Encontrar esperanza en la vida cotidiana podría ser un desafío en medio de la prisa y el temor que nos envuelve la realidad en la pandemia; aunque, si miramos con atención, podríamos dejarnos llevar por el asombro de los gestos sutiles que tejen nuestra supervivencia y esperanza.
Por Omar Longoria, profesor del Departamento de Electrónica Sistemas e Informática
Dicen por ahí que la esperanza está extraviada; me resisto, pero las evidencias sociales de la realidad cotidiana me machacan mis creencias y principios. Sin embargo, hoy por la mañana caminando hacia la parada del camión me vino a la mente el pasaje bíblico de Sodoma y Gomorra (Gn. 18, 16-33), en el que en una ciudad como la nuestra se evidencia la entropía en aumento y el individualismo exacerbado que solo mira hacia las propias necesidades y deseos, dejando a un lado la alteridad, la solidaridad y en último término, la misericordia. En ese contexto, Abraham intercede por su pueblo.
Motivado por la situación que contemplo de poca solidaridad y atención de unos a otros, cierta mañana en que hacía mi viaje de casa al trabajo – siempre transito entre Zapopan y Tlaquepaque –, me dije:
– Trataré de hallar a los 10 justos y justas que Abraham le prometió al Señor en el relato del libro del Génesis.
Así, con todos mis sentidos atentos empecé en una de las paradas del camión ruta 380.
Primer intento: Las obras del Periférico en la zona metropolitana complicaron la parada, al paso de un primer camión, una señora y yo tuvimos que hacerle señas a medio Periférico para que se parara y ¡vaya, fue un intento en vano! La búsqueda del primer justo se esfumó y mi esperanza comenzó a desvanecerse entre el humo del camión, el polvo de las máquinas y el horizonte de la ciudad con filas de autos por doquier.
Segundo intento: Seguimos esperando bajo el sol de la mañana, el ruido y el smog rodean nuestro entorno. De pronto divisamos a lo lejos otro camión. La señora y yo nos miramos e intercambiamos la Esperanza: – a ver si este sí nos recoge. De pronto el camión se para a un lado de nosotros, se detiene el tráfico en Periférico y logramos abordar a toda prisa, al mismo tiempo que el camionero nos da la bienvenida: ¡Pásele, señora! Ya la hicimos, me dije, y le agradecí al chofer. Así, ya dentro del camión retomé mi misión de encontrar a los diez.
El primero, el chofer, parece que da muestras de serlo. Cerca de llegar a la siguiente parada, una persona tocó el timbre solicitando su parada, pero era complicado para el chofer detenerse en esa precisa zona; de pronto su voz inundó el camión diciendo: ¡permítame señora!, ahorita la bajo. La señora bajó del camión y mientras lo hacía, volvía su cara mirando de reojo con palabras de agradecimiento. Soy sincero, me gustó el intercambio de cortesía entre ellos.
Más adelante se sube un señor, pero quiere pagar con billete. Como la ruta no acepta billetes ni que los choferes reciban o cambien dinero, rápidamente le dijo el chofer:
– Mire amigo, ¡pásese mejor!, porque no le puedo recibir el billete, sería motivo para que me corran y eso es lo que están buscando, ya soy viejo y a los viejos no nos quieren en este trabajo. ¡Échele lo que pueda a la alcancía y que no se vuelva a repetir!
El hombre, agradecido, depositó un par de monedas y se acomodó donde pudo. Mientras tanto las palabras del chofer resonaron en mi cabeza, dándole puntos a la Esperanza, seguía reafirmando al primer justo.
En la siguiente parada un chavo andrajoso comienza a abordar el camión cuando de pronto el chofer le dice:
— ¡Pásale, amigo! no me pagues, prefiero que te pongas a trabajar a que andes en la droga.
El chavo asintiendo con la cabeza en forma agradecida, subió al camión. Mientras tanto yo reflexionaba: aquí hay algo raro, no puede ser cierta esa actitud; dudé de la Esperanza, pero la evidencia era certera.
Así continuamos por un rato en varias paradas, el chofer bajaba personas diciéndoles: – que les vaya bien; las personas agradecidas como las viejitas, le decían: – Dios lo bendiga, y él les contestaba: – le agradezco su bendición, que le vaya muy bien. Una sonrisa recorría la cara y el corazón de las personas que bajaban del camión.
Posteriormente, en una de las paradas principales, el camión quedó solamente con personas sentadas y en eso se sube un joven con un billete de veinte pesos. Rápidamente, el chofer ni tardo ni perezoso alzó la voz diciendo: –¿Alguien que le cambie este billete por monedas? Una persona se levantó sacó sus monedas y cambió el billete. El joven agradeció a la persona y posteriormente depositó sus respectivos 10 pesos en la alcancía; finalmente, agradeció al chofer por el trato amable y la solución a su problema.
En ese momento caí en la cuenta del valor de una persona. Una sola puede trasformar el día a día de otros, sacar lo mejor de una comunidad, como el agradecimiento y las bendiciones obtenidas de manera auténtica. La empatía, el salir de sí mismo para ponerse en los zapatos del otro, reactiva a los demás, devuelve la sonrisa y la esperanza de vivir de manera distinta la monotonía. No encontré diez justos, solamente uno, pero fueron más de diez las personas agradecidas e impactadas por su actitud y sus acciones. En el día a día, una sola persona puede hacer la diferencia, porque el impacto es exponencial. No me cabe la menor duda que al menos ese día, todas aquellas personas que viajamos con el justo, transferimos la experiencia vivida con los que convivimos después.
Por fin llegué a mi parada y realmente me nació reconocerle:
— Mis respetos por tu actitud, que te vaya bien -, le dije mientras bajaba en la parada del ITESO.
Él, sencillamente, me contestó:
– Cuídese y que tenga buen día.
Omar Longoria es profesor del Departamento de Electrónica Sistemas e Informática.