¿Qué posibilidades nos ofrece la nueva circunstancia de estar confinados? ¿Acaso nos puede llevar a re-conocer a nuestros afectos y a nuestro ser humano? Si nos abrimos a la posibilidad de integrar la afectividad y el cuerpo que habitamos en nuestra experiencia humana, podemos explorar otras formas de estar en el mundo.
Ilustración de Hugo García Sahagún, profesor del Departamento del Hábitat y Desarrollo Urbano.
De repente un día llegamos a esta circunstancia, y aunque se decía por allá y por aquí cómo sería, era difícil imaginarla. Ahora mismo la estamos viviendo, cada una y cada uno de manera única, en la piel, en la carne, en el cuerpo que nos ha sido dado. Estas experiencias, todas irrepetibles, movilizan una variedad de emociones.
Ante la latente incertidumbre, mares desbordados de información nos arriban en múltiples formas, en mensajes de todo tipo, muchos de ellos sin contexto, carentes de referencias, en conversaciones cotidianas, en opiniones de quienes vamos dando el título de “expertos”, dispuestos a arrojar insuficientes razones a lo que acontece.
No tenemos otra forma de hacer cara que desde el modelo de ser humano que nos hemos construido, en pequeño, en esta individual experiencia de existir, y en colectivo, desde aquellas cualidades que, en las formas reiteradas de detentar el poder, se han privilegiado para decir qué es esto de ser humanos. Hemos privilegiado de tal manera la razón que podríamos convertirnos en “esculturas de bustillo” de nosotros mismos, en las que el cuerpo parece ser algo prescindible en favor de nuestros cerebros, la mente y la intelección.
No es casual que las primeras reacciones ante los acontecimientos, nos lleven a querer allegarnos de la mayor cantidad de datos posible, a leer todo tipo de notas, a indigestarnos de información acerca de las características del virus y la enfermedad, el número de personas infectadas, los movimientos de las curvas de enfermedad y muerte en cada país. En casos más puntillosos buscamos las causas económicas, políticas, culturales, mediáticas de nuestras desgracias, movidos quizá desde nuestro anhelo humano de querer encontrar racionalidad en todo cuanto acontece.
Esta circunstancia ocurre en un momento histórico de aparente triunfo de la ciencia, como creación humana. “Nos hicimos como dioses” y creemos que bastan los datos comprobables y comprobados para sostener una aproximación a la realidad. El paradigma científico terminó de conquistarnos, colonizó nuestras experiencias humanas, nuestra forma de razonar, de inteligir, de habitarnos. Quizá lo paradójico del momento es que el advenimiento de la ciencia como última razón, no nos ofrece una perspectiva que nos termine de dar tranquilidad y esperanza en medio de la incertidumbre.
Íñigo de Loyola hace cientos de años, tras una profunda experiencia humana de desolación y confrontación, ya nos ofrecía un camino al advertir que “No el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente” (EE 2). Ofreció con ello un modo de estar en el mundo, una filosofía que daba lugar a la afectividad, sin desestimar la razón. Que ponía en un justo lugar a la ciencia.
Es verdad que Íñigo de Loyola, a quien conocemos con San Ignacio, no vivió este mundo de modernidad y progreso, de avances científicos y de la encrucijada humana frente a su propia creación tecnológica. Pero sí ofreció desde su propio camino andado, un modo de entender eso de ser humano en medio de las complejidades de su propio mundo vivido, en el que las experiencias tienen lugar en el cuerpo, y cuyas emociones son vividas en el espacio interior.
La afectividad y las emociones pueden ofrecer otras formas de estar en el mundo. La filósofa Martha Nussbaum (2008) propone considerar las emociones no como fuerzas extrañas, sino como respuestas que nos ayudan a discriminar lo valioso de lo importante. Propone que las emociones conforman el paisaje de nuestra vida mental y social por lo que ninguna teoría ética puede considerarse completa si a su vez no contempla una teoría de las emociones que permita comprender sus fuentes culturales, su historia de vida, su papel en la vida cotidiana.
Para la socióloga Rocío Enríquez, las emociones son indicadores de sentido y orientación en el mundo; son generadoras de vínculos y puentes entre el ser íntimo y el social. La comprensión del sujeto social requiere del análisis de la vida cotidiana, de las formas y expresiones concretas del afecto, de los modos de callar, así como de las tácticas y estrategias para lidiar y afrontar lo que se experimenta en el plano emocional (Enríquez, 2008).
Si nos abrimos a la posibilidad de integrar la afectividad y el cuerpo que habitamos en nuestra experiencia humana, podemos explorar otras formas de estar en el mundo. Las emociones y la vivencia de la afectividad pueden complementar a la razón, desde el cuerpo.
La palabra “circunstancia” tiene su origen del latin circumstantia, cuyo significado refiere a estar parado alrededor de algo. Hemos sido detenidos para situarnos alrededor de algo. Por lo pronto a lo más próximo, a nosotros mismos, nuestras familias, nuestro contexto cercano.
Explorar la posibilidad de sentir y gustar internamente de las cosas es una alternativa, aunque no es la única, ante este extraño momento. La sorpresa ante una semilla que germina y crece, el amor ante la caricia de los próximos, la admiración ante las novedades que la naturaleza va regalando día con día permiten entrar en contacto con ese lugar interno que no exige un único modo de ser humanos.
Es verdad que no siempre nos enfrentamos a emociones o sentimientos placenteros, comúnmente nuestra vivencia afectiva cotidiana suele estar cargada de sentimientos como la ira, el miedo y la tristeza. Reconocer su presencia permite darles un lugar en la experiencia y abrir posibilidades para trascenderla.
Hay un proverbio Zen que dice así: “En el comienzo los árboles eran árboles, las montañas eran montañas y los ríos eran ríos. Luego llegó un momento en que los árboles dejaron de ser árboles, las montañas dejaron de ser montañas y los ríos dejaron de ser ríos. Ahora las montañas volvieron a ser montañas, los árboles volvieron a ser árboles y los ríos volvieron a ser ríos”. Quizá estemos en un tiempo en el que los árboles pueden volver a ser árboles, las montañas vuelven a ser montañas, los ríos vuelven a ser ríos, y las personas volvemos a ser humanas, desde todas las dimensiones que nos han sido regaladas. Ahí una posibilidad que ofrece la experiencia de la afectividad ante esta circunstancia.
¿Te gustó la ilustración de Hugo García? Descárgala aquí.
Lee más artículos de la serie Reflexiones éticas en una pandemia:
- La vida que nos sostiene, de Salvador Ramírez Peña, SJ.
- Sobre la dificultad para detenerse, de Bernardo García González.
- El llamado de la ética: la importancia de las instituciones, de Rubén Ignacio Corona, SJ.
- La nueva-vieja realidad que nos dejará el virus, de Juan Carlos Núñez Bustillos.
- Recuperar la mesura, de Gabriela Quintero Toscano.
- El ITESO y el reto de la nueva normalidad, de Ignacio Román Morales.
- E pluribus unum, de Bernardo Masini.
- El regreso, de Carlos E. Luna Cortés
- Un minuto de silencio, de Eneyda Suñer Rivas