Javier Martínez, SJ, es uno de los integrantes de la comunidad de jesuitas de la Universidad. Llegó para trabajar en el ITESO por primera vez en 1981 y dice que, aunque en ese entonces había muchas necesidades, fue un tiempo “fabuloso”. Asegura que, si bien han cambiado muchas cosas desde entonces, “el solo hecho de estar en el ITESO es estar en otro mundo”

A Javier Martínez, SJ, le gusta el futbol, pero siempre ha preferido verlo, más que jugarlo. Recuerda que cuando era niño era tan malo que preferían ponerlo de portero y, aun así, marcó un autogol que haría sonrojar al mismísimo Superman Marín. “Quise despejar y le pegué tan mal a la pelota que terminé metiéndola en mi portería. Pero de todos modos quedamos campeones”, dice entre risas. Está por cumplir 88 años y su memoria es prodigiosa: recuerda con claridad su infancia en el barrio de Mexicaltzingo, sus estudios de lingüística, su paso por Radio Vaticano, las clases con Umberto Eco. Recuerda, cómo no, la primera vez que estuvo en el ITESO, cuando sólo existía el edificio A y nada más, y cuando regresó en 1981 para trabajar durante “cinco años que fueron muy agradables”, en un tiempo que califica como “fabuloso”. 

Francisco Javier Martínez Rivera (Guadalajara, 1935) forma parte de la comunidad de jesuitas que trabajan en el ITESO. Actualmente se desempeña en el Centro Universitario Ignaciano, donde da acompañamiento a estudiantes y colaboradores, celebra misa, revisa colaboraciones y colabora con la revista Christus en la revisión de materiales, con miras a integrar la hemeroteca histórica de la publicación. 

Su mirada se transporta en el tiempo mientras cuenta que nació en una casa de la calle Manzano —“en la cama de mi madre, así se hacía antes”—, en el barrio de Mexicaltzingo. Dice que en aquel entonces “la calle era el campo de juegos”. Cuenta que su padre murió cuando él tenía siete años y que su madre tuvo que hacerse cargo de sus seis hermanos, que eran ocho. “Nacimos ocho, pero crecimos seis porque dos murieron muy niños a causa de una infección intestinal”. 

También recuerda que le gustaba bailar. “Me hubiera gustado ser bailarín de ballet. Pero no se dio la oportunidad porque decían que no era propio de los niños bailar ballet”. Comparte que cuando tenía 11 años los maristas del Colegio Cervantes acudieron al Colegio Luis Silva, donde estudiaba él. “Fueron a cazar muchachos para que fueran maristas. Un compañero y yo dijimos que queríamos ir, pero me arrepentí”, dice Martínez Rivera y añade: “Yo quería ser sacerdote y ellos no eran, entonces no me fui. Mi madre me llevó con el párroco para decirle que me quería ir al Seminario. Él le dijo que no y le aconsejó que me llevara al Instituto de Ciencias”. Así, con el acompañamiento del padre Manuel Lapuente, inició su vida con la Compañía de Jesús. 

Hizo su primera profesión en 1953 y se ordenó como sacerdote jesuita en 1966. Sobre aquel día, dice que el rector del Seminario decidió que las ordenaciones fueran en miércoles y no en sábado, como era tradición, y recuerda que “hacía un frío horrible”. 

Aprendió latín, idioma que todavía domina, además de griego —“ése ya no”, dice—. Habla italiano e inglés y lee francés perfectamente, además de un poco de portugués y rumano. “Estudiar es un vicio que le echan encima a uno y ya no se quita”, dice. Como parte de ese vicio y luego de revalidar estudios, en 1962 obtuvo la licenciatura y después la maestría en Letras. En 1967 obtuvo una beca para estudiar Lingüística en Nueva Orleáns, pero por esas fechas murió uno de sus hermanos “y ya no regresé al doctorado, me quedé en la Ibero”. Entonces se llevó el susto de su vida: “Resultó que me faltaba un año del bachillerato y entonces mis estudios no valían nada. ¡Me moría yo!”. Gracias a la ayuda de una persona que había sido su alumna pudo arreglar el papeleo y en 1970 pudo ingresar a la UNAM para cursar el doctorado en Lingüística Hispánica. “Me gustan las letras porque odio los números”, dice con determinación y agrega que, en cambio, le gusta mucho leer. “Leí muchísimo, literatura alemana, francesa, inglesa”. También leyó los libros que alguna vez fueron considerados prohibidos, como Los miserables. “¡Era absurdo!”, exclama cuando recuerda el Índice, un listado que contenía aquellas lecturas sobre las que pesaba la proscripción y que fue abolido durante el Concilio Vaticano II. 

