Cuando escuchamos hablar de “perspectiva de género” podemos encontrarnos frente a dos tipos de discursos predominantes.
Por Cinthia Ramírez, profesora de Derecho del ITESO
El primero, en un tono negativo que nos dice que “género” es un término creado por feministas radicales que buscan privilegios inmerecidos con deseos de dominación y que pugnan por el desenfreno sexual y social.
Este discurso equivocado está muy de moda en un país como el nuestro, en el que recientemente grupos religiosos ultraconservadores lo usaron para generar movilizaciones sociales infundiendo el miedo al libertinaje y a la desintegración social.
Por otro lado, existe un discurso utilizado por los movimientos feministas que postula que esta perspectiva debe ser una herramienta que contribuya a lograr el pleno ejercicio del derecho a la igualdad para todas las personas, independientemente de su sexo, a través del empoderamiento de las mujeres y la reversión de su subordinación cultural.
El género es una categoría de análisis de las desigualdades implícitas y explícitas que surgen entre las personas dependiendo si son hombres o mujeres. Detengámonos a reflexionar al respecto. La diferencia corporal entre ambos es un hecho universal, físico y natural.
Nuestra distinta genitalidad es algo dado, un hecho biológico que no se puede cambiar. Pero la forma en que socialmente interpretamos esa diferencia sexual, los significados que le damos, la construcción simbólica que hacemos de esa distinción genital, todo esto es un hecho cultural y, por tanto, puede transformarse. Al hecho biológico le llamamos “sexo”, mientras que al hecho cultural le llamamos “género”, y nos referimos con ello a lo que consideramos “femenino” y “masculino”.
Desde pequeñas, las personas somos socializadas paulatinamente en el género, y el resultado de ese proceso es la constitución de nuestras identidades como hombres o mujeres. Es así que el género va definiendo qué características y comportamientos debemos tener, cuáles actividades son más idóneas a partir de nuestros rasgos supuestamente naturales, qué espacios son más aptos para unos y otras, qué intereses tenemos e inclusive qué sentimientos debemos desarrollar o reprimir. Curiosamente, el género define hasta nuestra apariencia física y vestimenta.
“Los hombres no deben llorar”: llorar se asocia a la debilidad emocional. “Las mujeres son cursis y románticas, desean casarse y tener descendencia”: es mejor que ellas se dediquen a la crianza y el cuidado de los hijos y el hogar.
“Los hombres son astutos, fríos, calculadores”, en cambio, “las mujeres son tiernas, sensibles, románticas”: los hombres deberían ser más aptos para puestos de trabajo que los sometan a estrés y que implican habilidades directivas, análisis complejos y esfuerzos físicos importantes.
Las mujeres, por otra parte, podrían alimentar, jugar, acariciar y mimar a las/os hijos, haciendo un trabajo interminable con una cantidad de amor igualmente inagotable. Hay entonces un mandato de género (lo socialmente valorado y aceptado) que les prohíbe expresar algunos sentimientos y les ordena manifestar exageradamente otros.
La diferencia biológica entre hombres y mujeres no daña; la diferencia cultural sí. Las personas se van homogeneizando de acuerdo a la dicotomía femenino-masculino. La cultura de género impone modelos hegemónicos que atan a hombres y a mujeres a un ideal de proyecto de vida inflexible que se constituye como norma y que, en caso de no cumplirse, acarrea una sanción moral.
La persona que no cumple es excluida, ridiculizada, discriminada. Además, este sistema sexo-género afecta particularmente a las mujeres, puesto que su identidad y modelo de vida ideal es uno en el que su existencia se aprecia en función de su entrega y cuidado de las y los demás.
Dicho de otra forma, están subordinadas y ello se manifiesta en una minusvaloración de las características culturales de lo femenino, unas muy explícitas: “lloras-corres-hablas-te ves como niña”; “pareces vieja”, y otras implícitas: “¿te dedicas al hogar? Ah, entonces no trabajas” o “¿de qué estás cansada si estás todo el día en la casa?”
El género forma parte de nuestra cosmovisión, le da un orden (desigual) y un sentido al mundo como lo percibimos e impregna todas las instituciones socialmente construidas como el Estado, la familia y la escuela…
En este último aspecto, las instituciones de educación superior juegan un papel crucial para revertir las condiciones de discriminación estructural derivadas del género que afectan a hombres y fundamentalmente a mujeres.
Las universidades tienen una posición privilegiada en el proceso de formación de individuos/as críticos y reflexivos respecto a sus realidades y, en ese sentido, la perspectiva de género es una herramienta indispensable para comprender las dinámicas sociales que generan exclusión y discriminación a partir de los estereotipos y roles de género.
“La cultura de género impone modelos hegemónicos que atan a hombres y a mujeres a un ideal de proyecto de vida inflexible”
De igual forma, las universidades no están exentas de reproducir en su interior dinámicas discriminatorias pues tienen una microcultura de género que refleja los valores de la sociedad en la cual se encuentran insertas, pero su abordaje exige un primer reconocimiento de esas situaciones y la adopción de medidas idóneas y justas.
Para ello, la perspectiva de género es su mejor aliada pues permite descubrir la desigualdad que poco a poco ha quedado naturalizada en nuestras prácticas sociales disfrazadas de “normalidad”, donde lo habitual o acostumbrado es justificación suficiente para aplicar irreflexivamente normas y reglas que resultan desproporcionadas y desventajosas para las personas en general, pero que afectan desproporcionadamente a las mujeres.
Aplicar la perspectiva de género en nuestras prácticas universitarias nos exige una postura crítica. La aplicación de las reglas al pie de la letra para todos y todas por igual, no deja de ser una forma de discriminación, pues no atiende las diferencias que existen entre hombres y mujeres y, por tanto, deja invisibilizadas las desventajas socioculturales y políticas en las que se encuentran las mujeres.
La perspectiva de género es, entonces, una herramienta de obligado uso para lograr la igualdad material y no solo la formal. Debe acompañarnos en el cuestionamiento constante de la supuesta neutralidad de usos, costumbres y normas universitarias. Un presupuesto básico es que reconozcamos la existencia de una estructura cultural determinada por el género, pero la aplicación de la perspectiva de género no se limita al mero cumplimiento de una serie de pasos mecánicos, sino que es necesario que las personas abramos la mente y adoptemos una visión empática frente a la situación de las y los otros.
Debemos construir espacios sociales y universitarios abiertos a una diversidad de formas de vida, para lo cual es necesario que deconstruyamos el género siendo capaces de ver las desigualdades que provoca en el acceso a los espacios físicos (¿quiénes quedan excluidas/os del uso de las instalaciones?), en la permanencia laboral (¿quiénes y qué obstáculos enfrentan para desenvolverse laboralmente en condiciones de igualdad?) y educativa (¿quiénes y por qué razones interrumpen sus actividades y desarrollo profesional?), entre otras situaciones.
Las desventajas que sufren algunos grupos de personas como producto de la estructura cultural de género deben ser asumidas socialmente de forma tal que nos hagamos cargo del costo de la desigualdad, solo de esa manera podremos comenzar a desarmar la discriminación y violencia dentro y fuera de nuestra universidad. Foto Archivo