Frente a un mundo que se nos presenta problemático y complejo, el reencuentro entre la fe y la ciencia es una ventana a la esperanza que puede darnos la fuerza y la sabiduría para navegar hacia buen puerto en este mar encrespado

Ad maiorem Dei gloriam 

Los seres humanos tenemos una dimensión espiritual y, por lo tanto, somos seres de valores. Necesitamos de ellos para darle dirección a nuestras acciones. Pero nuestros valores, así como pueden conformarse a partir de una toma de consciencia verdadera, derivada de un discernimiento profundo, guiados por nuestra inteligencia espiritual, mediante la cual vamos encontrando un auténtico sentido de vida; también pueden ser impuestos a través de ideologías superficiales y vacías que nos dejan a la deriva. 

F. Shumacher, en su libro Small Is Beautiful, explica con gran claridad cómo la crisis social y ambiental en la que actualmente estamos inmersos es en el fondo una crisis de valores derivada de una cosmovisión racionalista y reduccionista, que falla al abordar la complejidad de la realidad, dejando de lado lo bello y lo profundo, es decir, lo espiritual. (Schumacher, 2010) El autor afirma que “cuando las motivaciones superiores no llenan el espacio espiritual disponible, entonces necesariamente lo llenará algo inferior. La actitud pequeña, mezquina y calculadora ante la vida que se racionaliza en el cálculo económico.”

Para entender con mayor profundidad cómo llegamos a esta crisis de valores, es importante revisar un poco de historia: 

En 1543 se publica el libro “De revolutionibus orbium coelestium”, mismo año de la muerte de su autor, el sacerdote y científico católico Nicolás Copérnico, donde formuló la teoría heliocentrista y describió el movimiento de los cuerpos celestes, dando inicio a la revolución científica. Desde entonces y hasta finales del siglo XVII, una serie de descubrimientos científicos, que culminaron con la Ley de la Gravitación Universal de Isaac Newton, brindaron a la humanidad una asombrosa comprensión práctica de la naturaleza física del cosmos. El ser humano había dejado de ser un espectador pasivo de un universo incomprensible; ahora aprendía a dominarlo, haciendo uso de las leyes que parecían determinar su funcionamiento. 

El gran dominio que estos descubrimientos dieron al hombre sobre la naturaleza hizo que la capacidad de razonar comenzara a ser vista como la respuesta a todos los problemas de la humanidad. Un racionalismo reduccionista, que veía a la naturaleza como una máquina controlable, se fue filtrando en todas las esferas humanas. Cuando la humanidad entró al siglo XX, este racionalismo, llevado anteriormente por las naciones europeas a todos los rincones del mundo, parecía ser la guía definitiva para llevar a la humanidad hacia su plenitud. Pero los hechos fueron distintos. 

A principios del siglo XX, estallaron las guerras mundiales en el corazón de Europa. Las ideologías fascistas surgieron en lo que muchos consideraban el corazón del mundo racional y civilizado. Esto hizo que la sociedad moderna se cuestionara la efectividad del pensamiento racionalista para resolver los problemas de la humanidad. Después de la segunda guerra mundial, la guerra fría y la constante amenaza de un conflicto nuclear de proporciones apocalípticas, derribaron la creencia de que la razón por si misma podía llevarnos a vivir en armonía como sociedad global. La ciencia, que se suponía salvaría a la humanidad, ahora amenazaba con destruirla. 

El racionalismo, que con su hegemonía había minado los valores espirituales y religiosos, negando todo lo que no fuera material y racional, se mostraba incapaz de dar una verdadera respuesta a la problemática global, dejando a las sociedades dominantes perdidas ante la complejidad de la vida, suspicaces tanto de la religión como de la ciencia. 

Pero, a principios del siglo XX, otro cambio se incubaba en el corazón del mundo académico europeo. Una cadena de descubrimientos sacudió los cimientos sobre los que se construía el conocimiento científico de la época, aquel que con frecuencia chocaba con el mundo religioso. Nacía la física cuántica, mostrando un universo mucho más complejo de lo esperado, exigiendo un nuevo marco de referencia para entenderlo y trayendo consigo una revolución conceptual desde la que se sigue construyendo una nueva visión del mundo. 

Una de las características centrales de esta cosmovisión emergente es que abraza una visión holística de la realidad, dejando de lado el reduccionismo. Mientras el paradigma que surgió a partir de la física clásica defendía que la razón era la única herramienta capaz de ayudarnos a entender la gran maquinaria predecible y controlable que se creía que era el universo, la física cuántica obligó a los científicos a abarcar otras dimensiones del mundo y el cosmos que lo rodea, y por supuesto del ser humano.  

