Hacer una pausa para mirar la naturaleza nos ayuda a reflexionar sobre las experiencias fundantes de nuestra fe y nos guía en el camino a convertirnos en mujeres y hombres conscientes, competentes, comprometidos y compasivos
Por Luis Octavio Lozano Hermosillo, SJ
En algunas épocas que contemplo la naturaleza evoco ciertos momentos litúrgicos del catolicismo, en especial cuando observo dos tipos de árboles que forman parte del ecosistema de la zona metropolitana de Guadalajara y del campus del ITESO. En los tiempos que anteceden a la Cuaresma y a la Pascua, mi atención se enfoca en las jacarandas y en el flamboyán o framboyán. La jacaranda, árbol de hermoso follaje que está formado por hojas bipinadas y flores monopétalas de color “morado” me recuerda que dentro de poco será el tiempo litúrgico de la Cuaresma que nos prepara para vivir intensamente los días de la Semana Santa y el flamboyán, que florea casi al terminar la Cuaresma con sus flores rojas y su frondosidad verde brillante, me anuncian que en cuarenta días celebraremos la Ascensión de Jesús y, ocho días después, el Pentecostés. Detenerme para mirar la naturaleza me ayuda a prepararme para vivir estas experiencias fundantes de nuestra fe.
Con las flores moradas de las jacarandas evoco la pasión de Cristo; acontecimiento cristiano que nos recuerda a los primeros discípulos y apóstoles que aceptaron el llamado de Jesús, a la convivencia que tuvieron con Él durante la vida pública en donde vivieron el anuncio de la Buena Noticia del Reino de Dios y que experimentaron a un Dios cercano y misericordioso, al cual le podemos llamar “Abbá”. Además de ello, rememoro la praxis de Jesús de Nazaret que lo llevo a la aprehensión, tortura, juicio amañado y crucifixión; sucesos que para sus discípulos significaron un fracaso y un proyecto truncado.
Las flores rojas y naranjas del flamboyán, especie de la familia de las fabáceas, me representan la noche que anteriormente se le llamaba “Sábado de Gloria”, es decir, el inicio de la celebración más importante de la cristiandad: la Pascua. Esta es una de las fiestas litúrgicas más bellas por la variedad de signos y símbolos que actualizan la presencia real de Jesús Resucitado. Los colores brillantes de este árbol me anuncian regocijo y entusiasmo por la Pascua; por el paso del silencio a la sonoridad, de la obscuridad a la luz y de la tristeza a la alegría que se manifiesta a través del repique de las campanas. Por ser uno de los árboles más coloridos del mundo, lo relaciono con el inicio del fuego nuevo, en otras palabras, con el resplandor del cirio pascual que rememora la Resurrección de Jesús y comunica que la muerte ha sido derrotada por la VIDA:
“…que este cirio consagrado a tu nombre para destruir la oscuridad de esta noche, arda sin apagarse y, aceptado como perfume, se asocie a las lumbreras del cielo. Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo; ese lucero que no conoce ocaso, Jesucristo, tu Hijo, que, volviendo del abismo, brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina por los siglos de los siglos.”1
La trágica realidad que vivieron “los discípulos cuando estaban reunidos por la tarde con las puertas cerradas por miedo a los judíos” (Jn 20,19-20), da la oportunidad para reconocer que las mujeres vivieron esta experiencia de un modo diferente. Aquellas que siguieron, acompañaron y sirvieron a Jesús en toda su trayectoria de anunciar el Evangelio fueron las que salieron al día siguiente al terminar el “Sabbat” a preparar el cuerpo sin vida con aceites y perfumes. Desde el inicio del mensaje de Jesús hasta el final las mujeres fueron fieles, pues mientras un hombre lo negaba, otro lo vendía y otros más lo abandonaban, las mujeres sin el protagonismo de los apóstoles y discípulos varones se mantuvieron leales al Maestro. Como lo dice Xabier Pikaza (2013), “Ellas son la sorpresa del Reino…cuando todo parecía terminado, han oído a Jesús y lo han seguido, sin hacer casi ruido, como reserva del Reino…, pasan desapercibidas. Desde el inicio de la Iglesia las mujeres tienen una participación importante, sin reservas y sin miedo”. [2]
La manera en que vivió la primera comunidad cristiana la Resurrección es una experiencia fundante para las y los seguidores del Nazareno. La comunidad da testimonio de que Jesús vive y que ha transformado sus vidas. Desde esta experiencia, es que toca señalar que “La Resurrección no es para meditar o reflexionar es para vivirla y experimentar la presencia viva y real de Jesús, es un modo de estar en la vida” [3]. Su acción se puede percibir en los creyentes al:
- Ser llamados por su nombre (Jn 20, 14); ser reconocidos como hijos, amados y elegidos (Mc1, 11);
- Orientarnos hacia un horizonte de esperanza; acción que da elementos para ordenar los afectos desordenados y guiar la vida sin apegos.
