Carlos Jiménez, arquitecto de la Universidad de Rice en Houston, visitó el ITESO para dar un taller intensivo centrado en la búsqueda de lo sublime en la arquitectura, así como en los puntos de encuentro entre Luis Barragán y Donald Judd
Una maqueta de tonos marfiles de 7 x 3.50 metros domina el escenario del Auditorio Pedro Arrupe, SJ. En la zona central, un hueco por llenar, entre edificaciones y una línea ferroviaria que cruza el pueblo de Marfa, Texas. Se busca el diseño de un Centro de Visitantes.
Son 355 estudiantes de la Licenciatura en Arquitectura del ITESO quienes, agrupados en equipos de seis integrantes, han escuchado por cinco días la visión de Carlos Jiménez, académico de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Rice en Houston, en un taller intensivo en el que también han encontrado los puntos coincidentes entre dos artistas: Luis Barragán y Donald Judd.
«Para mí el tren es un instrumento poético. Es como un fantasma, una aparición», dice Jiménez, quien está interesado en que sus estudiantes despierten la curiosidad y lleguen a sitios donde aún no han estado, que sepan que un espacio es contundente, un sitio es donde hay que entender que otras cosas previas han pasado.
Jiménez, quien ha sido jurado del Premio Pritzker, considera que la arquitectura actual enfrenta graves problemas, uno de ellos es la mercantilización del oficio, otro es el predominio de lo visual. El ojo se ha apoderado del resto de los sentidos, dando cierta torpeza a los juicios. Para él, un arquitecto necesita una aproximación periférica, entender el gran proyecto, la gran obra, como la llama; dejar de pensar que lo sublime es algo que solo ocurre en ciertas sensibilidades, sino más bien reconocer que está siempre presente en cada paso que damos.
–El mundo de hoy es un poco kafkiano. Es curioso que el ser humano es capaz de crear el paraíso en la Tierra, como los moros cuando hicieron la Alhambra en Granada, pero esta viene de otras cosas grandiosas como Persépolis o de una isla en Grecia. Yo creo siempre se debe aspirar a lo sublime en la vida. Hoy la arquitectura se confunde con el mercado, con el estatus, pero la arquitectura es tan esencial como el pan, el amor o la cortesía.
Enseñar es para Jiménez poner al estudiante frente a una obra de manera súbita, como si se tratara de aventar a una piscina a unos nadadores y ver cómo ellos se desempeñan en el agua. Por ello, los participantes del curso no conocieron ni el programa ni las asignaciones, sino hasta que estuvieron reunidos en el taller.
Nacido y criado en Costa Rica, educado en Estados Unidos, pero un renunciante de su visión alienante; amante de México y su cultura, pero también identificado como un cosmopolita al estilo de Jorge Luis Borges; cazador de instantes sublimes e inesperados; admirador de Abraham Lincoln, Bob Dylan y Martin Luther King –de este último recoge la idea de que el arco moral de la historia siempre se mueve, lentamente, hacia la justicia–, Jiménez se define como un ser híbrido, al modo de esos animales fantásticos como el hipogrifo o la mantícora.
–El mundo es horrífico, cruel y voraz, solo tienes que abrir el periódico cada mañana y darte cuenta. Entonces, esa idea de que existe un manantial, un lugar donde el ser humano puede acercarse a la divinidad, que no tiene relación necesaria con una religión o un Dios. La divinidad es la exaltación de lo que experimentas en el mundo, el deleite, como estar aquí bromeando con el fotógrafo, viendo el paisaje o hablando contigo.
A la caza de lo sublime
Un pequeño niño es guiado por el capataz de la finca familiar, en medio de cafetales, arrozales y bosques de lluvia, en la húmeda Costa Rica. El hombre al que de cariño llama «bigotón», actúa como una figura benévola, y lo lleva a encontrar los sitios donde aún habita el espíritu de su padre, fallecido cuando el niño tenía tres años. En ese camino, juntos se adentran en la guarida de una boa constrictora que dormita mientras digiere su presa, como si fuera aquella víbora que en El Principito se come a un elefante. Regresan de nuevo semanas después, para encontrar a la misma serpiente aún en estado de hibernación, cubierta de musgo esmeralda y con pequeñas ranas saltarinas a su alrededor.
