La sombra devastadora del movimiento de placas tectónicas aquel 19 de septiembre del 2017 fue el parteaguas para descubrir la luz de las personas que iluminaba el camino de la esperanza y la unidad, que con su actuar hicieron que la palabra comunidad volviera a tomar sentido 

Por Luis Rodolfo Sánchez Meléndez, SJ, escolar jesuita 

En el 2017 el calendario volvió a hacer de las suyas y nuevamente llegó el 19 de septiembre de manera peculiar: mi cumpleaños número 25 y mi primera vez viviendo un temblor. Me encontraba viviendo en la Ciudad de México colaborando con el Servicio Jesuita Migrantes y en un discernimiento sobre mi vocación como jesuita. Se trataba de un momento importante y muy diferente a lo que estaba acostumbrado. 

Mi día iniciaba con mensajes de parte mi familia y mis amigos más cercanos deseando un feliz cumpleaños. Me acompañaba la alegría inmensa de experimentar un año más de vida en compañía de mi comunidad jesuita, de los que hoy llamo mis hermanos. Además, celebraría este día con amigas y amigos que había hecho en el albergue de migrantes donde colaboraba. También era algo único compartir aquella fecha con personas en movilidad humana que posiblemente solo vería ese día. 

Recuerdo que, esa tarde, esperábamos a un jesuita muy querido para poder tener una junta de planeación. Para la junta, Chela había preparado unas deliciosas pizzas, cuando todo se empezó a mover. Yo no sabía que pasaba, pero solo escuché una voz de fondo con un grito estremecedor: “¡está temblando!”. Todos salimos corriendo, la comida en el piso y las miradas perdidas esperando lo peor. Mi mente estaba en blanco y sin palabra alguna. Era mi primer temblor. 

Después de que todo se calmó, todos intentamos hablar por teléfono y preguntar cómo estaban los y las demás. ¡No había señal! Mi preocupación crecía cuando pensaba en Arturo que venía en carretera o en Charlie que era el más viejo de la comunidad y vivía en un cuarto piso. Nadie sabía nada y todo empezaba a ponerse más oscuro. “La Ciudad de México ha sufrido nuevamente un temblor como hace 32 años”, “nos relatan que varios edificios se han derrumbado con personas al interior de ellos”, decían los medios. Todo paso tan rápido que, después de los segundos de temblor, el tiempo tomó una pesadez y lentitud. Las sombras parecían opacar la luz que compartíamos al inicio del día.  

Sonó la puerta y era Arturo. Había llegado con bien, pero con la misma pregunta que yo me hacía: “¿sabes cómo está la comunidad? Hay que ir y ver si todos están bien”. En ese momento reaccioné ante estímulos de acción-reacción, pero hoy reconozco la gran enseñanza de amor por los demás que me dejaba Arturo. Una luz que hoy permanece. 

Emprendimos el viaje a la comunidad, pero el camino parecía más largo de lo común. Cuando vi las calles de Ciudad de México, todo estaba lleno de desolación. Las caras de las personas llenas de miedo y tristeza; se respiraba un oxígeno lleno de incertidumbre y preocupación; nada pintaba bien. Al llegar, supimos que todos los jesuitas estaban bien y que Charlie, nuestro viejito, estaba sano y salvo. De allí fuimos a la oficina donde trabajábamos para ver como estaban nuestras amigas y amigos con quienes colaborábamos. Recuerdo la voz de una amiga muy querida decir: “necesito saber si Javi está bien”, a lo que Arturo contestó: “Ve, ahorita eso es lo que importa”. Cada quién fue a ver a su gente amada. 

En ese momento, llegaron preguntas sin avisar: ¿a quién debo ver yo? ¿qué hago ahora? ¿cómo puedo ayudar? Estas inquietudes inundaron mi pensamiento mientras veía a otras personas con el mismo semblante de duda. La realidad me rebasaba, el ruido me ensordecía y desesperaba. 

Después, nos devolvimos Arturo y yo a la comunidad para verificar que todo estuviera bien en casa. Ahora llamaba casa a la gente que me preocupaba. Fue un camino desesperante, lleno de dolor e impotencia. ¿Qué podía hacer un norteño que no había vivido un temblor? Mi respuesta seguía siendo: nada. Lo único que quedaba era esperar noticias sobre nuestros cercanos en CDMX. Espera triste y prolongada. 

Sin embargo, platicando con Charlie, hubo una frase que dijo y sacudió mi alma: “que mal que ya no escucho ni camino bien, si no iría ahorita mismo a dar agua”. Nuevamente, el presente me dejaba impactado, pero con una diferencia, ya venía acompañado de un nuevo camino, de una luz: dar agua. 