- Recuperar una actitud de apertura y de acoger y de ofrecer hospitalidad (Lc 24, 13-35);
- Dar la Paz tal y como Jesús Resucitado la ofreció al grupo de discípulos y seguidores que lo abandonaron, negaron y que pelearon por los primeros lugares cuando subían a Jerusalén. El Resucitado ofrece su Paz, sin reclamar nada, fortalece con ella e impulsa a seguir a pesar de las actitudes negativas que afloran en situaciones que descubren las limitaciones humanas.
- Abrirnos a nuevos horizontes, de fe, confianza, esperanza y amor.
Rememorar la Resurrección y la Ascensión de Jesús nos invita a mirar hacia el horizonte de la Buena Noticia de que el Reino de Dios ya está aquí y que hay que tener un corazón abierto para ir descubriendo la presencia de Jesús Resucitado en la vida cotidiana y, con la fuerza del Espíritu Santo, transformar la realidad donde se trasparente la verdad, la justicia y la paz, que es el fruto de la experiencia de reconocernos hijas e hijos amados por el Dios de la vida.
Ignacio de Loyola en las contemplaciones, meditaciones y oraciones que propone en la Cuarta Semana de los Ejercicios Espirituales, invita al ejercitante a meditar y reflexionar sobre la Resurrección. Desde su sensibilidad y cariño por María, en el primer ejercicio referido a la visita que Jesús Resucitado hace a su madre antes de presentarse al grupo de seguidores que se encuentran escondidos por el miedo de ser reconocidos por los judíos como seguidores del Nazareno, Ignacio propone:
“[219] 1º preámbulo. El primer preámbulo es la historia, que es aquí cómo después que Christo espiró en la cruz, y el cuerpo quedó separado del ánima y con él siempre unida la Divinidad, el ánima beata descendió al infierno, asimismo unida con la Divinidad; de donde sacando a las ánimas justas y veniendo al sepulchro y resuscitado, aparesció a su bendita Madre en cuerpo y en ánima”.
En la Cuarta Semana de los Ejercicios [EE 218], la Contemplación para alcanzar amor [230], Ignacio al decir Resurrección, entiende también los misterios de la Ascensión y Pentecostés. Coloca la “Contemplación para alcanzar amor” en el lugar donde cabía esperar la meditación sobre el Misterio de Pentecostés o la efusión del Espíritu Santo, el cual es la com-unión del Padre y del Hijo. En ella, Ignacio invita a contemplar como final de los Ejercicios la acción del Dios-en-nosotros, es decir la acción del Espíritu Santo. Ignacio es ante todo un místico trinitario que ve las huellas de este Dios cristiano en todas las creaturas. [4]
Vivir estos misterios de la Ascensión de Jesús y Pentecostés es una invitación a tener una apertura a la acción del Espíritu Santo para seguir proclamando testimonialmente la Buena Noticia de que el Reino de Dios ya está presente; convertir todos los signos de anti-Reino -de muerte- en signos de vida y mirar la realidad desde la mirada de Jesús Resucitado.
Jesús al igual que el Dios de promesas que mostró en su predicación, promete a sus seguidores antes de ser “elevado al cielo” (Mc 16,19), que está y estará con ellos hasta el final de los tiempos (Mt 28,20) y que recibirán la fuerza del Espíritu Santo para que sean testigos en el mundo. Los discípulos seguían mirando al cielo y dos hombres vestidos de blanco los cuestionan y ellos regresan a Jerusalén a esperar la promesa hecha por Jesús (Hch 1,8-12). Llegó el día de Pentecostés y quedaron llenos de Espíritu Santo y con sus dones salieron a predicar la Buena Noticia con señales.
Vivir la experiencia de los Ejercicios Espirituales, sobre todo recoger los frutos de la Cuarta Semana para ser mujeres y hombres capaces de contemplar a Dios en todas las cosas es la incitación. Llegar a ser realidad: Tomad, Señor, y recibe… dame tú amor y gracia que esta me basta. [234] y en la práctica ser reconocidos como mujeres y hombres “conscientes, competentes, comprometidos y compasivos”.[5]