Analizar la masculinidad desde la misoginia consiste en comprenderla, en su núcleo más básico, como el sometimiento de todo aquello de lo que dependemos para vivir.
POR HÉCTOR EDUARDO ROBLEDO
Profesor del Departamento de Psicología, Educación y Salud y del Departamento de Formación Humana, ITESO

Ante la apabullante evidencia de que las formas más cruentas de violencia son ejercidas mayoritariamente por hombres (bit.ly/2IHkMDq), desde la irresponsabilidad respecto a la paternidad y el trabajo de cuidados hasta los genocidios -entre los que habría que contar la pandemia feminicida de países como México-, es urgente preguntarnos qué hacer con la masculinidad. ¿Qué es la masculinidad o cómo debemos entenderla? Podemos partir desde todos aquellos comportamientos que aprendemos en la experiencia social (familiar, escolar, mediática, etc.) que son propios principalmente de los hombres. Aprendizajes que se producen también a través de fuertes cargas de sanciones sociales y de violencias. La competitividad y la “conquista” (amorosa, sexual, territorial), se instauran como valores que aumentan el prestigio de los hombres y nuestras posibilidades de ascender en la escala socioeconómica. Lo más grave es que casi todos estos valores están atravesados por la misoginia, que parte desde el desprecio por lo que las mujeres sienten y piensan, así como por las expresiones y prácticas de aquello que consideramos femenino.

Sin embargo, la misoginia no es solamente la asunción de una ideología machista, sino el eje vertebrador de la subjetividad masculina. Según explica David D. Gilmore, los hombres nos afirmamos existencialmente como tales al distanciarnos de aquello que pudiera identificarnos como mujeres, homosexuales o niños. En la vida diaria, esta afirmación se expresa como una constante violencia hacia esos sujetos, que comienza por el trato despectivo. Que “joto”, “puto”, “no seas nena” sean expresiones utilizadas popularmente como burlas e insultos dan cuenta de que la misoginia se encuentra implantada y naturalizada en el imaginario colectivo.

Ante estas afirmaciones es frecuente escuchar el reclamo de que no todos los hombres somos así, no todos somos violentos hacia las mujeres o los gays -y que de hecho existen los sujetos que se asumen hombres gays-, por lo que sería una exageración afirmar que la identidad y la subjetividad masculina se construyen desde las normas de la misoginia. En cierto sentido esto es verdad, pero tendríamos que problematizar rigurosamente este argumento considerando la complicidad que asumimos con quienes sí violentan, a través del silencio y la subestimación de las denuncias de las mujeres respecto a la violencia machista. Pero sobre todo, tendríamos que cuestionar las posiciones específicas de poder que ocupamos como hombres en una sociedad que es patrialcal y los privilegios que nos reditúan las instituciones que se estructuran por hombres: mejores puestos y salarios en el mundo laboral, mayor prestigio, credibilidad, uso de la palabra, disposición del tiempo personal para el ocio y el desarrollo profesional -tiempo que no destinamos en los cuidados de otros mientras que las mujeres sí lo hacen-, que conducen a realidades tan desiguales como el acaparamiento del poder político por parte de los hombres y la exclusión de las mujeres de las decisiones que pesan sobre sus propios cuerpos, como ocurre con la penalización del aborto.

Analizar la masculinidad desde la misoginia consiste en comprenderla, en su núcleo más básico, como el sometimiento de todo aquello de lo que dependemos para vivir (bit.ly/2GMAVnR). Mientras que mucho de lo que identificamos como femenino tiene que ver con el cuidado de los otros, de la comunidad, de la responsabilidad del trabajo doméstico (“mandilón” aún es un insulto para muchos hombres), la masculinidad modela una estructura de poder que se produce y se reproduce en las instituciones vertebrales de la “sociedad” que alcanzamos a imaginar: la familia, la Iglesia, el Estado, la empresa, la escuela, la universidad y el orden mundial del desarrollo gobernado por los estados-nación y el libre mercado. Una estructura de poder dispone constantemente a las mujeres a nuestro servicio, mediante los cuidados y el trabajo doméstico no correspondido y no remunerado, así como para nuestro consumo sexual.

El machismo sería entonces el ejercicio de unas prácticas de dominación desde la posición masculina, que no se trata solamente de violencias contra las mujeres. Si consideramos que el machismo se ejerce desde la legitimación como posición masculina de poder, vemos que éste también se expresa en la depredación de todo lo que nos rodea en aras de producir capital. Hay enunciaciones de clasismo y de racismo que señalan a los hombres pobres, de clases trabajadoras, que no son “ilustrados” o escolarizados, racializados como negros o morenos, como los más proclives a ejercer el machismo. En realidad, la violencia patriarcal más devastadora y persistente es la que ejercen los señores blancos dueños del capital y su control financiero, ligado directamente a las organizaciones transnacionales del crimen organizado, a las empresas extractivistas y las fuerzas del Estado. La violencia del capital que empobrece, destruye y desplaza a los pueblos y a la naturaleza es la expresión máxima del patriarcado y cada vez que ejercemos el machismo en el fondo intentamos mantenernos o ascender en las jerarquías de esa estructura capitalista, para, de entrada, librarnos de toda la violencia que somos capaces de producir los hombres. Los pactos entre hombres suelen darse desde lógicas mercantiles, en las que cada quien presenta y presume sus productos y trofeos, incluidas las mujeres. En México eso es una de las definiciones de ser “chingón”.

