Comparte José Antonio Lama-Pacheco las vivencias y dolencias sociales que lo llevaron a enrolarse en la Compañía de Jesús, en la que ahora está ordenándose como sacerdote 

¿Cómo acomodar o acallar aquel dolor que se siente por el mismo mundo? Cuando tenía 24 años de edad, ésa fue la pregunta detonadora que hizo a José Antonio Lama-Pacheco a partir de experiencias individuales en su juventud, tomar la decisión de entrar a la Compañía de Jesús. Luego de más de 13 años de formación, ahora se ordena como sacerdote. 

Durante la etapa posterior a la preparatoria, en el Colegio Oriente de su natal Puebla, se unió a un voluntariado jesuita de un año de duración: seis meses estuvo en Comitán, Chiapas, en un proyecto con niños indígenas y de la calle; los otros seis meses en Saltillo, Coahuila, en la casa refugio Belén, Posada del Migrante. 

En este último sitio, recuerda que había una chica que fue empujada a las vías por los garroteros (los vigilantes del tren) porque querían abusar de ella. Al resistirse, perdió una pierna al paso del tren. En la Posada del Migrante, la joven recibió apoyó durante el proceso legal y eso implicó que se quedara a vivir ahí más de cuatro meses. 

“Fue una experiencia de compartir con ella, mucho tiempo, cosas muy lindas; me tocaba de pronto también hacerle las curaciones, y fuimos llegando a la plática. Fue una posibilidad de conocer su mundo y su contexto, y creo que el dolor más fuerte era ver que, aunque tenía la misma edad que yo, tenía que vivir ese momento. Había condiciones estructurales que no le permitían acceder a una vida digna. Ella salió de Guatemala, estaba en tránsito hacia un espacio que tampoco sabía bien cuál era, y ahora debía hacerlo con una pierna menos”, recuerda José Antonio. 

Además de la tragedia, el hecho de ser testigo de los fenómenos migratorios, por lo menos desde esa pequeña ventana a la que tenía acceso, le permitió constatar la fuerza que no se deja vencer pese a fronteras y barreras, y a través de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio pudo entender cómo Dios apoya desde lo profundo a esas vidas que no se dejan aplastar. 

La experiencia le sembró una semilla, pero en ese momento siguió con la vida que había planeado: estudiar una carrera y trabajar. Decidió ingresar a la licenciatura de Gestión de Personal y Organizaciones, y al concluir entró a trabajar en una compañía armadora de autos en el área de del talento humano y selección de personal, donde comenzó a labrar un camino y a hacer dinero en el trayecto. 

“Me estaba divirtiendo mucho, me la estaba pasando bien en el trabajo y funcionalmente me sentía muy completo, pero había una incoherencia dentro de mí, que tenía que arreglar de alguna manera. Había una pregunta que no podía dejar pasar. Me acuerdo de que no tenía claro qué iba a ser de mí, pero lo que sí sabía es que tenía que resolverlo y que no podía sobornar mis principios, porque se trataba de una cosa fundamental: se trataba de aquello que me había dado tanta vida y tanto amor, haber compartido con tanta gente, y que lo estaba relegando un poco, por una cuestión más técnica y de conveniencia, que era asegurarme la vida por mis propias manos”, relata José Antonio desde Madrid, donde recién terminó el Máster de Espiritualidad Ignaciana en la Universidad Pontificia de Comillas. 

Fue entonces cuando volvió a hacer los Ejercicios Espirituales. No le quedó duda: intentar el camino de los jesuitas era la única manera de resolver esa pregunta: “Creo mucho en esta lógica de que las heridas de Jesús nos sanan, pensando en este mundo, porque nos transforman, no porque nos hagan los buenos de la historia, sino porque nos dan sentido y hacen que nuestro corazón pueda aparecer con otras personas y encuentre rumbo. En ese proceso de caminar junto con ellas y ellos desde mi propia vulnerabilidad, veo que aquellas cosas que yo imaginaba como demasiado duras acerca de mi vida, de pronto no resultaban tan duras, iban perdiendo peso”. 

En su preparación para este momento, Lama-Pacheco realizó el noviciado, estudios en la Pontificia Universidad Gregoriana, de Teología en la Ibero Puebla y la Maestría en Filosofía y Ciencias Sociales en el ITESO, donde se graduó con una tesis acerca de la risa, en la que defendió la idea de que la risa es un instrumento para tomar distancia frente al mundo, reírnos un poco de él y así poder construir otros escenarios. 

“La filosofía fue una experiencia para aprender a pensar el mundo y a problematizarlo, a encontrar posibilidades de desarticular los discursos establecidos como absolutos, para tratar de preguntar sobre nuevas posibilidades. A tomar distancia y preguntarnos curiosamente. De la teología recibí unos lentes para leer la experiencia de Dios en mi vida y en la vida del pueblo, es decir, encontrar la lógica de cómo se manifiesta Dios, la lógica de cómo se comunica el proyecto de Dios y cómo nosotros entramos en ese proyecto”, explica.  

A sus 38 años, ha recibido del Provincial de la Compañía de Jesús en México, Luis Gerardo Moro Madrid, SJ, la instrucción de encabezar la dirección de Vocaciones y Juventudes Jesuitas en Ciudad de México, a fin de ayudar a jóvenes, hombres y mujeres, a darse cuenta de lo que Dios les insinúa en su vida, y ayudar a que la gente descubra aquello a que se siente llamada con toda la libertad, algo que le permite sintonizar el corazón con el lenguaje y compartir su visión de la espiritualidad ignaciana. 

“Dios más o menos es aprender a reconocer los propios sentimientos, y las experiencias que uno va teniendo también se van manifestando en el propio cuerpo. Aprender a recuperar la memoria de la propia vida y la memoria del pueblo, y ser consciente también de los desórdenes propios que nos quitan libertad. Creo que la espiritualidad ignaciana es una herramienta clave para poder vivir en libertad, madurando en este hacernos cada vez más indiferentes a aquellas cosas que nos venderían un mundo fácil o una vía resuelta”, afirma. 

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