Entonces, decidí volver a la zona de la oficina para acudir a un centro de apoyo y ofrecer mi ayuda. Llegué a un edificio donde recolectaban víveres para los rescatistas y personas que ayudaban con los escombros. No conocía a nadie, pero eso no importaba. Todos teníamos una luz dentro de tanta oscuridad: ayudar a los demás y hacerlo lo mejor posible. Más luces aparecían en mi día. 

Así pues, mientras ordenábamos los víveres, un joven mencionó que iba a apoyar a unos de los edificios afectados, por lo que no dudé en acompañarlo. La imagen era impresionante: cientos de personas, militares y civiles, quitando escombros; otros cientos expectantes ante la más mínima oportunidad para hacer relevo; y yo, frío de la experiencia de saber que había personas debajo de esas piedras. 

De repente, una joven se acerca y me dice: “¿quieres una pala y un casco? Soy de Chihuahua y traje lo que tenía para ayudar”. Una vez más, alguien rescataba las pocas luces que parecían existir y esta vez, una paisana mía.  

Es posible que, hasta este instante, yo no fuera consciente de lo que estaba pasando. Momentos, personas y sentimientos escribían en mi corazón permanentemente. Experiencias que traduzco hoy como una experiencia espiritual. Una enseñanza de parte de Dios que toma tiempo cosechar. Por eso, cinco años después, no deseo continuar narrando lo que la radio, televisión y el resto de los medios nos dijeron de este desastre, sino esa vivencia que no se publica porque no vende, pero que sí ilumina. 

Este hecho no solo fue un movimiento de placas tectónicas, también fue movimiento del alma. Movimiento que me hizo abrir los ojos a lo inesperado y a lo frágil que es nuestra vida. Fragilidad que nos une como hermanos y hermanas de una misma tierra. Enseñanza de amor que se encarna en la búsqueda del bien común, como Arturo, que solo deseaba el bienestar de su comunidad.  

Asimismo, descubrí que, ante tanto dolor y desesperación, la realidad se puede llenar de oscuridad al punto de nublar la vista y el corazón. Sombras que nos dejan estáticos y sin saber cómo reaccionar. Pero la vida no se queda allí. Lo más bello dentro de esta oscuridad fue ver que las luces que ayudaban a iluminar el camino eran las personas. Hombres y mujeres que, ante el mismo dolor e impotencia, creaban una luz de esperanza y unidad. Volvía a tomar sentido la palabra comunidad.  

Además, también fue la posibilidad de reconocer un amor por la vida. Un amor que, con un puño levantado, callaba el entorno en espera de un signo de vida. Silencio que exclamaba en mí: tristeza, esperanza, súplica, pero sobre todo amor. Acto de amor que no preguntaba por currículum, código postal o carta de antecedentes penales, sino por alguien que necesitaba de su comunidad. 

Arturo, Charlie, las y los jóvenes del centro de acopio y mi paisana, como muchos otros, fueron luz dentro de tanta oscuridad. Fueron y son hoy la invitación a ver la cruz que nos rodea e invade nuestro día a día. Es moción para escuchar las cruces de nuestros tiempos, los signos y dolores. Es la puerta abierta para preguntar a Papá-Mamá Dios: “y ahora, ¿cómo puedo ayudar?”.  

Y así terminó mi día y cumpleaños. A pesar del temor y cansancio que me invadían, sabía que no estaba solo. Sabía que allá afuera había personas que me ayudarían si yo estuviera debajo de esos escombros. Tampoco fue en ese preciso momento el cumpleaños más feliz, pero con el tiempo, descubro que es uno de los que más regalos perpetuos me ha dejado. Es el día dónde reconozco que la vida es la danza de luces y sombras:  

Hoy veo las cruces de la vida, y vienen a mí mente tantas personas, situaciones inesperadas, injustas y dolorosas. Sin embargo, reconozco que la cruz hoy esta quieta, silenciosa y siempre presente. Una cruz que me pide contemplarla y dejarme reflejar por su entorno. 

A pesar de su quietud, me muestra la rapidez con la que convive, que la rodea. Movimiento que se convierte en la danza de luces y sombras. Sombras que parecen robarse el protagonismo de la luz. Pero que ambas, luz y oscuridad, cuando están una u otra en su totalidad deslumbran, encandilan la mirada. 

Las cruces de la vida invitan a no pedir más luz que oscuridad, sino acompañar la danza de las que ambas son protagonistas. Saber escuchar el son que producen sus matices. Ser partícipe de su quietud, silencio y presencia que revela la puerta abierta a una vida en resurrección.