¿Qué hacer?, quizá sea una pregunta que cada vez más hombres nos estemos haciendo -ojalá- y sobre la que convendría enlistar algunas guías que surgen de las interpelaciones feministas que vemos en forma de marchas, libros, redes sociales y otras expresiones políticas de este movimiento. Las reflexiones que aquí se comparten emanan de muchos momentos y lugares, principalmente de los encuentros en el espacio feminista Cuerpos parlantes (bit.ly/2Pw65U9), de los cursos de Estudios de Género de la licenciatura en Psicología, ITESO, y de las actividades del Colectivo de Masculinidades en Conflicto No es amor es higiene / Dejar de chingar (facebook.com/noesamoreshigiene):

  1. Hacernos cargo del cuidado de nosotros mismos y de quienes están a nuestro alrededor. Esto comienza por una revisión profunda de quién ha estado pendiente hasta ahora, de forma permanente, de nuestro bienestar, de nuestra crianza, de las condiciones en las que habitamos: el alimento, la higiene, el orden de la casa y los espacios de convivencia y trabajo. Revisar también quién nos da soporte emocional cuando lo requerimos. Preguntémonos ahora si estamos correspondiendo a estos cuidados, si nos estamos haciendo cargo hasta en los detalles más invisibilizados (como lavar la taza del baño en casa, o la taza del café en la oficina). Esta revisión tiene que ser constante y sistemática porque lo normal es que no nos hagamos cargo. Es momento entonces de actuar, conscientes de que hacernos cargo del trabajo doméstico, no es “ayudar” sino hacer lo que nos toca. Respecto al trabajo de crianza que el no desear tener hijos no signifique la falta de responsabilidad colectiva respecto a los niños y niñas que están a nuestro alrededor.
  2. Revisar nuestras relaciones con las mujeres que nos rodean, preguntarnos: ¿con quiénes me relaciono y para qué? ¿Qué aporto y qué obtengo de esas relaciones? Si entendemos que el sistema sexo/género es una estructura de poder, ¿abusamos de la posición que ocupamos en esa estructura? ¿Escuchamos y valoramos de la misma manera las opiniones de nuestras compañeras mujeres que de nuestros compañeros hombres? En la universidad sería importante revisar a fondo cómo nos relacionamos los docentes con las estudiantes, reflexionar cuando la admiración hacia los docentes puede ser aprovechada para la seducción. La legitimidad que nos da el conocimiento que impartimos y la edad establecen claramente un desequilibrio de poder (bit.ly/2UUKY3T). Si nos relacionamos con las estudiantes más allá del aula, ¿qué obtenemos de ello? ¿Amistad, aprendizajes compartidos? Si es compañía, ¿en qué condiciones? Si lo que prima es adulación, paternalismo, contención emocional o goce sexual, tenemos un problema del que también tenemos que hacernos cargo. No todos los docentes nos servimos de las relaciones de esta manera, ya lo sabemos, pero hay estructuras sociales que lo hacen muy posible y ese es en realidad el problema.
  3. Asumir colectivamente, como género, que tenemos un problema qué resolver con la masculinidad. Las revisiones de las que hablamos arriba son profundamente personales, pero eso no quiere decir que sean individuales. La transformación de las estructuras de dominación requiere interpelarnos, reflejarnos y acompañarnos entre pares hombres. Si estamos leyendo esto es porque seguramente hay mujeres a nuestro alrededor que se están organizando para frenar las violencias machistas, lo cual es ya bastante trabajo. Recordemos que el problema proviene de las formas en que nos hacemos hombres, es decir, de la masculinidad, por tanto, tenemos que asumir, cuanto antes, el trabajo de cuestionar la masculinidad propia y de forma colectiva. Incluyendo en esta reflexión los señalamientos públicos que se están naciendo solamente a algunos de nosotros. Comencemos por reunirnos a compartir nuestras dudas e inquietudes respecto a nuestro actuar, traslademos también la contención emocional hacia estas reuniones. Para acompañarnos, pero sobre todo para confrontarnos.
  4. Subvirtamos los pactos entre hombres para relacionarnos más allá de la masculinidad que nos atraviesa. ¿Somos capaces los hombres de querernos más allá de la competencia o el solapamiento? Experimentemos la amistad no basada en la validación de nuestras violencias y “proezas” sexuales, sino en el cariño y el cuidado mutuos. Pero, sobre todo, no guardemos silencio ante las violencias machistas de nuestros compañeros. Tal vez entonces estemos ante la emergencia de subjetividades no-misóginas capaces de existir para una vida digna compartida y no para la dominación.

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