Las manifestaciones sociales tras la reciente represión militar en Chile nos invitan a pensar desde una óptica crítica la validez y vigencia del modelo económico y político al que se identifica como neoliberalismo.
Durante octubre las manifestaciones populares en Chile dominaron la agenda política internacional. Con un desborde de imágenes y videos, las redes sociales nos mostraron las escenas aterradoras del regreso de la represión militar a las calles del país sudamericano. Plantones, huelgas, incendios en mobiliario público y privado, descubrieron también una sociedad desesperada por provocar un cambio en la situación política y económica del país y en ello revivieron los símbolos de la dictadura: las melodías de resistencia de Víctor Jara, el recuerdo de Allende, las tanquetas de agua para dispersar a la muchedumbre, la alusión al estado de guerra. Pareciera que en ese país las cosas no han cambiado mucho desde los setenta.
Y es que es preciso recordar que el modelo neoliberal de mercado abierto y privatización económica surgió en Chile, pero no a manera de consenso ni de elección popular, sino a través de la imposición de la dictadura pinochetista, auspiciada desde el norte y legitimada y apoyada por las potencias europeas. La costa pacífica de los Andes se convirtió en un experimento que 20 años más tarde sería impuesto a través de la persuasión hacia gobiernos que se encontraban en momentos de crisis económica. El modelo fue instaurado a través del Consenso de Washington en el resto de la región, y esta acción se convirtió en una de las estrategias para instaurar el nuevo orden político y económico de la post Guerra Fría.
Desde la última década del siglo XX, Chile era concebido como la “excepción” latinoamericana. Como un paraíso ajeno a la convulsión política del cono sur. Sin embargo, las manifestaciones del mes pasado sacaron a la luz la realidad traumática de una sociedad desigual y asfixiada por la deuda privada individual. Las altas tarifas del transporte, el fracaso del modelo de pensiones, la educación sujeta al empeño del futuro, pero sobre todo la indiferencia de la élite política y militar respecto de la situación en las calles, provocó el estallido social.
La situación en Chile pone nuevamente de manifiesto el agotamiento de un modelo político y económico de alcances internacionales, que ha creado una estructura que propicia e incentiva la desigualdad en la distribución de los recursos. Ese modelo es el que ha creado las condiciones para que la sociedad de “radicalice” y se vuelva obvia la frontera entre el “nosotros” y “ellos”. Los que han de empeñar el porvenir para resolver las necesidades presentes y aquellos que defienden la normalidad del modelo con tal de no cuestionar sus privilegios que les permiten acceder al bienestar desbordado, jugando a la política o administrando los recursos públicos.
Las manifestaciones en Chile no son ni de lejos un fenómeno nuevo. Recordemos que las manifestaciones estudiantiles de 2010 frustraron las aspiraciones de relección de Michelle Bachelet, y la resistencia del pueblo chileno al modelo neoliberal inició en el momento mismo del asalto al Palacio de la Moneda en 1973. Pero tampoco la represión. Durante la dictadura, las fuerzas armadas al mando de Pinochet intentaron destrozar a la disidencia política a través de la represión violenta, reflejada en su manifestación más funesta: la tortura y la desaparición de activistas y opositores al régimen.
Ahora bien, lo que pasa en aquel país, es una manifestación más del fracaso de la contra ola conservadora que dislocó a los gobiernos de izquierda que durante los primeros 15 años del siglo XXI dominaron Sudamérica. Las manifestaciones sociales en Ecuador, así como los resultados electorales en Argentina, Bolivia y Colombia reflejan el pulso político de la región. La corrupción, y la desaceleración económica por la que atraviesa – y que ahora parece que es un fenómeno de alcance más internacional, pues justamente al cierre de octubre Alemania reportaba un estancamiento de su economía, al igual que México y Hong Kong- han propiciado que se pierda el rumbo político de la región, en el que el gran perdedor ha sido Brasil, con un presidente de derechas que ahora ha perdido a sus aliados. Si bien ahora la izquierda podría ser una opción, lo cierto es que ésta no cuenta con un proyecto alternativo que proponga un cambio sustantivo en el modelo económico político. El neoliberalismo como horizonte imaginario ha anulado toda capacidad creativa para pensar un mundo distinto en el que esa frontera del “ellos” y “nosotros” se mueva de latitud.
Mientras el modelo que propicia la desigualdad siga siendo maquillado, hidratado y “customizado”, la frontera entre el ellos y nosotros seguirá siendo el búlgaro ideal para la efervescencia populista; que como ya se ha atestiguado, puede aprovechar la desesperación social para socializar la ideología xenófoba, misógina e intolerante a la diversidad, desvaneciendo y diluyendo los siglos de lucha por la libertad y la igualdad que la sociedad internacional ha librado en contra del absolutismo.
Por ello, la convulsión social que ha emergido en Chile es una invitación para repensar desde una óptica critica la validez y vigencia del modelo económico y político al que se identifica como neoliberalismo. Es imposible seguir apelando a la normalidad que genera la aparente estabilidad que da ese modelo. Porque esa estabilidad está sostenida en la injusticia social y la desigualdad. De entre el montón de vestigios históricos que habrán de prevalecer como testimonio de este fenómeno, destaca el audio de la esposa del presidente Piñera, en el que explica a una de sus amigas la situación. En esa se escucha: “estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena”, prueba de que la necedad y la miopía de aquellos que durante tantos años se han resistido al cambio, negando las funestas consecuencias del modelo político-internacional de la post Guerra Fría.