El voluntariado en algunos de los escenarios que propone el Centro Universitario Ignaciano permite ir más allá al desarrollar el trabajo comunitario con un componente de espiritualidad, necesario para eliminar el ego y escuchar a las personas con y para quien se trabaja
Por Ricardo Corona Pérez, alumno de sexto semestre de la licenciatura en Gestión Cultural
Son diversas las razones por las cuales muchas y muchos universitarios deciden participar como voluntarios en el Centro Universitario Ignaciano (CUI). Algunos lo hacen para “ayudar” a los demás, otros para tener nuevas experiencias y unos cuantos, como yo, por accidente. Pero todos aquellos que duramos más de un semestre insertados en los diversos escenarios que propone el CUI logramos comprender dos conceptos clave de la Espiritualidad: la solidaridad y el construir comunidad.
Muchas personas piensan que quienes estudian alguna carrera relacionada con las humanidades automáticamente se convierten en seres humanos solidarios con las diversas realidades, como si fuese algo que surge de manera espontánea en esas personas. Pero frecuentemente confundimos solidaridad con asistencialismo. Si bien regalar despensas o cobijas a las personas que más lo necesitan es necesario e importante en primera instancia, esto no soluciona de raíz ninguna problemática y la acción por sí misma no nos acerca lo suficiente a las realidades de pobreza y marginación para entender cuáles son las causas de fondo detrás de estos escenarios conflictivos.
Para practicar verdaderamente la solidaridad es necesario sentirse estrechamente unido a las personas y su medio, haciendo propios sus dolores y sufrimientos. Sentirse cercano al contexto y reconocer que, al ser parte de él, también nos afecta directamente y que somos parte de la problemática por distante que nos parezca. Es solo desde aquí que se puede tomar una decisión consciente, para tomar partido y actuar desde nuestras propias trincheras para comenzar a transformar la realidad. Un maestro nos decía que pequeñas personas, en pequeños lugares, haciendo pequeñas acciones logran grandes cosas.
La espiritualidad es necesaria dentro del trabajo comunitario, ya que permite que, como personas, nos alejemos del individualismo complaciente para volvernos receptivos a todo lo que existe, a partir del desarrollo de una profunda experiencia de unidad con la comunidad en la que colaboramos. Esta vivencia de pertenencia al Todo exige que eliminemos nuestro ego y escuchemos atentamente a todo lo que nos rodea, principalmente a las personas con las que trabajamos y para quienes lo hacemos.
De esta forma, para el voluntario del CUI, solidaridad en el trabajo comunitario se entiende como apoyo mutuo, fraternidad, escucha activa, generosidad y compromiso. Esto nos ha llevado a apoyar a las personas que fueron desplazadas de sus comunidades, a los migrantes que tienen que transitar por el territorio mexicano enfrentándose a un sinnúmero de abusos debido al contexto de violencia en el que estamos inmersos y a trabar por el cuidado del medio ambiente constantemente amenazado. La vida del otro deja de sernos indiferente, o como decimos los voluntarios, nos pica la víbora, que significa que no podemos dejar de ver esa realidad que antes desconocíamos o temíamos aceptar.
Cuando entramos en contacto con la comunidad en la que trabajamos, conocemos las historias de las personas que habitan en ella, sus nombres, sueños, temores y anhelos. Conectamos con sus sentires, tanto individuales como colectivos, y trabajamos en conjunto para modificar los estados de violencia que imperan en muchos de estos espacios, a la par que construimos nuevos sentidos que nos fortalecen, llevándonos a trascender y conectar con Dios. Y una vez que entendemos que lo que afecta a otros también nos afecta a nosotros, logramos una visión más amplia de la realidad, ya que se nos abren los ojos al entendimiento de una conexión entre todos y con el todo.
En mis dos años como voluntario en realidades indígenas, colaborando con la comunidad de La Noria, aprendí que trabajando en comunidad, escuchando y aprendiendo de los conocimientos de las familias purépechas, se desarrolla una conciencia más grande de lo que nos rodea, permitiendo que nos relacionamos con mayor profundidad con los otros, con nuestro entorno, con la naturaleza y, por supuesto, con nosotros mismos. Al final, sabemos que, si nos reconocemos con los demás y con Dios, podremos vivir felizmente.