términos teológicos, Dios ha vencido la muerte, y la gracia puede tener sentido para todo ser humano, sea creyente o no”. 

Después de la ordenación, será enviado a Roma para hacer estudios de Teología fundamental dos años. Se siente entusiasmado de poder contribuir a compartir la gracia y la fe en donde sea que la Compañía de Jesús lo envíe. 

“En esta realidad desajustada, donde a mucha gente se le clausuran sus posibilidades de realizarse, de tener una vida digna, ahí me siento invitado a contribuir. Yo quiero ser instrumento, ser un sacerdote comprometido con esa realidad de injusticia. Y esta teología que nosotros hacemos no la podemos hacer de espaldas al sufrimiento y el dolor. Tenemos que mirarlas, y más en América Latina, con estos desafíos a enfrentar”.