Un cañonazo en la pierna fue el detonante para la transformación interior de Ignacio de Loyola, suceso que fue el génesis de la espiritualidad que alimenta nuestro modo de proceder y que sostiene las utopías que hoy soñamos: un mundo mejor guiado por el amor, la justicia, la reconciliación y la paz

La experiencia humana

En el desarrollo de nuestra existencia acumulamos diversos aprendizajes vitales que llamamos experiencias de vida, el conjunto de ellas resulta de un proceso complejo en el cual confluyen las relaciones con los otros y con el medio en el que se desvela la vida personal, que finalmente decantan en la manera en que nos miramos y comprendemos a nosotros mismos. Incluso los cambios corporales llegan a condicionar nuestra percepción personal y la forma en que nos relacionamos. Las experiencias de vida, percibidas internamente de manera afectiva y por lo tanto subjetiva, nos llevan a cambiar nuestra interpretación de la existencia, de aquello que le da sentido. Las experiencias de vida son las que me van configurando en la persona que soy, me deconstruyen para cimentarme de nuevo en una inédita comprensión de quien soy, y del mundo, incluyendo lo que cimenta la vida misma.  

El génesis de la experiencia de vida es provocado por algo que se aprecia como vital y distinto de mí, y que me lleva a percibirme de manera novedosa. Lo vivo yo, pero parece reflejarse en una tercera persona que soy yo mismo y me hace nuevo: «el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios» (Jn 3,3). 

Los valores personales y la experiencia espiritual

Cada persona tiene valores que guían su vida como orientaciones vitales. El sentido de vida se conforma a partir de esas orientaciones, que se concretan en una forma de vida, en un modo nuestro de proceder que hace que la vida tenga sentido, que merezca ser vivida. Los valores que guían nuestra actuación son constructores de la personalidad, definen nuestra postura ante la vida y los otros, y se convierten en orientaciones vitales de nuestras metas y anhelos. De esta manera, nuestro sentido de vida se con-forma desde estas orientaciones vitales y se revela en el estilo y propósito de vida concretos de cada persona, dan orden y dirección a la propia existencia como digna de ser vivida. Este proceso se da en nuestra interioridad. 

 En determinadas situaciones vivimos momentos de inflexión que nos llevan a un cambio de rumbo, en el que nuestra vida da un giro que nos lleva a reconstruirla. Es posible que un profundo cambio se dé en nuestros afectos, pensamientos, acciones y manera de ser. Experimentamos una resignificación de los valores personales, un cambio estructural de nuestra personalidad orientado hacia nuevas posiciones vitales, hacia un nuevo sentido vida, terreno propio de la espiritualidad. 

Desde la experiencia espiritual vital, el proyecto de vida de la persona se reorienta para guiar la forma en que la vida se va desplegando, en medio de las fragilidades y contradicciones personales, para articular todo lo que constituye el modo de proceder del sujeto a lo largo de su trayectoria vital. 

La espiritualidad es la dimensión que traspasa los límites de la experiencia humana, la necesidad de sentido, de valores, de trascendencia. Es importante no confundirla con la religión, pues la experiencia espiritual es anterior y se da en el interior del corazón humano; mientras que la religión es la forma, estructura o institución, en la que se puede expresar comunitariamente una determinada espiritualidad. Las religiones son mediaciones o formas concretas en que se plasma la espiritualidad. Una experiencia religiosa no siempre será una experiencia espiritual; en cambio una profunda experiencia espiritual llega a trastocar los valores de la persona, induciéndola hacia un nuevo sentido de vida con nuevas formas de relación y de proceder. La espiritualidad, desde esta experiencia interior personal, se convierte en el fundamento del comportamiento de la persona. 

Desarrollar la interioridad, nuestra dimensión espiritual, nos lleva a vivir experiencias desconocidas que ponen ante nuestro corazón nuevas posibilidades e invitaciones que modelan de formas inéditas nuestros valores. Nos guía hacia una mayor libertad y a un enfoque de lo verdaderamente importante que revitaliza y redirecciona la vida misma y nos conduce a encontrarnos en la unidad esencial del todo, a una conciencia que nos hace parte de tal unidad.  