El principio de incertidumbre, el descubrimiento de que la materia es dual y que puede comportarse como partícula o como onda, el aceptar que no se puede conocer con certeza el comportamiento de las partículas subatómicas sino solo definir ciertos patrones de probabilidad, la imposibilidad de analizar las partes separadas del todo y la naturaleza siempre dinámica de la materia, hicieron que algunos de los padres de la física cuántica, como Max Planck, Bohr, Heisenberg y Oppenheimer, fueran incapaces de avanzar desde el enfoque racionalista y enfocaran su atención en la dimensión más profunda del ser humano, en la espiritualidad (Capra, 2016).  Es muy conocido que para Oppenheimer, “poesía y ciencia eran la misma cosa puesta del revés”; mientras que Planck afirmaba: “habiendo estudiado el átomo, les digo que ¡no existe la materia como tal! Toda la materia surge y persiste solamente debido a una fuerza que hace que las partículas atómicas vibren, y las mantiene juntas en el más diminuto de los sistemas solares: el átomo. Sin embargo, en el universo entero no hay fuerza que sea inteligente o eterna, y por lo tanto debemos suponer que detrás de esta fuerza hay una Mente o Espíritu consciente, inteligente. Éste es el origen mismo de toda materia” (Dimitrov, 2014) 

Desde que los padres de la física cuántica, en el corazón de un mundo mayoritariamente secular, se vieron empujados a restablecer la relación entre la ciencia y la espiritualidad, varios científicos, desde algunas de las mejores universidades del mundo, han enfocado sus esfuerzos en desarrollar este diálogo de saberes. 

Sin duda un referente en el diálogo entre la ciencia y la espiritualidad es Danah Zohar, graduada del MIT y de la Universidad de Harvard quien, ha usado su conocimiento sobre física cuántica para profundizar en conceptos como la inteligencia espiritual, la cual define como “la capacidad de acceder a significados, valores, propósitos permanentes y aspectos inconscientes del yo más elevado y de incorporar estos significados, valores y propósitos en una vida más rica y creativa” (Zohar, Q’s for great leadership. Danah Zohar, 2021) 

Si bien el descubrimiento de la física cuántica detonó este cambio de paradigma en lo global, el encuentro entre la espiritualidad y la ciencia no es algo nuevo. San Ignacio de Loyola y después de él, sus seguidores a través de la Compañía de Jesús, desde hace 500 años, han venido impulsado este diálogo y nos han legado grandes avances que en muchos casos se han adelantado a su época. 

Este tipo de inteligencia ha sido ampliamente investigada, y gracias al trabajo realizado por Richard Davidson en la Universidad de Wisconsin podemos mapear la actividad cerebral que se despierta cuando usamos nuestra inteligencia espiritual (Goleman & Davidson, 2018). Un ser humano en un estado de meditación profunda hace vibrar su cerebro completo con una frecuencia específica de 40hz, sincronizando el total de la actividad cerebral – lo que está lejos de suceder con el pensamiento racional o asociativo -y generando un tipo de inteligencia mucho más complejo, al que Danah Zohar también llama “inteligencia total” (Zohar, The Quantum Leader, 2016), ya que cuando se despierta genera una experiencia integradora que nos lleva a vivir lo que Fritjof Capra, doctor en física y otro referente en el encuentro de estas dos dimensiones, define como experiencia espiritual: 

“…es una experiencia de despertar en la que el cuerpo y la mente forman una unidad. Incluso, esta experiencia de unidad no solo supera la separación del cuerpo y la mente, también supera la separación del individuo con el mundo que lo rodea. La experiencia central en estos momentos espirituales consiste en un profundo sentido de unidad con el universo”.(Capra, 2016)

El afortunado reencuentro entre la fe y la ciencia es algo que nos debe llenar de esperanza en una época en que hemos de hacer frente a un mundo que se nos presenta problemático y complejo. La integración de las diferentes esferas humanas a través de la espiritualidad puede darnos la fuerza y la sabiduría para navegar hacia buen puerto en este mar encrespado.  

Es también importante no olvidar que, si bien el descubrimiento de la física cuántica detonó este cambio de paradigma en lo global, el encuentro entre la espiritualidad y la ciencia no es algo nuevo. San Ignacio de Loyola y después de él, sus seguidores a través de la Compañía de Jesús, desde hace 500 años, han venido impulsado este diálogo y nos han legado grandes avances que en muchos casos se han adelantado a su época. 

Así como Teilhard de Chardin, SJ, logró integrar la teoría de la evolución con sus experiencias místicas, cargando a la ciencia de sentido y abriendo la puerta a un sin número de investigaciones posteriores que han iluminado nuestro conocimiento sobre la fuerza que impulsa el desarrollo de los seres vivos (Chardin, 1974) nosotros, como comunidad universitaria en una institución de inspiración cristiana, también podemos seguir avanzando en el camino de la ciencia, con rigor académico, pero sin desconectarnos del Dios de Jesús, a quién podemos seguir a partir de la sabiduría espiritual presente en los evangelios.  

Como miembros de una universidad jesuita, se nos invita a permanecer con los ojos del espíritu bien abiertos para, a través de nuestra labor académica, ser personas de ciencia y hacer uso de toda la potencia de nuestra capacidad racional, pero sobre todo para dejarnos guiar por nuestra inteligencia espiritual y así convertirnos en verdaderos hombres y mujeres para los demás.   

Referencias

Capra, F. (2016). The Systems View of Life. Cambridge University Press. 

Chardin, T. d. (1974). El fenómeno humano. Taurus. 

Dimitrov, T. (2014). La dimensión espiritual de los grandes científicos. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana. 

Goleman, D., & Davidson, R. (2018). Rasgos Alterados. Penguin Random House. 

Schumacher, E. (2010). Small is Beautiful: Economics as if People Mattered. London: Harper Perennial. 

Zohar, D. (2016). The Quantum Leader. Nueva York: Prometheus Books. 

Zohar, D. (2021, Septiembre 20). Q’s for great leadership. Danah Zohar. Retrieved from https://danahzohar.com/learnqs/