Muchas de las personas que cruzan en estos momentos por nuestro país son familias. Niños, mujeres y hombres vulnerables que dejaron todo y emprendieron un viaje a pie para subsistir.
En las últimas semanas el paso de la caravana migrante por nuestro territorio ha generado un impacto significativo en la opinión pública. En Chiapas, Jalisco o Baja California, la sociedad mexicana ha tenido que enfrentar el dilema sobre el trato a los migrantes y en esta encrucijada ha visto amenazada su propia identidad. Las muestras de rechazo a este fenómeno han estado acompañadas de un incipiente y malogrado sentimiento nacionalista: por ejemplo, la marcha del 11 de noviembre convocada para cuestionar la cancelación del aeropuerto en Texcoco, dejó en la memoria la imagen de una mujer sosteniendo una cartulina que decía “Inmigrantes Indeseables”. También, el alcalde de Tijuana, no ha tenido pudor al manifestar que los “hondureños” no son bienvenidos en su ciudad, pues traen con ellos problemas de seguridad.
Sin embargo, de todos estos ejemplos resalta uno en particular, el de las reacciones de las redes sociales a un video en el que una mujer “hondureña” rechaza los frijoles que le han sido entregados para alimentarse en su paso por nuestro país. Los señalamientos sobre la ingratitud y descortesía de esta mujer a la sociedad mexicana siguen manifestándose en formas de memes o videos y, lamentablemente, hemos obviado el análisis de los hechos: las personas que integran los contingentes de las diferentes caravanas migrantes vienen huyendo de una situación insostenible, pero sobre todo de contextos que vulneran su integridad y ponen en riesgo su vida.
La migración centroamericana a Estados Unidos no es un fenómeno nuevo y sus razones son muy variadas. Si bien es cierto que históricamente el “sueño americano” ha impulsado la migración voluntaria en busca de mejores oportunidades económicas, también es cierto que la migración es un recurso de sobrevivencia para los centroamericanos que huyen de los conflictos armados y la inseguridad generada, entre otras muchas cosas, por las intervenciones políticas y militares de Estados Unidos en la región. Muchas de las personas que cruzan en estos momentos por nuestro país son familias, colectivos de grupos vulnerables, hombres, mujeres, niños que consideraron que lo mejor que podían hacer para sobrevivir era dejar todo y emprender un viaje a pie, lleno de amenazas no solo de las calamidades climatológicas o geográficas de las rutas, sino también de los riesgos que conlleva atravesar por lo menos tres países de manera irregular, confiando en la buena voluntad de los vecinos para facilitarles el tránsito.
Por ello, una persona que lleva tres semanas caminando, con sus hijos a cuestas, soportando los avatares de la nostalgia por haberlo dejado todo, de la incertidumbre por el futuro, sabiendo que al llegar a la última frontera la espera un ejército bien armado y detrás de éste una horda de amantes del rifle dispuestos a cazarla, manifieste un comentario de hartazgo sobre la comida –específicamente sobre los frijoles, aludiendo a que estos no son comida humana- no es motivo suficiente para levantar el dedo y juzgar su capacidad de gratitud. Esta es la prueba de que la caravana migrante nos ha puesto en cuestión nuestra propia identidad.
Históricamente, México se ha caracterizado por ser una nación solidaria con las diásporas [éxodos] internacionales: primero vinieron los libaneses, luego los españoles exiliados por la guerra civil, y más tarde argentinos y chilenos que huían de las dictaduras sudamericanas. Pero en las últimas semanas, parece que este espíritu de la hospitalidad mexicana se ha ido difuminando, y por el contrario nos hemos visto seducidos por el discurso xenófobo de nuestro vecino del norte, transmitiendo un mensaje confuso a la comunidad internacional. México es una nación que ha impulsado la protección y defensa de los derechos humanos de las diásporas, impulsando la negociación de acuerdos y convenciones internacionales que vigilen por los derechos de las personas que se encuentran fuera de sus naciones de origen. Y no es para menos, se calcula que casi 35 millones de personas nacidas en territorio mexicano viven en Estados Unidos, y la nuestra, es una historia de migrantes. Después de la Segunda Guerra Mundial, el programa bracero abrió las puertas del campo estadounidense a muchos trabajadores mexicanos, y hubo una primera generación que decidió quedarse ahí, porque las cosas en México no estaban bien. Después, en los años 90, con la crisis económica, muchos mexicanos tuvieron que huir de sus hogares buscando oportunidades económicas, pero sobre todo buscando un futuro mejor para su descendencia.
Por ello es que estas muestras de rechazo a la migración, se presentan como una incongruencia frente a la comunidad internacional. Habrá quienes digan que en México hay muchas personas que necesitan trabajo, y que en Nayarit las tormentas han dejado en condiciones precarias a un buen número de nayaritas. Sin embargo, estas posturas también son contradictorias, pues México siempre ha mostrado su solidaridad, pero sobre todo su misericordia con la tragedia humana. En el marco de la conmemoración del día internacional de la migración [18 de diciembre], deberíamos recordar las razones que motivan a las personas a desplazarse de manera repentina y apresurada. Si lo hacemos, encontraremos que la migración no es un capricho frívolo que ponga en riesgo la estabilidad o la seguridad de nuestra nación. La migración, en muchas ocasiones, es un recurso de supervivencia.