Cada persona tiene valores que guían su vida como orientaciones vitales. El sentido de vida se conforma a partir de esas orientaciones, que se concretan en una forma de vida, en un “modo nuestro de proceder” que hace que la vida tenga sentido, que merezca ser vivida. Los valores que guían nuestra actuación son constructores de la personalidad, definen nuestra postura ante la vida y los otros, y se convierten en orientaciones vitales de nuestras metas y anhelos.  

La experiencia espiritual ignaciana

En Íñigo López de Loyola es muy claro el proceso de la experiencia espiritual vital, que le llevó a convertirse en el Ignacio de Loyola que fundó la Compañía de Jesús. Íñigo creció en la corte del rey Fernando el Católico como un hombre dado a las vanidades del mundo, que principalmente se deleitaba en el ejercicio de armas, con un grande y vano deseo de ganar honra«, según se describe él mismo en su autobiografía. En 1521 es herido en la batalla de Pamplona por una bala de cañón que le destroza una pierna, pero sobre todo destruye sus ambiciones y le hunde en el fracaso de sus ideales. Es un momento de inflexión en el cual inicia su proceso de conversión; Ignacio vivió una experiencia espiritual de gran profundidad que le llevó a identificar en su interior diferentes movimientos y pensamientos que identificó como “diferentes espíritus” para distinguirlos y así fue desarrollando los principios del Discernimiento Espiritual Ignaciano.  

El efecto de ese proceso interior lo describirá como que le parecían todas las cosas nuevas…”. La poderosa novedad en la que se descubría a sí mismo y al mundo le llevaron a encontrarse con algo más grande que todo: Dios en la persona de Jesús. Desde su lecho de enfermo, Ignacio fue escuchando una voz, que, en medio de las voces del mundo, le invitaba a un cambio de rumbo, de sus valores y de sus deseos. La respuesta del futuro peregrino que caminaría “solo y a pie” fue dándose gradual y progresivamente, pero de manera contundente y radical. Su experiencia espiritual quedó plasmada en sus Ejercicios Espirituales, que han resignificado la vida de miles de personas a lo largo de cinco siglos. 

Desarrollar la interioridad, nuestra dimensión espiritual, nos lleva a vivir experiencias desconocidas que ponen ante nuestro corazón nuevas posibilidades e invitaciones que modelan de formas inéditas nuestros valores. Nos guía hacia una mayor libertad y a un enfoque de lo verdaderamente importante que revitaliza y redirecciona la vida misma y nos conduce a encontrarnos en la unidad esencial del todo, a una conciencia que nos hace parte de tal unidad. 

La conversión ignaciana y la celebración itesiana

Este año, a partir del lunes 16 de agosto, en el ITESO celebramos el quingentésimo aniversario de la herida que Ignacio recibió en la pierna ocasionada por una bala de cañón durante la batalla de Pamplona, y que dio inicio de la experiencia interior que le llevó a reorientar su vida.  

La Compañía de Jesús y la familia Ignaciana en todo el mundo celebramos esa experiencia de conversión bajo el lema: Ver todas las cosas nuevas en Cristo. Esta es una invitación a reconocer los cañonazos, los momentos de conversión en nuestras vidas para re-descubrir aquello que da sentido a nuestra propia existencia, a cuestionarnos si los valores que nos guían son los evangélicos, aquellos que nos lleven a vivir una vida con un sentido profundo; a construir comunitariamente una sociedad justa, incluyente y humana, orientada por la reconciliación, el amor y la solidaridad. El ITESO desarrolló un programa de actividades académicas, culturales y recreativas para reflexionar y celebrar nuestra propia experiencia y sentido de vida. 

La experiencia espiritual sostiene las utopías de hombres y mujeres de hoy, que sueñan con un mundo guiado por el amor, la justicia y la reconciliación, utopías que nos impulsan a hacer vivas las Bienaventuranzas evangélicas (Mt 5,3-12): vivir sin apegos como los pobres que nada tienen, a curar a quienes tienen el corazón herido, a vivir desde la humildad y la sencillez, a compartir para que no haya quien sufra de hambre y sed, a trabajar por la paz y la justicia. Pero para ello, hemos de trabajar en nuestra propia libertad.