Los recuerdos se suceden. Cuenta que en agosto de 1980 tomó un año sabático de la Ibero Ciudad de México y viajó a Italia para estudiar lingüística con Umberto Eco. “En diciembre, como el 14 de diciembre, llegó a la clase y nos repartió su novela, El nombre de la rosa. Quería que la leyéramos en vacaciones porque después la íbamos a analizar. Cuando regresamos en enero, había un letrero en el salón anunciando que el profesor Umberto Eco ya no iba a regresar a dar clases por el éxito de su novela”, cuenta el padre Javier, y añade que Eco “era un profesor muy divo”. 

Al final del año sabático, regresó a México. Y llegó al ITESO, donde pasó “cinco años que fueron muy agradables. Aunque vivíamos con mucha necesidad, el ITESO era fabuloso”. Para ilustrar cómo eran las cosas entonces, cuenta que “el laboratorio de foto era un cuarto que tenía una sola mesa y donde no cabíamos más de cuatro personas”. Lo que faltaba lo compensaba el ambiente de la comunidad universitaria. “Había mucha unión entre profesores y alumnos, había un trato muy familiar”. Recuerda con cariño a personas que entonces eran estudiantes, como María Martha Collignon, hoy académica del Departamento de Estudios Socioculturales (Deso), y Catalina Morfín, hoy titular de la Dirección General Académica.  

«Más de 300 personas se han recibido gracias a que yo les he ayudado. Con que recuerden eso me basta, porque lo hice con toda el alma y toda la entrega”. 

Javier Martínez, SJ

Un día llegó al ITESO un profesor de la Universidad Complutense de Madrid. Vino a dar un curso, pero también le ofreció a Javier Martínez una beca. “Yo soy un poco inquieto y en ese entonces quería cambiar de aires”. Así, cerró maletas y cruzó el Atlántico de nueva cuenta. Estando en España y ya con las materias acreditadas, recibió una invitación del Vaticano para dirigir la Radio Vaticana, tomando en consideración que dominaba el italiano y que había sido director de Ciencias de la Comunicación. “En la Navidad de 1985 me fui a hacer la prueba a la Radio Vaticana. Después de un mes de estar con ellos les dije que sí, que sí me casaba con ellos, y ellos también me aceptaron”. El “matrimonio” duró hasta 1994, año en que regresó a México y al ITESO para una segunda estadía que se ha prolongado hasta la fecha.  

En esta etapa ha acompañado a estudiantes a concluir sus estudios. Dice que, de un grupo de 15, ocho ya concluyeron, a pesar de los contratiempos que trajo consigo la pandemia. Al platicar acerca de esta tarea, recuerda a la persona que le ayudó a regularizar sus estudios de bachillerato. “El que recibe se siente obligado a dar, yo creo que por eso lo he hecho”, dice. Con el paso del tiempo las cosas han cambiado. Mucho. Sin embargo, hay algo que no cambia: “El solo hecho de estar en el ITESO es estar en otro mundo, es un gran don”.  

Al hacer el repaso de los años, y al pensar en cómo le gustaría ser recordado, a Javier Martínez se le quiebra la voz al decir: “con mucho orgullo, más de 300 personas se han recibido gracias a que yo les he ayudado. Con que recuerden eso me basta, porque lo hice con toda el alma y toda la entrega”. 

 

FOTO: Luis Ponciano