Ahí, Carlos Jiménez conoció el sentido de lo sublime.
Años después, ya como un arquitecto prominente, tiene en cuenta que lo sublime habita en cualquier acto cotidiano: una conversación, un pequeño gesto amable o en un poblado de adobe en medio del desierto, a unos kilómetros de la frontera con Chihuahua.
Marfa es un pueblo que tiembla cuando su tren pasa cada hora, un poblado del salvaje oeste, de esos que ves en las películas de Clint Eastwood o Sergio Leone. Una región que sedujo a uno de los artistas más relevantes de Estados Unidos, Donald Judd –asociado al minimalismo, aunque él renegaba del término–, cuya intervención lo convirtió en lo que es hoy, un lugar dedicado a la creación, que cuenta con un museo de arte contemporáneo, una librería envidiable y hasta una réplica de una tienda de Prada.
La primera vez que Jiménez visitó Marfa fue a finales de los años ochenta cuando hacía un reportaje para una revista madrileña. Tomó un vuelo desde Houston hasta El Paso, y luego manejó por más de tres horas en el agreste desierto.
–Pasé cuatro días fantásticos ahí, yo quería conocer a Judd, estaba ahí, pero en realidad no estaba disponible. No estaba bien (de salud), porque él murió unos pocos años después, de un cáncer fatal.
La comunidad de Marfa –tiene alrededor de 2 mil habitantes– hoy vive una efervescencia cultural. Ahí acontecen festivales de música y cine, y acoge entre 75 mil y 80 mil visitantes anuales, pero en los años setenta era una ciudad desértica que trataba de sobrevivir con las pequeñas glorias que le había dejado ser el set de grabación de la película Giant, que protagonizara James Dean junto a Elizabeth Taylor y Rock Hudson en 1956.
Cuando Judd llegó, encontró tan devaluado el lugar que pudo comprar propiedades a precios irrisorios –desde antiguos hangares, un supermercado o un banco– y lo convirtió en su refugio artístico, ideal para una persona huraña y ermitaña, como lo era el artista contemporáneo.
Judd falleció en 1994, víctima de un linfoma, pero dejó un legado artístico envidiable, no sólo en términos de obra, sino también una fundación sin fines de lucro en apoyo al arte –la Chinati Foundation–, un museo y los ojos del mundo puestos sobre Marfa. Jiménez, ya enamorado de Marfa, regresó entre 1999 y 2000 para hacerse cargo del diseño y construcción de una casa local, lo que le permitió involucrarse con la comunidad por cuatro años.
–Su obra es conmovedora, pero a mí lo que me fascina de Judd es esa visión panorámica, no es una esquina de un museo, una pared, es todo, el gran paisaje como lo llamo yo.
Esta integración de la obra artística con el paisaje, o del paisaje como extensión del protagonismo arquitectónico, entendiendo que una vez que la intemperie se apodera de la obra, esta es una obra distinta, es parte de la trama que Jiménez establece como conexión con el arquitecto tapatío Luis Barragán, del cual se sabe que el propio Judd era admirador –Barragán, nacido en 1902, le llevaba poco más de dos décadas de ventaja a Judd (1928)–. En ambos, Jiménez ve una intención de conducirnos y acercarnos hacia lo sublime.
–Barragán era muy íntimo en la gran urbe de México, o inclusive con las obras aquí en Jalisco. Él creaba jardines y lugares de estancia, buscaba crear la infinitud dentro del límite, porque en una casa de Barragán, cuando estás en ella, el cielo es infinito. Ya no ves la Ciudad de México. Él lo hizo para que no estuvieras consciente de que había una ciudad alrededor.
La sincronía artística entre Judd y Barragán es parte de este concepto de lo sublime que enarbola Jiménez, algo que ocurre con frecuencia entre contemporáneos. Esto pasó en la literatura con los integrantes del boom latinoamericano. Desde distintas geografías, Borges, Asturias, Fuentes o García Márquez coincidían en inquietudes y temáticas.
–Ahí en el aire hay algo de lo que los artistas se alimentan y ellos son los que lo captan, lo capturan, es como una premonición.
FOTOS: Zyan André