Por Alexander Zatyrka, SJ, profesor del Departamento de Filosofía y Humanidades

 La fiesta de la Pascua (del griego paska, a su vez del hebreo pesaḥ, que significa “paso”, “pasar”) es la mayor celebración del calendario litúrgico cristiano.

Conmemora la pasión, muerte y resurrección de Jesús, el evento central de la fe cristiana. Con el nombre de Pascua se trata de establecer su paralelo con la Pascua judía que recuerda el “paso” del pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto hacia la libertad y, eventualmente, a la Tierra Prometida.

"La incredulidad de Santo Tomás", óleo de Caravaggio

«La incredulidad de Santo Tomás», óleo de Caravaggio

Para los cristianos significa el paso de todos nosotros de una realidad de esclavitud al pecado a una vida en plenitud, es decir, basada en el amor. Jesús, Hijo de Dios encarnado, asume sobre sí las consecuencias del pecado de toda la humanidad, redimiéndonos de ellas y liberándonos a una vida transformada.

Para los cristianos el “pecado” no es una situación jurídica, es decir, la condición de ser culpables de la transgresión de una ley y su consiguiente penalidad. Los evangelios nos muestran a Jesús tratando el pecado más bien como una enfermedad, una ceguera, que impide al que la padece reconocer en el otro a un hermano.

Por eso ya en la Biblia Hebrea se habla del “corazón de piedra” como uno de los pecados fundamentales. El que no “siente” con el hermano, el que no se conmueve con su situación, está básicamente enfermo, insensible, ciego, en pecado. De este pecado fundamental se siguen muchas transgresiones, es decir, acciones concretas que dañan a nuestro prójimo. Las realizamos porque no reconocemos en ellos a un “semejante” alguien que siente, goza y sufre como nosotros. En otras palabras, estamos incapacitados de “ponernos en su lugar” y compadecernos, que literalmente quiere decir “padecer con” el otro.

Los cristianos consideramos que el mal surge de un uso erróneo de la libertad. El mal se insinúa como bien, engañándonos. Una vez admitido pervierte a la persona desde dentro y la aleja de Dios, de los demás y de sí misma.

Inoculados por el mal (auto-centramiento, actitud depredadora) vamos desarrollando una visión auto-centrada de nuestra propia identidad. Esta se concreta en el ego como imagen falsa del yo. El ego en la tradición cristiana está en oposición a la persona. Ego es una identidad aislada, centrada en sí misma y que percibe a los demás básicamente como enemigos o competidores. Persona es la identidad propia del ser humano (a la manera de las “Personas” trinitarias), que podríamos definir como una identidad relacional.

Es decir, solamente en la medida en que me relaciono con los demás, dando lo mejor de mí y recibiendo lo bueno que los demás me comparten en la construcción de una comunidad, entonces sabré quién soy, me acercaré a mi verdadera identidad.

“El que no siente con el hermano, el que no se conmueve con su situación, está básicamente enfermo, insensible, ciego, en pecado”

El Señor Jesús viene en primer término a desenmascarar el engaño del pecado, es decir, del auto-centramiento e insensibilidad frente al hermano. La Revelación nos enseña que el ser humano salió de las manos de Dios bueno, pero ingenuo. No entendía completamente la diferencia entre el bien y el mal.

La realidad del mal (pecado) le arrebató con engaños esa bondad (infantil, ingenua) y lo instaló en el pecado, en la enfermedad de la malicia. El proceso de redención que opera en nosotros la gracia de Cristo nos cura de la malicia y nos capacita para crecer y alcanzar nuestra vocación: la inocencia (bondad sabia, que distingue el bien del mal, adulta).

Para el creyente, el encuentro con este Cristo es la experiencia fundante de la vida cristiana. Un excelente resumen de lo que esto significa está en el final de la segunda carta del apóstol San Pablo a los corintios (2 Co 13:13): “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios [del Padre], y la comunión del Espíritu Santo, sean con ustedes”.

Pablo desea para la comunidad a la que se dirige (bastante conflictiva, por cierto) que puedan refrendar la vivencia de encuentro con Dios sobre la que han construido su fe. Cada una de estas “personas” está acompañada de una característica/acción que parece describir su manera de relacionarse con el ser humano y que a su vez pareciera el preámbulo para el siguiente don.

La puerta de entrada a la experiencia fundante de la fe cristiana es encontrarse con Cristo como gracia, como gratuidad absoluta, donación sin condición, amor ofrecido sin prerrequisitos. Esta experiencia se actualiza de manera especial en la entrega de Jesús de su vida por todos en la cruz. Quien acoge a Cristo así, quien baja la guardia y se deja amar de esa manera, puede finalmente acceder al misterio del amor infinito que tiene como fuente al Padre.

La incorporación a este círculo del amor trinitario, finalmente, la experimentamos como comunión, común-unión, relación de participación de bienes, que es la naturaleza última del amor, personificado en el Espíritu Santo, Espíritu de Cristo. Por lo tanto, para el cristiano la experiencia fundamental es el encuentro con el Señor que lo recibe sin condiciones, mostrándole la dimensión inimaginable del amor del Padre, la cual a su vez le capacita para amar correctamente a los demás. La alegría de encontrar esta nueva vida en Cristo, es lo que celebramos en la Pascua. Foto Archivo